Domingo, 18 de marzo de 1917
ANDREI LOBANOV-ROSTOVSKI INTENTA HOSPEDARSE EN EL HOTEL ASTORIA DE PETROGRADO
«No tiene más que seguir la corriente». Son las dos de la madrugada. Hace un frío que corta el aliento. Lobanov-Rostovski deja su equipaje a cargo de Anton, su asistente, y se dirige solo hacia el hotel. Pero frente a la estación de ferrocarril, cosa extraña, no hay ni taxis ni coches de punto, así que se ve obligado a ir a pie. Algo no cuadra. En las tenebrosas calles se cruza con patrullas armadas que «le miran con suspicacia». Pasa frente a una comisaría de policía incendiada. En la elegante avenida comercial Morskaya observa evidentes vestigios de los altercados: los cristales de los escaparates están rotos, las tiendas saqueadas y en las fachadas se ven orificios de bala.
Lobanov-Rostovski sabía de los altercados que se desataron el 8 de marzo, claro, cuando una multitud de mujeres salieron a la calle para protestar contra la escasez de pan[212]. También en la estación de ferrocarril de Kiev vio sus efectos. Allí una muchedumbre irrumpió en el comedor de primera clase y, en medio de sonoros gruñidos y mucho alboroto, descolgó de la pared el retrato del zar. Ahora hace tres días de la abdicación de Nicolás II. Eso ya lo había oído Lobanov-Rostovski el jueves cuando salió del hospital. Un oficial se le aproximó y le comunicó discretamente, en francés, la sensacional noticia. En su diario Lobanov-Rostovski saluda la buena nueva con optimismo: «Un nuevo emperador o un regente más enérgico e inteligente, y la victoria estará asegurada».
¿No serán eso esperanzas forzadas? Desde comienzos de año Lobanov-Rostovski ha guardado cama enfermo de malaria. El 15 de marzo —el día de la abdicación del zar— le dieron el alta. Cuando se presentó en su regimiento le comunicaron que iban a mandarle al batallón de reserva de Petrogrado. La notificación le consternó, pues había oído decir que allí las tropas salían a las calles y disparaban contra los manifestantes y los huelguistas. Vio a un médico que intentó tranquilizarle y que le preguntó si acaso le rondaba por la cabeza la idea de quitarse la vida. Entonces Lobanov-Rostovski reveló sus dudas: «Es la estupidez del gobierno la que provoca esta revolución. La culpa no es del pueblo, pero aun así me envían a Petrogrado para disparar contra el pueblo». El médico le consoló y le dio un consejo que le gustó: «No tiene más que seguir la corriente y ya verá como todo se arregla».
Lobanov-Rostovski llega pues al hotel Astoria, donde se hospedan provisionalmente su tío y tía paternos. También ahí se ven indicios de los disturbios o, más bien, de los combates callejeros. Las paredes están picadas de balas. Tapan rudimentariamente los ventanales de la planta baja, en vez de los destrozados cristales, unos tablones de madera. El vestíbulo está completamente a oscuras; las puertas rotatorias cerradas con llave. Nadie acude cuando él las aporrea. Qué extraño. Da la vuelta a la fachada hasta una puerta lateral, llama con los nudillos y no tarda en verse rodeado por un grupo de marineros armados y agresivos. Le apuntan al pecho con sus fusiles y le acribillan a preguntas hostiles: «¿Dónde tiene el pasaporte? ¿Por qué lleva revólver?». Llega un joven teniente de la Marina y, con mucho tiento, consigue que los armados suelten a Lobanov-Rostovski: «¡Camaradas, dejad que este hombre se vaya! Acaba de llegar y no sabía que se ha producido una revolución».
De nuevo en la calle Lobanov-Rostovski se apresura a volver a la estación para tomarse un té y esperar el amanecer.
Hacia las ocho lo intenta de nuevo. Las sirenas de las fábricas suenan a lo lejos. Del cielo gris de la mañana caen copos. Las temperaturas han subido, las calles se enlodan con la nieve medio derretida. Descontando las huellas de los combates, en apariencia casi todo es normal. La gente pasa de largo camino de sus trabajos, como de costumbre. No obstante, hay una cosa que difiere, tanto por lo que respecta a las personas como a los edificios: por todas partes, se mire donde se mire, hay manchas rojas. Los transeúntes llevan todos alguna prenda de ese color; tal vez un lazo o una flor de papel o un pedazo de tela metido en el ojal. Hasta automóviles y elegantes carruajes tirados por caballos lucen adornos rojos, las fachadas y las ventanas también. A la débil luz matutina los trozos de tela que penden de las casas adquieren una tonalidad casi negra.
Esta vez a Lobanov-Rostovski sí se le permite entrar en el hotel. El vestíbulo ofrece un panorama desolador: cristales rotos por doquier y muebles hechos añicos. Las mullidas alfombras rojas de los suelos están cubiertas de charcos de agua helada. La gente entra y sale. En un rincón una muchedumbre excitada se agrupa alrededor de una mesa en la que se recluta a gente para algún tipo de agrupación de oficiales radicales. La calefacción ha dejado de funcionar. La temperatura en el interior es la misma que en la calle. De sus parientes no halla ni rastro. «Todo parecía en estado de disolución, y nadie sabía nada».
En esos momentos él no podía saberlo, pero algunos de los enfrentamientos más sanguinarios de toda la revolución tuvieron lugar precisamente dentro y enfrente del lujoso hotel Astoria. Se alojaban allí muchos altos oficiales con sus familias, y a alguno o algunos de ellos se les ocurrió disparar contra unos manifestantes que pasaban de largo. Éstos respondieron con fuego de ametralladoras, tras lo cual unos hombres armados asaltaron el vestíbulo donde, entre arañas de cristal y paredes cubiertas de espejos, se libró una encarnizada batalla. Muchos oficiales murieron a tiros o a bayonetazos. La bodega del hotel fue saqueada. (Como solía ocurrir en estos días en Petrogrado, sinceros actos de indignación y protesta se mezclaron con actos de vandalismo y simple criminalidad[213]).
Lobanov-Rostovski recorre una vez más las calles enlodadas de aguanieve de Petrogrado. Hacia el atardecer lo que sabe sigue siendo menos que nada, aunque sí es verdad que ha dado con sus tíos. Durante los altercados huyeron del Astoria a otro lugar donde también se libraron duros combates, el Almirantazgo. En cuanto a la unidad que estaba pensado que él debía incorporarse, el batallón de reserva del regimiento de la guardia, los datos que le llegan son de lo más contradictorios. La unidad se había:
… negado a tomar parte en la revolución y la habían aniquilado por completo. Fue una de las primeras en tomar el partido de la revolución y la tropa mató a todos los oficiales. Todos los oficiales se salvaron. Y así sucesivamente.
De todos modos, decide, no sin inquietud, tomar un taxi a la mañana siguiente para presentarse en el cuartel y entrar en servicio. «Siga la corriente y ya verá como todo se arregla».