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Domingo, 25 de febrero de 1917

LA ABUELA DE ELFRIEDE KUHR SE DESMAYA FRENTE
A LA CARNICERÍA CABALLAR DE
SCHNEIDEMÜHL

En la calle donde vive Elfriede hay un carnicero que vende carne de caballo. Se apellida Johr, y es judío. Elfriede es muy consciente de que hay personas a quienes no les gustan los judíos, pero ella no se cuenta entre ellas. Una vez hasta se peleó con un chico que había llamado a una de sus amigas «cerda judía». En la región viven muchos judíos y también polacos, pero a los ojos de Elfriede todos son alemanes, aunque de distintos tipos.

Hoy la abuela de Elfriede ha tenido la mala suerte de desmayarse, en la calle, con el frío que hace, frente a la carnicería del señor Johr. Unas personas la meten en la tienda y, al poco tiempo, tendida sobre un sofá en la sala de estar del señor Johr, recupera el sentido. Pero las piernas le tiemblan tanto que el señor Johr se ve obligado a llevarla a casa en su carreta. Elfriede y su hermano se asustan al ver cómo llevan en brazos a su abuela hasta la cama, al ver su rostro pálido y glacial. Por suerte una de las vecinas está de visita, y le prepara a la abuela una buena taza de café. Bueno, lo que se dice café ya no hay, sino solo sucedáneos, como cereal tostado, pero la vecina lo arregla echándole a la taza azúcar de verdad en lugar del edulcorante artificial de costumbre. La abuela de Elfriede se lo toma, y al cabo de un rato está más animada: «Ya estoy entrando en calor, hijos».

¿Por qué se desmayó? ¿Se debe a que ella, al igual que tantos otros, trabaja demasiado? ¿O más bien ocurre que ella, al igual que tantos otros, come demasiado poco?

La inquietud no acaba de abandonar a Elfriede, y cuando llega el momento de hacer sus deberes de física se traslada al dormitorio para poder vigilar a su abuela mientras tanto. La escuela probablemente no sea lo que más le importa en estos momentos. Hace menos de una semana fue junto con una amiga a un prado inundado y helado a orillas del río para patinar. El prado convertido en pista de hielo estaba lleno de gente que daba vueltas y más vueltas al rasposo son de un gramófono de manivela. Fue allí donde se encontró una vez más con Werner Waldecker, el joven teniente a quien conoció en mitad de una escalera en la fiesta que daba la hermana mayor de su compañera de clase, y con quien volvió a entablar conversación un día en que se cruzaron en la calle por azar; ese encuentro desembocó en que él le besó la mano y dijo que esperaba volver a verla. Y eso es lo que ocurrió hace cinco días, en ese prado cubierto de hielo. Luego, mientras caía la noche, él la llevó a la confitería Fliegner. Ya no quedaban pasteles alargados rellenos de crema, conocidos por su nombre francés, éclair, pero tomaron ponche y comieron rosquillas de azúcar, y ella se sintió muy feliz. Después, el teniente Waldecker la acompañó a su casa e intentó besarla en el portal. Ella lo esquivó escabulléndose en el interior del edificio. Más tarde se ha arrepentido.

En ese mapa de la contienda que hay colgado en el aula, por el momento, no sucede gran cosa. En África y en Asia no ha acontecido nada digno de mención desde hace varias semanas —aunque, por desgracia, ayer 289 hombres capitularon en Likuju en el África del Este alemana, y unas trincheras turcas fueron tomadas por los británicos en Mesopotamia, al sudoeste de Kut al-Amara; nada más—. También en Italia y en los Balcanes todo está tranquilo. Tampoco en el frente occidental hay novedad, aparte de alguna incursión aislada. En estos momentos solo el frente oriental provee a la prensa de otra cosa que esporádicas notas, e incluso ahí y desde hace meses, casi toda la actividad bélica se concentra en una única zona: Rumanía.

Esa parte del mapa está ahora manchada por múltiples banderitas de franjas negras, blancas y rojas, pero sería bueno que pronto llegara una gran victoria. La última fue la del 6 de diciembre. Ese día cayó Bucarest, y los niños no tuvieron que ir a la escuela. Elfriede aprovechó su inesperada vacación para salir a pasear.