Miércoles, 7 de febrero de 1917
ALFRED POLLARD ENCUENTRA UNA TRINCHERA LLENA DE MUERTOS
EN LAS AFUERAS DE GRANDCOURT
Por una vez vacila ante una misión. Primero porque acaba de regresar de una; bueno, ni siquiera eso. El coronel le está esperando impaciente junto al borde del parapeto, y Pollard no alcanza ni a descender cuando el anciano señor ya le está diciendo que tiene que volver a salir. Son entonces alrededor de la una de la noche. La orden consiste en guiar a una patrulla al pueblo de Grandcourt, «cueste lo que cueste». Dos veces repite el coronel la ominosa frase «cueste lo que cueste». Así, Pollard comprende que el asunto es importante. La fuerza aérea ha informado de que los alemanes han abandonado la posición, y el coronel quiere que su regimiento sea el primero en tomar el pueblo desierto. (Una cuestión de prestigio). En segundo lugar, Pollard vacila porque no sabe cómo llegar hasta allí. Entre su posición y Grandcourt se extienden las aguas del Ancre. Le pregunta al coronel cómo ha pensado que deben cruzar el río; por toda respuesta obtiene un escueto: «Eso se lo dejo a usted, Pollard».
Hay luna llena, hace frío. El suelo está cubierto de nieve. Pollard y los cuatro hombres de la patrulla descienden por una cuesta. Llegan a una trinchera abandonada. Abandonada, sí; vacía, no. Resulta estar llena de los cuerpos de los soldados británicos de otra división, y al ver los cadáveres rígidos, salpicados de nieve de sus compatriotas, le viene a la mente que alguien le contó algo sobre un pelotón de una posición avanzada que hace muy poco se vio sorprendido por una incursión nocturna alemana y fue aniquilado con bayoneta. Hasta el último hombre. Sí, lo oyó contar pero después lo olvidó. Corren tantas historias sobre unidades aniquiladas y pelotones desaparecidos…
Cuando poco después siguen avanzando en dirección al río Pollard recuerda la primera vez que vio una trinchera llena de muertos. Fue durante su primer asalto, ese día caluroso de junio de 1915 en Hooge. Por aquel entonces:
… yo no era más que un niño que contemplaba la vida con esperanzado optimismo y veía la guerra como una aventura interesante. Cuando ese día descubrí los cuerpos de los hunos muertos por el fuego de nuestras granadas me invadió la compasión por esos hombres cuyas vidas habían sido segadas en el momento de su máximo vigor. En cambio, ahora yo era un hombre y sabía que pasarían años antes de que terminara la guerra. Y miraba una trinchera llena de cuerpos sin sentir nada en absoluto. Ni lástima ni temor a que yo también pudiera estar muerto pronto; ni siquiera rabia contra los hombres que los habían matado. Realmente no sentía nada. Yo tan solo era una máquina que intentaba cumplir con su deber lo mejor posible.
En la blancura de la nieve Pollard descubre las huellas de la tropa alemana que asaltó a los hombres de la trinchera. Resulta ser un golpe de suerte porque le conducen hasta la orilla del río por un cenagal helado. Ahí encuentran un pequeño y desvencijado puente. Revólver en mano se desliza al otro lado, él el primero, como siempre. Reina el silencio. Les hace una señal al resto de la patrulla. Paso a paso se adentran con sigilo en el pueblo nevado. No se oye nada. Los informes son correctos. Los alemanes lo han abandonado.
Ni Pollard ni nadie del bando aliado lo saben todavía, pero esta retirada forma parte de una serie planificada de repliegues por parte de los alemanes cuyo fin es rectificar la línea del frente. Nuevas y bien fortificadas posiciones esperan más allá.