Un día de enero de 1917
PAOLO MONELLI APRENDE A LIBRARSE DE VISITANTES CURIOSOS
Tanto las tormentas de nieve como el fuego artillero han menguado. Además, los serpenteantes senderos de mulas empiezan a ser transitables. Es en estas situaciones cuando suelen presentarse los visitantes, picados de curiosidad por la famosa cima, ansiosos de poder decir: «¡Yo estuve allí!».
No son bienvenidos.
Si son de rango inferior se les bombardea de lejos con bolas de nieve y trozos de hielo, y cuando al cabo de un rato los visitantes, jadeando y cubiertos de nieve, llegan arriba los otros fingen no saber nada. Si son de rango superior se requieren métodos más sutiles. A un trecho del búnker se han instalado unas cuantas cargas explosivas, y cuando les avisan por teléfono de que abajo en el valle algún pez gordo se está poniendo la camisa blanca de camuflaje, detonan unas cuantas. Una cascada de piedras y nieve rueda entonces dando tumbos montaña abajo, a lo que la posición austrohúngara de la cima de enfrente indefectiblemente responde descargando media docena de granadas. («¡Zeem choom zeem choom!»).
Por lo general el jefe del batallón se lamenta y dice que no entiende cómo ha ocurrido. «Si hasta ahora allá arriba estaba todo la mar de tranquilo». Entonces al visitante de alto rango de abajo «le sobreviene una repentina nostalgia del valle» y se va.
Por estas fechas Herbert Sulzbach y su batería siguen acantonados en el Somme. En su diario observa:
¡Qué maravillosa camaradería impera entre nosotros desde el primer momento! Cada uno ayuda a alguien, cada uno intenta complacer a alguien, cada uno le da a alguien algo de comer. Sí, son tantísimos los pequeños detalles y actitudes, que no se pueden poner por escrito, pero todos culminan en una hermosa palabra: camaradería.