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Martes, 16 de enero de 1917

MICHEL CORDAY VALORA LA IMAGEN QUE TENDRÁ LA POSTERIDAD

Algo pasa, algo en el ambiente está cambiando. Parte de ello se manifiesta en un decreciente interés por la guerra o, mejor dicho, en un acentuado escapismo. Las románticas narraciones de soldados y actos heroicos que llenaban la mayoría de los periódicos durante los primeros años están desapareciendo, sustituidas por relatos policíacos, historias de detectives y demás géneros de evasión. Parte de ello se expresa en un rechazo declarado y explícito hacia la guerra. No obstante, siguen siendo los chovinistas, los nacionalistas, los oportunistas y los charlatanes quienes mediante sus artículos y discursos marcan el tono de la opinión llamada pública.

Todavía no es difícil encontrar, entre lo que se denomina gente común, fieles vestigios de este modo de expresarse y de pensar. Durante largo tiempo se ha considerado tabú abogar por la paz, de hecho, ni siquiera era posible hablar de la paz. Ésta ha sido una palabra non grata que exudaba un vago hedor a derrotismo, germanofilia y transigente falta de carácter. El simple hecho de mencionarla suscitaba protestas, maldiciones y que algunos pusieran los ojos en blanco; sí, incluso ha sido objeto de censura. El único concepto admitido ha sido «victoria»: completa, sin restricciones, total. Al igual que en los otros estados beligerantes, los sufrimientos y las bajas no han comportado una actitud más transigente, al contrario: la mentalidad se ha vuelto aún más rígida, aún más reacia a aceptar todo lo que no fuera «la victoria». Porque entonces el sufrimiento y las bajas no habrían servido de nada, ¿no es verdad? Además, ¿por qué llegar a un compromiso cuando, de todos modos, no hay quien te venza?

Sin embargo, algo sucede. Se ha producido un cambio en las reglas del lenguaje. De momento solo se nota en la calle, de hombre a hombre.

No cuesta ahora oír a gente mencionar que anhela justamente eso, «la paz». Hace unos días Corday, mientras se pelaba de frío en una parada de tranvía, escuchó la conversación entre una mujer y un sacerdote castrense que acababa de regresar del Somme y de Verdún. El capellán dijo: «Tenemos demasiadas madres de luto. Esperemos que todo acabe pronto». Y hace muy poco, en el mismo tranvía, oyó a una mujer de clase alta, bien arropada en sus pieles, que a voz en cuello le decía a un soldado: «Después de 30 meses tú no estarías donde estás de no ser por los miles de cretinos y canallas que votaron por los partidos belicistas». Muchos de los que escuchaban se removieron incómodos en sus asientos, alguno sonrió socarronamente, pero una obrera sentada cerca de Corday refunfuñó: «Tiene toda la razón».

No son solo el hastío y el agotamiento los que encuentran vías de expresión. En parte, el cambio de actitud probablemente sea una reacción a las iniciativas de paz que se presentaron el mes pasado, primero desde Alemania y su canciller Bethmann Hollweg[207], después (solo unos cuantos días más tarde) desde Estados Unidos y su presidente Wilson. Los dirigentes de los países aliados desestimaron la primera propuesta, así sin más, de un carpetazo, y correspondieron a la segunda con tal lista de objeciones, exigencias y turbias demandas que a todos les ha quedado claro que la paz, de haberla, no será inminente.

Con todo, la palabra ha resucitado. Paz.

La propaganda en favor de la propuesta de paz alemana incluye la publicación de una carta del emperador alemán al canciller en la que Guillermo II, entre otras cosas, escribe: «Presentar una propuesta de paz es realizar el acto moral que se requiere para liberar al mundo —incluso a los neutrales— de la carga que en estos momentos lo está aplastando». Este día todos los periódicos franceses polemizan contra esa carta, tratando sobre todo de poner en tela de juicio su autenticidad. La recepción de la propuesta americana también ha sido fría, casi burlona: «¡Quimeras! ¡Ilusiones! ¡Delirios de grandeza!». Corday ha oído a alguien acusar rabiosamente al presidente americano de ser «más alemán que los alemanes».

¿Cómo podría nadie formarse una idea justa de las posibilidades de la paz y de los problemas de la guerra en un mundo en el que el único medio accesible a las masas, la prensa, está duramente censurado y en manos de propagandistas, gallitos de pelea e ideólogos? Michel Corday no encuentra ningún consuelo en la idea de que la posteridad vaya a saber desenredar la maraña de tempestades emocionales, ideas fijas, exageraciones, verdades a medias, ilusiones, juegos de palabras, mentiras y engaños de los que se compone esta guerra. Bien es verdad que su pensamiento a menudo recala en la pregunta de qué fue lo que sucedió, en realidad, cuando la gran convulsión empezó a dar sus primeros coletazos a finales del verano de hace dos años y medio, y que también se dedica a recopilar frenéticamente todos los pequeños vestigios fácticos del proceso que pueda haber aquí o allá, diseminados como las huellas encontradas en el lugar de un crimen ya muy enfriado. La cuestión, sin embargo, es saber qué resulta posible averiguar posteriormente.

Sabe desde hace tiempo que la imagen de la guerra y de la opinión pública que transmite la prensa se tergiversa de un modo rayano en el embuste. En abril de 1915 escribe en su diario: «El temor a la censura y la necesidad de halagar sus [de los ciudadanos] más bajos instintos no le deja [a la prensa] pasar nada que no sean odio y ofensas». Los políticos y generales que en 1914 se dedicaron a excitar a la opinión pública en favor de la guerra se han vuelto prisioneros de esos argumentos del odio: han hecho impensable la idea de una paz negociada; incluso ciertas retiradas que estarían motivadas tácticamente se han vuelto imposibles ya que, a los ojos de la prensa y la gente común, enseguida se transformarían en derrotas simbólicas, como fue el caso en Verdún[208]. Pero puede que algo esté cambiando, de todos modos.

Desde luego, que los periódicos son cualquier cosa menos una fuente fiable para los historiadores del futuro salta a la vista. Pero ¿y las cartas privadas? También ahí duda Corday. «Las cartas del frente transmiten una idea falsa de la guerra. El que escribe sabe que la carta puede ser leída. Además, su objetivo principal es impresionar a futuros lectores». ¿Y qué hay de las fotografías? ¿Acaso se podría recurrir a ellas para averiguar cómo era en realidad el frente nacional, por ejemplo? No, concluye Corday. En su diario escribe:

O bien la vanidad o bien la vergüenza impiden que ciertos aspectos de la vida diaria sean reflejados en nuestras gacetas ilustradas. Así que la posteridad encontrará grandes huecos en la documentación fotográfica de la guerra. Por ejemplo: no nos muestran el interior de las casas, que están prácticamente a oscuras debido a las restricciones de luz, ni las calles lóbregamente oscurecidas donde las verdulerías se iluminan con bujías, ni los cubos de basura tirados por las aceras hasta las tres de la tarde a causa de la falta de mano de obra, ni las colas de más de 3000 personas que esperan frente a las mayores tiendas de ultramarinos para obtener sus raciones de azúcar. Y, viceversa, tampoco enseñan las grandes multitudes que abarrotan los restaurantes, los salones de té, los teatros, las revistas de variedades y los cinematógrafos.