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Sábado, 13 de enero de 1917

SOPHIE BOCHARSKI CELEBRA EL AÑO NUEVO ORTODOXO EN UN BÚNKER

El arranque es prometedor y romántico como una postal navideña: se deslizan en trineo a través de un bosque nevado, la crujiente nieve es casi azul bajo el claro de luna. Después llegan al lugar de la fiesta, que resulta ser un gran búnker situado detrás de la primera línea. En el techo unas grandes ramas de pino con bujías incrustadas en las piñas cumplen la función de arañas de cristal. Hay puesta una gran mesa en forma de T con todo tipo de manjares y muchos litros de vodka. Los camareros están dispuestos. Un gramófono de manivela llena el aire de una música hueca y rasposa. El local está ya abarrotado de gente.

La mayoría son mandos de la división, no pocas son mujeres. Algunas, como Bocharski, son enfermeras o algo equivalente, otras son esposas o novias de los oficiales; el ejército imperial no es demasiado estricto en lo que a la presencia de familiares se refiere.

Bocharski toma nota de que el nivel de embriaguez va subiendo rápida y abruptamente, y hasta sospecha que un oficial ha tomado drogas, probablemente cocaína[205]. La concurrencia charla, flirtea, baila. La atmósfera es una extravagante mezcla de euforia y resignación. El jefe de división ya se ha hecho famoso por su comportamiento más bien fatalista en las trincheras, donde, pese al riesgo, a menudo saca la cabeza por el parapeto, e incluso hace volar un pañuelo blanco. Y también en esta división se ha difundido la costumbre entre los oficiales de «jugar a la golondrina», es decir, de cargar un revólver con una sola bala, hacer girar el tambor y después apretar el gatillo[206]. En un momento de la fiesta un oficial le cuenta a Bocharski que durante un asalto que ha dirigido recientemente ni un solo soldado le siguió cuando él echó a correr hacia delante. Un coronel completamente beodo le cuenta que ha dejado de usar soldados rasos en los ataques y que solo realiza incursiones simbólicas con los únicos con los que todavía se puede contar: los oficiales. «Recibo órdenes del cuartel general: “¡Toma esa colina!”. ¿Y de qué serviría tomar esa colina? Eso no lo saben ni ellos».

A ojos de Bocharski la fiesta degenera en un banquete fantasmagórico, no solo porque ella y muchos otros, en esos instantes de camaradería, indefectiblemente piensan en todos los que faltan, en los desaparecidos, en los caídos en combate (uno de ellos su primo Vladimir); sino también porque resulta evidente que algo se ha perdido también en el fondo de ellos mismos:

Observando los rostros de estos hombres a quienes yo conocía, comprendí y sentí que habían cambiado. Parecían gastados, consumidos y sus expresiones me desolaron. […] Al mirar en derredor todos me parecieron una especie de caricaturas de sí mismos: descompuestos, mutados en algo que me puso en alerta. ¿En qué se estaban transformando? ¿Hasta dónde iba a conducirnos esto, en realidad?

Al sonar las doce los alemanes inician un bombardeo artillero, pero la fiesta prosigue con tranquilidad. La gente continúa bailando, solo alzan un poco más las voces para que no las ahoguen los estampidos. Al abrir la puerta para dejar pasar aire fresco alguien grita: «¡Huele a gas!».

Y aunque la abundante nieve mitigue el efecto de las granadas de gas, tanto hombres como mujeres se ven obligados a ponerse unas máscaras de goma. A la fiesta asisten ahora seres que a ojos de Bocharski más bien parecen «animales grotescos». Algunos intentan seguir bailando, pero las máscaras les resultan demasiado pesadas. La fiesta se va aguando. Ya nadie bebe; ya nadie oye lo que dicen los demás. Solo queda esperar. Cara a cara en un rincón, dos hombres con máscaras antigás juegan al ajedrez.