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Domingo, 29 de octubre de 1916

RICHARD STUMPF SE SIENTE AGOBIADO POR LA MONOTONÍA A BORDO DEL SMS HELGOLAND

A saber qué es peor, si la constante bruma producida por las virutas de humo azul del tabaco que inundan el acantonamiento debajo de cubierta o la eterna carbonilla «que se filtra hasta tus entrañas sin parar». Stumpf está tan lúgubre como el día mismo. Recuerda la ilusión que le embargaba cuando llegó recién reclutado en octubre de hace cuatro años, y el contraste con la actualidad le atormenta. La euforia que sucedió a la gran batalla de Skagerack se ha ido extinguiendo. Todo ha vuelto a la vieja rutina, tan gris como los buques de guerra mismos: breves patrullas sin incidentes a lo largo del litoral que se alternan con largos periodos en los muelles. De ser posible la flota de alta mar actúa con todavía más timidez y cautela que antes. Su «cárcel de hierro», el vapor Helgoland, vuelve a estar amarrado, ahora para reparar un cilindro roto en el motor de babor.

Por enésima vez el humo del tabaco hace subir a Stumpf a cubierta: «¡Malditas pipas apestosas! Me marean y me quitan el apetito. Por eso cada vez que oigo que han subido el precio del tabaco en la cantina me alegro[202]». Le atormenta el humo del tabaco y le atormenta la monotonía. No tiene muchos amigos a bordo. Los otros marineros lo encuentran un tipo raro, tanto por sus intereses intelectuales como porque siempre está escribiendo. Las energías de Stumpf, tanto físicas como mentales, no encuentran canales de salida. En estos momentos no tiene libros que leer, pero ha encargado unos cuantos a Berlín.

Para Richard Stumpf el 29 de octubre se presenta como un día desperdiciado más. Por la tarde, sin embargo, la tripulación entera es convocada a cubierta. Tienen que dar la bienvenida a un submarino que ha regresado a casa. Stumpf observa que las tripulaciones de algunos buques cercanos empiezan a vitorear y lanzar sus gorras al aire. Ahí: el casco ligero de un submarino, número U-53. Toda la tripulación del submarino forma alineada en cubierta. «Llevaban impermeables de hule y sus caras resplandecían de felicidad[203]».

Stumpf siente envidia de los radiantes marineros del submarino, desearía ser uno de ellos. Al mismo tiempo desea de todo corazón que la guerra termine pronto. Como siempre se siente dividido:

¿Eran nuestras vidas realmente tan buenas cuando todavía había paz? Aunque ahora nos pueda parecer que sí, entonces, en nuestro interior, no había paz. Recuerdo que muchos de nosotros teníamos la esperanza de que estallara la guerra para prosperar. Siempre que recuerdo el modo en que nos preocupábamos por cómo encontrar trabajo, por litigios salariales, por las largas jornadas laborales, la idea de la paz se vuelve menos atractiva. Con todo, ahora se nos antoja un paraíso, porque entonces podíamos comprar todo el pan y las salchichas y la ropa que nos diera la gana. ¡Pero de qué les valía eso a todos los pobres diablos que no tenían dinero para comprar nada! ¿Acaso la verdadera crisis se produzca cuando vuelva felizmente la paz?