Sábado, 23 de septiembre de 1916[198]
PAOLO MONELLI CONVERSA CON UN MUERTO EN EL MONTE CAURIOL
A estas alturas han subido ya muchas montañas, pero cabría preguntarse si ésta no es la peor de todas. Hace aproximadamente un mes asaltaron y conquistaron el monte Cauriol, lo cual puede considerarse una hazaña, ya que la montaña era alta y la posición austrohúngara fuerte. Después pasó lo que suele pasar: tras el esfuerzo y las bajas no quedaron fuerzas para continuar. Los oponentes, en cambio, sacaron frescas tropas de reemplazo e iniciaron un contraataque, porque ahora el punto, de hecho totalmente insignificante, había empezado a ser nombrado en comunicados y noticias de diarios convirtiéndose debido a ello en un trofeo que defender o que ganar.
La compañía de Monelli ha rechazado varios contraataques enemigos. En las alambradas de espino cuelga más de un austríaco muerto. También las bajas de su propio bando son muy elevadas. Desde las montañas circundantes les disparan y bombardean casi sin parar. Monelli toma nota de que casi no queda nadie del pelotón original. Continuamente les envuelve la pestilencia de cuerpos descompuestos. En una sima muy próxima yacen una veintena de caídos en estado de putrefacción. Uno de ellos es un oficial de un cuerpo sanitario austríaco. El cuerpo yace de modo que Monelli puede seguir su lenta transformación. Ayer se le reventó la nariz, y empezó a salir una especie de líquido verde. Curiosamente los ojos del muerto están casi intactos, y a Monelli le da la impresión de que le acusan con la mirada. En su diario escribe:
No fui yo quien te mató, además, ¿por qué, siendo médico, tuviste que salir a tomar parte del asalto nocturno? Tenías una novia cariñosa que te escribía cartas, engañosas tal vez, pero llenas de consuelo, y tú las guardabas en tu cartera. Rech te la quitó la noche en que te mataron. También hemos visto su retrato (un bombón, aunque alguien soltó comentarios indecentes) y fotos de tu palacete y de todo el lujo de pacotilla que había allí dentro y que te gustaba tanto; todo lo reunimos en un montoncito en el suelo alrededor del cual hicimos un corro, apretujados en nuestro refugio, contentos de haber rechazado el asalto, con una botella de vino como recompensa por nuestro arduo trabajo.
No hace mucho que te moriste. Y ya no eres nada, nada más que una masa gris desplomada contra el acantilado, predestinado a heder, y nosotros tan vivos y coleando, alférez, tan inhumanamente vivos que en vano busqué un ramalazo de arrepentimiento en el fondo de nuestras conciencias. ¿De qué te sirve a ti el haber contemplado el mundo con tanta avidez, el haber sostenido el cuerpo joven de ella en tus brazos, el haber partido a la guerra como si fuera una vocación? ¿Tal vez hasta a ti te embriagó la elevada misión y tu posición en la vanguardia y la idea de que tal vez tu destino fuera el sacrificio? Muerto, ¿por quién? Los vivos que tanta prisa tienen, los vivos que se han acostumbrado a la guerra como quien se acostumbra a un ritmo de vida ajetreado, los vivos que no creen que ellos vayan a tener que morir, esos ya no se acuerdan de ti. Es como si tu muerte no solo hubiese dado por terminada tu vida, sino que también la hubiese anulado.
Por un tiempo, muy poco, aún permanecerás en la lista del furriel como el patético objeto de un discurso necrológico, pero tú, el hombre, ya no existes, y es como si nunca hubieses existido. Lo que está allí abajo no es más que carbono y sulfito de hidrógeno, tapado por los harapos de un uniforme; a eso es a lo que llamamos muertos.
El hedor de los muertos en el fondo de la sima, no obstante, se ha vuelto más y más molesto. Al caer la noche se les encomienda a cuatro soldados la tarea de retirar los cadáveres. A cada uno le adjudican una máscara antigás contra el olor y un vaso de coñac.