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Miércoles, 20 de septiembre de 1916

HERBERT SULZBACH SE LO PASA BIEN EN BRUSELAS

Tienen prisa, porque su permiso dura solo dos días, pero en St. Quentin el tren se detiene. Sulzbach y su amigo el teniente Shellenberg no tienen más remedio que esperar allí dos horas. Tanto las líneas de ferrocarril como las carreteras están atestadas de tropas que van o vuelven del campo de batalla del Somme. (Acaban de iniciarse contraataques alemanes entorno a Combles). Amplias columnas de marcha se desplazan parsimoniosamente por las estrechas calles.

Es fácil distinguir unos de otros. Los que vuelven de la primera línea de fuego tienen los uniformes rotos y mugrientos y el cansancio y la abulia escritos en el semblante. Los que se dirigen allí van limpios y descansados, y sus gestos y palabras dejan traslucir que no saben muy bien lo que les espera.

Luego prosigue el viaje. Le Cateau, Maubeuge, Mons, Braine-le-Comte, Bruselas. Anochece ya cuando se inscriben en el elegante hotel donde tienen habitaciones reservadas. Habitaciones, sí. A Sulzbach la suya se le antoja irreal, un espejismo en comparación con el sucio y angosto refugio donde suele dormir. Por no hablar de la cama: mullida, con sábanas impecablemente blancas. No tardan en ocupar una mesa abajo en el restaurante, con la música de una orquestina de calidad sonando en sus oídos, sentados ante un plato de alta cocina y rodeados de mujeres elegantemente vestidas. Después recorren una tras otra las salas de baile.

Sulzbach ha sopesado muchas veces el contraste entre la oscura y espantosa realidad de la guerra y el mundo más bien paradisíaco con el que se encuentra todo aquél que sale del frente. Es un contraste que no deja de fascinarle. Allí muerte, aquí vida; como cuando regresaba de permiso a casa de sus padres en Fráncfort del Meno. Aquí vida, allí muerte. Bueno, de hecho, no solo allí. Incluso en el frente es posible experimentar momentos de belleza en medio de los pesares, o una súbita paz en medio de la angustia, máxime para una persona como Sulzbach, con su altamente desarrollado sentido de la naturaleza.

Pese a que a Sulzbach estos contrastes le parecen chocantes, en ocasiones hasta escandalosos, no consiguen indignarle. En cierto modo se alegra de que existan, de que en verdad existan paraísos en donde refugiarse, que todavía sea posible hospedarse en hoteles de lujo y dormir en camas limpias y recién hechas, que todavía sea posible comer bien y beber mucho, que todavía sea posible salir a bailar y cortejar a las chicas. Tampoco siente ninguna necesidad de justificarse ante sus camaradas del frente: ellos lo comprenden muy bien. En todo caso le preocupa que su familia no entienda esta… en fin, esta frivolidad suya, a él, que es uno de los luchadores de este combate histórico que se está librando en el mundo. En su diario escribe: «No deberían tomarse a mal que hagamos esto, del mismo modo que yo no me tomo a mal que sigan habiendo sitios donde divertirse cuando estás de permiso, porque ¿quién sabe si podremos volver a vivirlo otra vez?»[197].

Durante la noche se sienta casualmente junto a un teniente con bigote de su misma edad. Colgando del cuello el joven luce la medalla más codiciada de todas, Pour le Mérite, o la Max Azul, como también se la llama. Sulzbach le reconoce enseguida. Es el as de la aviación Wilhelm Frankl, quien, al igual que Sulzbach, es de Fráncfort del Meno, y cuya familia, también como la de él, es de origen judío. A Sulzbach le interesan sobremanera los pilotos de combate alemanes, se alegra de sus victorias, se conduele con sus derrotas (que por lo general son sinónimo de muerte) y, al igual que muchos otros, lleva una meticulosa cuenta de sus victorias como si de los resultados de una competición deportiva se tratara. Y es que los ases de la aviación son tan famosos como las estrellas del deporte, pero se les ensalza aún más. En Alemania, el culto al héroe ha dado origen a una pequeña industria comercial: cualquiera puede comprar bustos, impresiones al óleo, escritos o cromos que de un modo u otro rinden homenaje a los distintos aviadores. Sulzbach tiene planes bastante avanzados de convertirse en piloto de combate.

Cuando su permiso se acaba y es hora de partir de Bruselas, Sulzbach está muy contento. Se siente nuevo, más animado. Tras él deja una nueva amistad. Se llama Berthe.

También en el viaje de vuelta el tren se detiene para dar paso a columnas de infantería y de artillería que van o vienen del Somme. La visión de estos últimos turba levemente su recién conquistada serenidad: los que vuelven de la batalla dan la impresión de estar hechos polvo. Además, es inconcebible la cantidad de porquería que llevan encima.

¿Cuándo le tocará el turno a Sulzbach de que le echen a esa hirviente caldera?