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Martes, 29 de agosto de 1916

ANDREI LOBANOV-ROSTOVSKI CASI PARTICIPA EN LA OFENSIVA BRUSILOV

Lo que puso su vida en peligro y le proporcionó la que quizá fuera su peor experiencia en todos los años que estuvo en el frente comenzó a lo tonto, como un juego. El lunes les había llegado la noticia de que Rumanía —tras años de ladinas vacilaciones— se unía a la Entente declarando la guerra a las Potencias Centrales. Parecían buenas noticias[191], y algunos miembros de la compañía que Lobanov-Rostovski había enviado a apoyar idearon el modo de restregar estos meados en las narices de sus enemigos alemanes. Así pues, alzaron una gran pancarta donde anunciaban, en alemán, a sus contrincantes de la trinchera de enfrente la nueva de la anexión.

De entrada los alemanes no parecen darse por aludidos. Cuando Lobanov-Rostovski, a última hora de la tarde del martes, vuelve a su puesto en primera línea todo está en calma. La verdad es que reina una calma anormal. No se oye ni el tableteo de una ametralladora y, para variar, el firmamento nocturno no está rayado por las chispeantes cascadas verdes, rojas y blancas de los cohetes de señalización.

Pese a la calma (o tal vez por eso) él se pone nervioso. Coge el teléfono de campaña y llama al puesto de mando. Pregunta que hora es. La respuesta: «23 horas 55 minutos».

Cinco minutos más tarde empieza todo. Puntualidad alemana.

Esa calma no es, en realidad, ninguna ilusión. Él y el resto de la división de guardias se hallan a orillas del río Stokhod, donde la línea del frente se ha estabilizado tras la en extremo victoriosa ofensiva de verano (ahora bautizada con el nombre de la figura que la planeó y la dirigió, el inteligente y poco ortodoxo Alexei Brusilov). La ofensiva comenzó a principios de junio y ha venido librándose por etapas durante todo el verano. El resultado ha sido espectacular. Las fuerzas rusas no solo han ganado terreno en una medida nunca vista desde el otoño de 1914 (algunas unidades están de nuevo en los Cárpatos y en condiciones de amenazar directamente a Hungría), sino que también han causado al ejército austrohúngaro bajas tan cuantiosas como para que en estos momentos se esté tambaleando al borde del hundimiento.

En realidad, debería ser imposible eso que Brusilov y su grupo militar del sur acaban de llevar a cabo, es decir, sin ninguna supremacía numeraria, ni en piezas ni en efectivos, ser capaz de realizar una ofensiva rápida y con éxito contra un adversario bien atrincherado[192]. El hecho de que los ataques por lo general fracasen y que los frentes se estanquen con tanta frecuencia se basa en dos paradojas. La primera: para realizar un ataque con éxito se requieren minuciosos preparativos y el elemento sorpresa. Sin embargo, lo uno excluye lo otro. Si un atacante realiza los preparativos que se consideran necesarios, indefectiblemente, éstos acaban por descubrirse. El elemento sorpresa queda en nada. Si por el contrario se da prioridad a la sorpresa, hay que despedirse de preparativos minuciosos. Segunda paradoja: para realizar un ataque logrado se requieren peso y movilidad. El peso —sobre todo disponer de miles de piezas, muchas de ellas pesadas, algunas extremadamente pesadas— se requiere para volar y romper las líneas de defensa enemigas. La movilidad para poder aprovechar las brechas conseguidas antes de que el defensor tenga tiempo de reaccionar y salve la situación con reemplazos y nuevas trincheras excavadas a toda velocidad.

Pero también en este punto solo se consigue lo uno al precio de lo otro. Porque si un ejército dispone de todos los cañones, obuses, lanzaminas y piezas de este tipo, que se suponen necesarios para abrir una brecha, se vuelve tan lento que no tiene tiempo material de sacarle jugo a la brecha más que para sembrar de embudos y cadáveres un saliente de unos cuantos kilómetros. Después los reemplazos del adversario han tenido tiempo de ocupar sus puestos, y todo está a punto para volver a empezar. Si, por el contrario, un ejército intenta moverse con la agilidad suficiente como para aprovechar esa brecha, carecerá del peso necesario para abrir la brecha en primer lugar. De modo que ésta es, y no la especial torpeza de los generales, la principal causa de la prolongada guerra de posiciones[193].

De hecho, el modelo de Brusilov es de una simplicidad genial. Para empezar se fundamentaba en la sorpresa, que se consiguió sobre todo evitando la masiva acumulación de fuerzas y de material. Tal acumulación tampoco era necesaria ya que él, en segundo lugar, no concentró su supremacía en una única y reducida sección —como en la última ofensiva en Everts del mes de marzo—, sino que, por el contrario, atacó una numerosa serie de puntos a lo largo de todo el frente meridional. Esto implicó, en tercer lugar, que los generales alemanes y austrohúngaros no supieran adónde enviar sus tropas de reemplazo y a que la tortuga atacante, por una vez, ganase sobre la liebre defensora[194].

Pero justamente allí donde se encuentra ahora Lobanov-Rostovski, a orillas del río Stokhod, ha acabado por quedarse sin aliento la locomotora de la ofensiva Brusilov y, entre convulsas toses, se ha detenido. Las causas se deben a masivos refuerzos alemanes y a ídem de bajas rusas. Y a problemas de mantenimiento, claro, siguiendo el patrón habitual: como siempre, automáticamente el atacante se aleja de sus propias líneas de ferrocarril, mientras que el defensor, con el mismo automatismo, se aproxima a las suyas. Se han estado llevando a cabo varias series de ataques y contraataques en la zona. Las líneas del frente se han desplazado adelante y atrás, pero ahora reina desde hace un tiempo cierta calma alrededor del Stokhod. A ninguno de los bandos le quedan fuerzas para más. En oriente, como en occidente, el verano de 1916 ha supuesto una cantidad de sangre derramada muy superior a la que nadie habría sido capaz de imaginar.

Para Lobanov-Rostovski los últimos meses han sido bastante tranquilos. Su escasa inclinación por lo militar vuelve a entreverse en el hecho de que lo han trasladado de una unidad de zapadores a un destino todavía menos combativo: es jefe de una columna de constructores de puentes, compuesta de 80 hombres y 60 caballos, amén de una serie de aparatosos pontones. Las marchas las han realizado siempre en la retaguardia, junto con la artillería. Pero incluso desde esa posición ha podido notar dos cosas. La primera: que el ejército ruso se ha vuelto mucho más capaz, especialmente el de Brusilov. Por ejemplo, sus propias trincheras están mucho mejor construidas comparados con las que vio en Polonia hace tan solo un año; el camuflaje también es magistral. La segunda: muchas de sus unidades están en óptimas condiciones. Los ha visto en marcha «cantando y en perfecto orden». Al mismo tiempo toma nota de que si bien es cierto que no faltan efectivos, todos son nuevos, que los oficiales son imberbes, cadetes recién salidos de la Academia nada más. La mayoría de los veteranos de 1914 ya no están: han caído o están desaparecidos, hospitalizados o licenciados por invalidez.

Esta vez, para variar, a Lobanov-Rostovski le han destinado al frente. Está temporalmente al mando de dos focos de iluminación cuyo anterior jefe, tras seis semanas en primera línea, ha sufrido una depresión nerviosa. Ahora estos focos, junto con sus generadores eléctricos, están enterrados delante de todo. La idea es que sean encendidos en caso de que los alemanes efectúen por sorpresa un ataque nocturno, procedimiento que los infantes que él tiene la misión de apoyar consideran absurdo. Se lo dicen sin ambages: no le quieren allí, ni a él ni a sus trastos. Los focos atraen el fuego. Pero una orden es una orden.

No ha habido necesidad de utilizarlos. Por tanto, fiel a sus costumbres, Lobanov-Rostovski ha podido destinar la mayoría del tiempo de que dispone a los libros. Al modo algo enternecedor de toda persona leída que siempre quiere comprender las enormidades o incongruencias que se abaten sobre él o sobre ella leyendo, Lobanov-Rostovski ha dedicado abundantes horas a estudiar a diversos teóricos militares e historiadores de la guerra alemanes, como Theodor von Bernhardi y Colmar von der Goltz, sin descontar, por supuesto, al gran nigromante en persona: Carl von Clausewitz.

En fin. Esa infantil pancarta que en tono triunfal proclamaba la entrada de Rumanía en la guerra del bando de la Entente —lo que, por otro lado, era una consecuencia directa de los grandes e inesperados éxitos de la ofensiva Brusilov— ha desencadenado una reacción igual de infantil por parte de los alemanes[195]. A las doce en punto de la noche disparan una furiosa barrera de artillería contra la trinchera en la que se clavó la pancarta. La artillería alemana hace sonar todos los instrumentos a su abasto y lo hace con la exacta y desagradable concordancia de que solo ella es capaz: los falsetes de la artillería de campo ligera, los bajos de los obuses y los barítonos de los lanzaminas.

El término técnico es «fuego nutrido» (En alemán Trommelfeuer, fuego de tambor).

En medio de estos tempestuosos remolinos de acero, polvo y gases explosivos se halla Andrei Lobanov-Rostovski. Él y unos cuantos soldados más se guarecen en un improvisado refugio. Con mano agarrotada sostiene todavía el auricular del teléfono de campaña contra la oreja. Se produce una breve pausa entre los estampidos. Escucha fragmentos de una conversación: «Informa la 9.ª Compañía. De momento, 15 muertos. Por lo demás, todo en orden». Entonces estalla una nueva salva, esta vez muy cerca. Temblores. Polvareda. Truenos. El teléfono enmudece. Por una grieta recién abierta en el techo se filtra la luz. Estar bajo fuego nutrido es una novedad para él:

Es imposible captar en palabras esa experiencia, pero todo aquél que la ha vivido sabe a lo que me refiero. Tal vez la mejor manera de describirla sea decir que es como un terremoto prolongado y violento, mezclado con rayos y truenos, al mismo tiempo que un estúpido gigante se divierte disparando cientos de fogonazos. Yo yacía en mi agujero en medio de todo ese fragor y estruendo, me atormentaba intentando pensar y hacer lo que se esperaba de mí.

Acaba de adquirir una experiencia por la que ya han pasado millones de soldados al realizar su verdadero bautismo de fuego en las trincheras: mientras el mundo visual se reduce —no se ve casi nada—, el mundo olfativo y acústico se expande de forma drástica. Lo más abrumador son los ruidos, ensordecedores. Dos pensamientos alumbran la tenebrosa confusión que reina en su cerebro. Primero: «Si algo me pasa ahora, es una lástima que nunca vaya a tener tiempo de acabar ese libro de Von Clausewitz». Después: «Mis soldados me observan, tengo que disimular mi pánico».

Al cabo de un rato de estar sumido en este hirviente caos, Lobanov-Rostovski pierde toda noción del tiempo. En una ocasión siente —no es que oiga ni vea— sino que siente como algo se avecina, y antes de que sus sentidos alcancen a registrar otra cosa una salva de granadas de 15 cm se abate en círculo a su alrededor. Cuando recobra el sentido está cubierto de tierra, pero ileso. Uno de los suboficiales se encuentra tendido a su lado comunicándole que uno de los focos ha recibido un impacto y está hecho trizas. Las granadas continúan lloviendo sin tregua del cielo ennegrecido.

De pronto oscuridad, calma.

Se hace el silencio «de forma tan abrupta que el cambio fue casi físicamente doloroso».

Son las tres en punto. Puntualidad alemana.

Ahora, cuando ya todo ha pasado, Lobanov-Rostovski empieza a temblar con mucha violencia. Tiembla hasta que su cuerpo acaba empapado en sudor.

Después, esa noche, no sucede nada más.