Jueves, 27 de julio de 1916
MICHEL CORDAY CENA EN EL RESTAURANTE MAXIM’S DE PARÍS
Es un verano cálido y hermoso el de este año en París. Los cafés están muy concurridos. Las mesas llenas de clientes se agolpan en las aceras. Cada domingo los trenes de cercanías que llevan a la verde campiña están abarrotados de excursionistas. Por las calles se ven grupos de muchachas vestidas de blanco que pasan volando en bicicleta. Encontrar una habitación de hotel vacante en alguno de los numerosos pueblos veraniegos de la costa atlántica resulta una falacia.
Michel Corday y un conocido están en el Maxim’s, junto a los Campos Elíseos. De nuevo se sorprende del contraste entre lo que él ve que sucede y lo que él sabe que sucede. De nuevo piensa cuán infinitamente lejos parece estar la guerra. El restaurante es célebre por su buena cocina y por su lujosa decoración estilo Art Nouveau, la cual lo ha convertido en una especie de burbuja en el tiempo, en un asilo adonde huir del mundo contemporáneo, en un souvenir de días más felices, en una promesa de futuro. Sí, la guerra está muy lejos, pero aun así, presente, por más que intenten ocultar los fenómenos a través de los cuales se manifiesta aquí, es decir, el alcohol y el sexo; o tal vez sea mejor decir la embriaguez y la lujuria.
El restaurante está lleno de hombres uniformados, pertenecientes a diversas armas y de diversas nacionalidades. Están ahí también algunas caras conocidas, como el autor de farsas Georges Feydeau y el catedrático y pintor de batallas François Flameng, cuyas acuarelas pueden contemplarse en prácticamente todos los números del muy leído semanario L’Illustration. (Flameng es uno de esos civiles que no han podido resistir la fuerza gravitatoria de lo castrense y se ha hecho confeccionar un traje de corte militar. Esta noche lleva kepi y una guerrera de color caqui, polainas de vendas y varios pasadores con cintas en el pecho). Hay allí también mujeres, algunas, tal vez la mayoría, prostitutas de la más alta categoría.
Esta noche se consumen en Maxim’s cantidades ingentes de alcohol. Hay aviadores que no comen nada, sino que celebran lo que se denomina una cena de champán. El grado de embriaguez de la clientela es muy elevado. Incidentes que antes de la guerra habrían hecho apartar las miradas en muda turbación o provocado firmes reprimendas ahora se toleran o incluso despiertan carcajadas de aprobación entre los presentes. Corday observa a un grupo de oficiales británicos que han estado bebiendo con mucho denuedo; uno de ellos apenas se tiene en pie. El hombre intenta colocarse la gorra del uniforme pero, para evidente regocijo de los clientes que tiene a su alrededor, no acierta a dar con su propia cabeza. Otros dos beodos están de pie junto a sus mesas respectivas lanzándose vulgaridades de un extremo a otro del elegante local. Nadie se fija en ellos.
La alcahuetería se desarrolla prácticamente sin tapujos. Cuando algún huésped desea comprar los servicios de una prostituta solo tiene que dirigirse a uno de los jefes del restaurante. Corday escucha al empleado contestar expeditamente al probable cliente: «Sus servicios están disponibles esta noche». Tras lo cual le indica el precio, la dirección, el piso, si es la puerta izquierda o derecha, amén de lo que se conoce por «las condiciones higiénicas».
Incluso en Francia, donde el sistema permite desde antiguo los burdeles legales, la guerra ha conllevado un aumento notable del comercio carnal. Esto se debe fundamentalmente a que ha aumentado la demanda, y que al mismo tiempo las autoridades, animadas por el estamento militar, hacen con frecuencia la vista gorda ante el problema. Cada día van a París montones de soldados de permiso, mientras que las putas han ido llegando a la capital procedentes de todo el país. Los arrestos por prostitución ilegal se han incrementado en un 40 por ciento.
También las enfermedades venéreas como la sífilis han sufrido un notable incremento. (Por cierto, un personaje que antes de que termine la guerra se convertirá en una de las víctimas de esta enfermedad es uno de los dos clientes famosos de esta velada, Georges Feydeau). Muchos ejércitos distribuyen de forma rutinaria condones entre los soldados que se van de permiso[172], aunque no ayude mucho. De los soldados canadienses estacionados en Francia, el 22 por ciento padecía alguna enfermedad venérea el año anterior. Y de los soldados aliados que el próximo verano visitarán la capital francesa, el 20 por ciento la habrá contraído. Pero tampoco es verdad que todos intenten evitar el contagio. Periódicamente, las putas infectadas ganan más que las sanas, ya que atraen a los soldados que desean contraer un mal venéreo a fin de eludir su servicio en el frente. La expresión más grotesca de este fenómeno es el comercio existente con pus gonorreico; los soldados lo compran para untárselo en los genitales con la esperanza de ser ingresados en un hospital[173]. Los más desesperados se lo restriegan en los ojos; como consecuencia, suelen quedar ciegos de por vida.
Por otro lado, también las prostitutas aportan lo suyo al esfuerzo bélico. Hasta hace poco algunos burdeles acogían a refugiados sin techo, y Corday cree saber que todas las putas de alta categoría que esta noche están en Maxim’s tienen lo que se denomina un ahijado. Eso significa que por motivos patrióticos han «adoptado» a un soldado, lo que a su vez significa que cuando este vuelva a casa de permiso, la mujer en cuestión tendrá relaciones sexuales con él de forma gratuita.
Va desarrollándose así la ebria algarabía en el restaurante. Explosiones de corchos, voces, risas, gritos, bramidos, tintineo de copas. Un oficial, luciendo un uniforme que le sienta de maravilla, ruge: «¡Abajo los civiles!».
Este mismo día Florence Farmborough escribe en su diario sobre un joven oficial herido cuya agonía ha podido seguir:
Nos atormentaba el atroz hedor a putrefacción que acompaña este tipo de gangrena [la que padecía el oficial], pero sabíamos que no faltaba mucho. Justo antes de que llegara la Muerte a liberarle se sosegó un poco: estaba de nuevo en su hogar, junto a sus seres queridos. De repente se agarró a mi brazo y gritó: «¡Sabía que vendrías! ¡Elena, paloma mía, sabía que vendrías!». Comprendí que en su delirio me confundía con la mujer que amaba. Yo me incliné y besé su rostro húmedo, ardiente, y él se calmó. Sumido todavía en este apacible estado vino la Muerte a llevárselo.