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Un día de julio de 1916

RAFAEL DE NOGALES PRESENCIA EL FUSILAMIENTO
DE UN DESERTOR EN LAS AFUERAS DE
JERUSALÉN

Casi cada mañana penden dos o tres cuerpos nuevos de los postes de telégrafos o de otros improvisados cadalsos en los alrededores de la ciudad santa, en su mayoría de árabes que han desertado del ejército otomano. Se trata de hombres diametralmente opuestos a Rafael de Nogales, en el sentido de que ellos no buscaban la guerra sino que es la guerra la que ha ido en su busca; representantes de la taciturna mayoría de los que ahora van uniformados (sin importar el color de sus uniformes): no se han dejado arrastrar ávidamente por las sinergias, amenazas o ilusiones bélicas sino, por el contrario, están ahí forzosamente, a disgusto, cuestionando, sin ningún entusiasmo y —sobre todo— mudos.

No es que de Nogales los mire por encima del hombro. La verdad es que en cierto sentido, comprende a los desertores. Por enésima vez el ejército otomano ha sufrido desastrosos problemas de avituallamiento, debidos en alto grado a la corrupción, el desfalco y el robo organizado. Y por enésima vez la desnutrición ha abierto la puerta a las enfermedades, especialmente el tifus. Como la región entera se ve azotada por la carestía de alimentos —que afecta sobre todo a los numerosos judíos recién inmigrados a quienes, debido a la guerra, sus naciones de origen niegan cualquier ayuda—, el tifus está adquiriendo proporciones epidémicas. Juntos, por tanto, el hambre y la añoranza han conseguido que las deserciones en las unidades árabes se disparen[168].

La epidemia de tifus y la desesperada falta de suministros en Palestina hace que la denominada Expedición de Pachá (un cuerpo de ejército compuesto de unidades turcas, por un lado, y de tropas alemanas y austríacas, por el otro, todas equipadas con considerables cantidades de artillería, camiones y otras modernidades) nunca (según lo planeado) se detenga para tomar un respiro tras su larga marcha a través de Asia Menor, sino que siga adelante en mitad del aplastante calor, rumbo al Sinaí. Van camino de participar en un segundo intento de cortar el canal de Suez[169]. De Nogales ha mirado muy impresionado el rugiente paso de las columnas con camiones motorizados y cañones recién salidos de las fábricas.

Los constantes ahorcamientos son la respuesta del comandante otomano a las deserciones; su efecto, en cambio, ha sido casi nulo. (De Nogales opina que el alto oficial, con sus draconianas medidas, quiere poner remedio a un mal que en parte él mismo ha contribuido a crear; se sabe que está involucrado en los fraudes con los artículos de primera necesidad que han originado la hambruna de los soldados). Así pues, se ha tomado la resolución de que el próximo desertor sea ejecutado del modo más público y oficial, y muera ante los ojos de sus compañeros en la guarnición de Jerusalén.

Y eso es lo que está a punto de suceder.

El condenado es nuevamente un desertor árabe, esta vez se trata de un imán.

Una larga procesión va abriéndose paso por entre el sombrío hervidero de tejados y cúpulas. A la cabeza va una banda militar tocando la marcha fúnebre de Chopin, seguida de un grupo de militares y civiles de alto rango. A continuación viene el hombre que pronto habrá de morir, inesperadamente elegante con su luminoso turbante blanco y un caftán colorado. Tras él marcha el pelotón de ejecución. En último lugar viene la larga cola del cortejo: la guarnición de Jerusalén o, al menos, la mayor parte de ella. Entre ellos se cuenta Rafael de Nogales.

La larga sierpe humana se concentra alrededor de una colina baja coronada por una gruesa estaca, clavada en la tierra. Mientras leen la sentencia de muerte, de Nogales estudia con curiosidad al hombre que está a punto de morir. Parece que «le importe muy poco el destino que le espera, porque fuma tranquilamente su cheroot con el desprecio a la muerte característico del musulmán». Tras escuchar dicha lectura el hombre se sienta sobre una alfombra, con las piernas cruzadas, frente a otro imán que tiene la misión de ser su guía espiritual. Pero esa misión no tarda en salirse de madre al enfrascarse ambos hombres en un debate teológico que se anima por momentos y que casi acaba en los puños.

El hombre que está a punto de morir tiene que ponerse en pie. Lo atan a la estaca. Le vendan los ojos. Mientras dura este procedimiento él sigue fumando con toda tranquilidad. Al sonar el «Apunten» y levantar el pelotón de ejecución sus fusiles en posición de hacer fuego y apuntar, el hombre se lleva rápidamente el cigarro a los labios. Estalla la salva, los dos matices de rojo confluyen, el del caftán y el del cuerpo, el hombre se desploma, «con la mano clavada a la boca por una bala».