104.

Sábado, 10 de junio de 1916

RENÉ ARNAUD ABANDONA LA CRESTA 321 DE LA PRIMERA LÍNEA DEL FRENTE DE VERDÚN

Cuando le llega la noticia Arnaud ha perdido la noción de los días de la semana. No sabe cuánto tiempo llevan en lo alto de la amplia loma. (Más tarde calculará que se trató de diez jornadas completas). Ha pasado tanto tiempo y han sucedido tantas cosas que Arnaud ha perdido la esperanza de un relevo; mejor dicho, ha perdido la esperanza en general. Está como aturdido por todos los días y noches bajo el fuego y tras haber rechazado dos ataques. Apenas se inmuta ante el peligro, tampoco ante la visión de un caído más:

Tal vez esta indiferencia sea el mejor estado en que pueda sentirse una persona que se halla en combate: actuar por hábito y por instinto, sin esperanzas y sin miedo. El prolongado periodo de sentimientos exacerbados acabó aniquilando la capacidad de sentir.

Durante un instante no comprende por qué los hombres que ha enviado en busca de sus raciones de comida vuelven a la media luz del crepúsculo con las manos vacías. Pero ellos se apresuran a explicar: «Esta noche nos vamos». Todos empiezan a brincar de alegría. «¡Esta noche nos vamos!».

Una cosa queda por hacer, sin embargo. El capitán, que ha pasado la mayor parte de los diez días cogiendo borracheras de coñac, aparece diciendo que antes de que dejen la posición tienen que recoger a todos los caídos y reunirlos en una trinchera a medio cavar que tienen ahí detrás. Ahora que está a punto de llegar la compañía de reemplazo no pueden dejar a sus muertos tirados. La tropa rezonga, pero Arnaud les convence de que hay que hacerlo.

El desagradable trabajo se ejecuta a la luz de los cohetes de señalización y de las explosiones de las granadas. Levantan un cuerpo tras otro y los depositan sobre un pedazo de lona que hace las funciones de camilla provisional, y los acarrean hasta la improvisada tumba. Pese a que los muertos están «lejos y muy descompuestos» reconocen a todos y cada uno de ellos: Bérard (como tantos otros muertos por el fuego de esa ametralladora alemana situada en Le Ravin des Dames que barre su posición longitudinalmente), Bonheure (el enlace a quien le chiflaba el vino), Mafieu (el cocinero degradado a soldado de a pie como castigo por haber bebido estando de servicio), el sargento Vidal (con su barba negra y sus ojos tristes, abatido por una bala en medio de la frente mientras rechazaban el ataque alemán de anteayer), Mallard (ese que era de Vendée y tenía el pelo negro y los ojos azules, que por error se voló un pie con su propia granada de mano y después murió desangrado), Jaud (el viejo cabo de Arnaud, de cabello oscuro y tez bronceada, con sus dulces ojos de niño y una barba espantosa), Ollivier (el pequeño Ollivier, tan valiente y cumplidor, con su pelo liso y rubio), el sargento Cartelier (alto, delgado y reconocible siempre por las botas singularmente bajas que llevaba, contraviniendo el reglamento) etcétera, etcétera, etcétera[158].

Han sido días calurosos. El tufo a podredumbre se intensifica a medida que levantan los cuerpos y los transportan. De vez en cuando tienen que hacer una pausa y respirar aire fresco antes de proseguir con su tarea.

Terminan hacia las dos de la noche. Arnaud siente «una amarga satisfacción por haber hecho lo que debía hacerse». Ve pasar el relevo: hombres con un bagaje pesado que dejan tras de sí un rastro de sudor en el aire. El teniente que va a tomar el mando de la posición gruñe. De las barreras de alambre espinoso solo quedan espirales enredadas y retorcidas, el lugar de mando es un simple hoyo entre dos montones de sacos de arena. De entrada Arnaud se enfurece por las quejas: «¿Hemos padecido tanto para que venga un imbécil a pretender que no hemos cumplido con nuestro deber?». Pero luego se tranquiliza, se dice que el malhumorado teniente pronto sabrá lo que significa mantener la cresta 321 durante diez días y diez noches.

La marcha para salir de la primera línea se desarrolla con notable rapidez. El cansancio ha desaparecido como por ensalmo. Nadie quiere hacer un alto para descansar, sino salir de la línea de fuego antes del amanecer. El camino de vuelta pasa por el fuerte de Froidterre. Ahí se detienen a cubierto, justo a tiempo de cruzarse con un grupo que viene en sentido opuesto, rumbo a la batalla, el reflejo invertido de ellos mismos hace diez días: «Sus guerreras eran de un luminoso azul, sus pertrechos de cuero curtido todavía ocre, sus platos de campaña refulgían aún como la plata». Por su parte, Arnaud lleva una guerrera manchada de tierra, unos prismáticos colgando del cuello, las vendas de las polainas caídas alrededor de las pantorrillas, una barba de diez días y un casco roto; le volaron la cresta en un combate cuerpo a cuerpo el 8 de junio. La mayor parte de sus soldados no tiene mochila ni cinturón siquiera. A alguno no le queda ni el fusil.

Mientras Arnaud y sus hombres contemplan a los soldados de impecables uniformes una granada viene a caer en medio de los recién llegados. Ninguno de los hombres de Arnaud se inmuta, y enseguida reanudan la marcha. Enfilan una carretera lodosa. En la cuneta se ven personas y caballos muertos y hasta una de las ambulancias pintadas de gris abandonada. Los hombres caminan a marchas forzadas, con los ojos febriles y las caras sucias, con aspecto «atemorizado, en desorden, como si hubiesen huido de la batalla». No miran atrás, a excepción de cuando alguien ocasionalmente echa una mirada inquieta por encima del hombro para controlar el globo de observación suspendido en la luz del alba sobre las líneas alemanas que en cualquier momento podría barrerles con unas cuantas ráfagas. Esos cálculos de los que oyó hablar Arnaud cuando iba de camino a Verdún han resultado ser correctos, casi exactos: de los alrededor de cien hombres de la compañía quedan ahora 30.

Pasan por la misma encrucijada que hace diez días. Arnaud ve los resplandores rojos, blancos y silenciosos de Verdún bajo el sol de la mañana y piensa: «La guerra es bella, en las pupilas de generales, periodistas y eruditos».

Cruzan el río. Poco a poco van dejando los peligros del campo de batalla a sus espaldas. En un descanso junto a la linde de un bosque Arnaud ve a un sargento de la reserva leyendo un noticiero. Arnaud pregunta lo que ha pasado. El sargento refunfuña: «La misma vieja historia de siempre». Le entrega a Arnaud su periódico. Arnaud lee, exclama: «¡Somos nosotros, somos nosotros!». Sus hombres se colocan a su alrededor, y él lee en voz alta los fragmentos de los comunicados impresos:

8 de junio, 23.00 horas… En la orilla derecha el enemigo realizó, tras un violento bombardeo, varios ataques contra nuestras posiciones al este y al oeste de la granja Thiaumont. Todos los ataques fueron rechazados por nuestras barreras de fuego y nuestras ametralladoras.

9 de junio, 15.00 horas… En la orilla derecha los alemanes continuaron lanzando violentos ataques a lo largo de un frente de casi dos kilómetros al este y el oeste de la granja Thiaumont. Todos los ataques occidentales fracasaron, y el enemigo sufrió cuantiosas bajas[159]

Uno objeta que los comunicados eluden a conciencia mencionar las propias bajas, pero los demás se muestran curiosamente conformes repitiéndose sin cesar —como un mantra de consuelo— la frase: «Esto habla de nosotros». Y quizás «esto», las breves notas sobre sus combates, sea una de las causas de peso que los han originado. Tal vez incluso sus acciones estuvieran destinadas desde un primer momento a convertirse en texto. Tal vez hayan padecido su martirio de diez días para que alguien pudiera decir de la cresta 321 (aunque militarmente no sea demasiado importante) que han conseguido mantenerla.

Del mismo modo, para los franceses la defensa de Verdún es más bien una cuestión simbólica, cuestión de que generales, políticos, periodistas y la ciudadanía puedan decirse mutuamente: «Pues claro, han mantenido la ciudad, la mantienen y la mantendrán». Sin embargo, no hay nadie que dedique verdaderos esfuerzos en sopesar lo que ese verbo transitivo francés, tenir (mantener), representa en realidad, pues significa una cosa para los más altos generales, otra para los megáfonos de la prensa nacionalista de París, una tercera para los mandos que hay en la posición y una cuarta para los soldados de a pie como Arnaud y sus treinta hombres. Los aspectos trágicos y crueles de la batalla no son, por tanto, únicamente la suma de toda la potencia destructiva de los contendientes. También es la suma de la confusión retórica y semántica de aquellos por quienes se libra.

Lo cierto es que se ha superado ya uno de los puntos más terribles y álgidos de la batalla. Durante la semana y pico que ha pasado los alemanes han realizado uno de sus ataques más contundentes desde febrero. Además, han tenido significantes éxitos. Entre otras cosas, ha caído un nuevo punto neurálgico francés, Fort de Vaux, tras combates extraordinariamente duros. (Poco después de que el batallón de Arnaud se retirara diezmado de los combates se reanudan los asaltos alemanes. La cresta 321, finalmente, cae).

Más tarde Arnaud escucha el silbido proveniente de las estrechas vías de ferrocarril que serpentean entre Verdún y Bar-le-Duc. Cae en la cuenta de que, por extraño que parezca, se ha salvado:

Pude bajar del cadalso del sufrimiento para regresar a un mundo de paz y vida. Creí que era la misma persona que había sido antes de pasar diez días cara a cara con la muerte. Me equivocaba. Había perdido mi juventud.

Ese mismo día Florence Farmborough escribe en su diario:

Era un día caluroso con bastante bochorno. Por la mañana Alexander Alexandrovich, uno de nuestros jefes de transporte, se ofreció a llevarnos a ver las trincheras que habían abandonado los austríacos. Con gran entusiasmo dijimos que sí. Una de ellas superaba a las demás en cuanto a lujo y comodidad. Imaginamos que debía de tratarse del búnker de un oficial de artillería. Contenía sillas y una mesa, y en las paredes armadas habían cuadros y libros, sí, hasta había un libro de gramática inglesa.