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Jueves, 8 de junio de 1916

ANGUS BUCHANAN VA A LA CAZA DE COMIDA JUNTO AL RÍO PANGANI

En realidad preferiría dejarlo. En realidad le gustaría quedarse donde está, envuelto en el calor de las mantas. Encima, Angus Buchanan ve los puntos de luz de las estrellas, como lejanas cabezas de alfiler, pero el amanecer ya se intuye. «Solo cinco minutos más».

«¡Va, venga!». Una llamada a media voz lo despierta, y él se incorpora. Ahora hay luz diurna. Junto a él, bajo un arbusto, está sentado el otro teniente, Gilham, anudándose las botas. Los dos hombres se sonríen con sorna, con secreta complicidad. Pese a que tienen prohibido cazar y no deberían siquiera salir del campamento, eso es precisamente lo que tienen intención de hacer. Están hartos del eterno guisado, preparado con esa asquerosa carne enlatada; además, los suministros han empezado a fallar y les han reducido las raciones. Ambos tienen hambre. ¿Cómo van a reponer fuerzas sin comida?

Muchos de los soldados se encuentran al límite de la desnutrición, y como consecuencia directa, con el calor la curva de las bajas por enfermedad sube, y es de lo más empinada. Los enfermos tienen que ser enviados a la retaguardia para recibir atención, lo cual absorbe gran parte de los pocos recursos logísticos de los que disponen. Además, como es natural, a los enfermos también hay que alimentarlos. Y los hombres que van rumbo a la retaguardia consumen gran parte de la comida que va en sentido contrario, hacia las unidades de combate, por lo que las raciones de los combatientes disminuyen todavía más. Es un círculo vicioso. Lo que una vez fueron regimientos se han reducido al tamaño de lo que más bien parecen compañías de 170 a 200 hombres.

En cambio, a las unidades alemanas que ellos persiguen por todo el monte bajo, la selva y los pantanos, los ríos, la sabana y las montañas, el clima y las enfermedades parecen no afectarles, cosa bastante natural considerando que la tropa se compone de negros que están acostumbrados a lo primero y son resistentes a lo segundo, y que además, a menudo saben dónde hallar cosas comestibles porque conocen el terreno y se mueven por él con una impresionante agilidad. Por si fuera poco, gracias a que reciben un buen trato y un buen sueldo también han desarrollado un alto grado de lealtad respecto a sus amos alemanes.

Los británicos han tenido que reconsiderar su antiguo rechazo a armar a los africanos y utilizarlos con fines bélicos. Y parte de la actual operación en la que están involucrados Buchanan y los demás, puesta en marcha al finalizar el periodo de las lluvias, consiste precisamente en impeler a los alemanes fuera de Tabora, la región en la que reclutan a sus mejores askaris. Por otro lado, Von Lettow-Vorbeck ha dado pruebas de ser un maestro de la improvisación. Si bien es cierto que ya no les llega avituallamiento procedente de Alemania, ha sabido organizar la fabricación propia de municiones, les ha enseñado a las tropas a confeccionarse sus propias botas y a conseguir artillería pesada remolcando las piezas del Königsberg, el acorazado que la flota británica ha perseguido hasta el delta del Rufugi[156].

Buchanan y Gilham cogen sus fusiles militares y se escabullen del campamento, pasando de largo filas de hombres dormidos. Con ellos va también el sirviente africano de Buchanan, Hamisi. Primero tienen que abrirse camino por el denso y seco monte bajo. Lo peor es la espinosa maleza, las matas y los árboles cubiertos de pinchos, y de entre todo lo espinoso se lleva la palma lo que los africanos llaman mgunga, cuyas púas son de una longitud inusitada e increíblemente afiladas y numerosas. Evitan esos arbustos las pocas veces que les es posible. Buchanan dice: «En lo que me queda de vida irá conmigo el recuerdo de los mgunga». Les sangran las manos, los brazos y las piernas.

Al cabo de una hora el paisaje empieza a abrirse ligeramente, y para entonces están tan lejos del campamento dormido que el ruido de un disparo no puede desbaratar su empresa. Buchanan y Gilham cargan sus fusiles. Avanzan sigilosamente. Hamisi retrocede un trecho y luego les sigue a distancia.

Tras recorrer aproximadamente un kilómetro salta ante ellos un antílope kudú, pero antes de alcanzar a dispararle el grácil animal desaparece dando brincos entre los arbustos. Buchanan maldice. Después de tres kilómetros no han hecho otra cosa que ver huellas, de impala y de jabalí verrugoso, amén de asustar a alguna que otra bandada de pintadas. Es hora de volver. El sol ha iniciado su singladura por un cielo pálido, y en el transcurso de una hora el calor será insoportable. Esta mañana la caza de los dos hombres en pos de una fauna veloz y esquiva ha sido tan infructuosa como lo es la caza en pos de las veloces y esquivas compañías de Schutztruppen (nombre con que se conoce al ejército colonial alemán) a la que se dedica su división.

Para volver Buchanan, Gilham y Hamisi toman otro camino. Resultará venturoso. Primero tropiezan con una gacela jirafa o gerenuk, como se la conoce en suajili, contra la que los dos blancos disparan sin que ninguno de los tiros sea certero. Al cabo de un nuevo trecho la sabana se espesa de nuevo. Buchanan ha perdido de vista a Gilham, pero de repente oye un disparo, seguido de un grito triunfal. Su compañero ha abatido otro gerenuk. Ambos hombres gritan de alegría. ¡Carne! ¡Y carne de venado, además! Buchanan observa enternecido al animal que agoniza a sus pies. Pertenece a una especie que nunca antes ha visto:

De extremidades finas, con una preciosa constitución, el pelo áspero, espeso y brillante, de un color como de chocolate en el lomo hasta abajo en el vientre, donde una línea horizontal claramente marcada separaba la piel más oscura de arriba de la panza más clara.

Entre los tres descuartizan el cuerpo. Hamisi carga con la mayor parte de los sangrantes trozos, Buchanan y Gilham lo que él no puede llevar. Temerosos de ser descubiertos vuelven sigilosamente y con la mayor cautela al campamento. Este día comerán hasta saciarse.

El mismo día René Arnaud y sus hombres en la cresta 321 del frente de Verdún son objeto de un ataque de la infantería alemana. El fuego artillero aligera. Surgen figuras uniformadas de gris en el paisaje lunar que tienen delante:

El restallar de los disparos y el olor a ajo del humo de la pólvora enseguida me provocaron una especie de embriaguez: «¡Disparad a esos cerdos! ¡Disparad!». De repente vislumbré a un tipo con un gran corpachón que se movía ante mí, hacia la derecha; apunté, me sobrevino la intuitiva sensación del tirador que sigue a su objetivo, apreté el gatillo y mientras la culata me golpeaba el hombro el corpachón se perdió de vista. Más tarde estuve considerando si la bala certera fue la mía o la de otro cualquiera, o si sencillamente el hombre se tiró al suelo debido a la intensidad del fuego cruzado. Sea como fuere, es el único alemán en tres años y medio de guerra que creo haber «abatido[157]».

Al final, rechazan el asalto con la ayuda de granadas de mano.