Martes, 23 de mayo de 1916
PAOLO MONELLI PARTICIPA EN LA RETIRADA DE LA CIMA UNDICI
Los llevaron al frente en camiones, a toda velocidad, y los conductores les contaron lo que sabían, que no era mucho, solo rumores sobre más repliegues. Desde el 15 de mayo se está librando una ofensiva austrohúngara en las montañas en torno a la meseta de Asiago; el enemigo ha celebrado grandes triunfos, al menos comparados con las infructuosas cornadas que ha estado proporcionando el ejército italiano en el Isonzo. Si no consiguen detenerlos alcanzarán la tierra baja, y en ese caso podrían seguir avanzando y llegar a la costa, a Venecia. De aquí a Vicenza solo hay unos treinta kilómetros. El batallón de cazadores de montaña al que pertenece Paolo Monelli se halla desde hace unos días en una montaña de la meseta de Asiago. De vez en cuando les han disparado con artillería. ¿Qué está ocurriendo? ¿Y por qué?
Monelli y los demás no reciben noticias. Aun así intentan comprender lo que está sucediendo, descifrar los signos, y los que ven son cualquier cosa menos alentadores. Su artillería se ha debilitado por momentos. Ayer noche desaparecieron las últimas piezas de su sector; era una batería con cañones de montaña ligeros. Aún peor resulta el hecho de que el fragor de la batalla, los fogonazos y los relámpagos de las explosiones se han ido desplazando poco a poco, primero aproximándose a ellos, después pasándoles de largo. Una de las compañías del batallón ya ha sido reclamada abajo en el valle. Esta mañana se despiertan en la cumbre completamente solos. Alguien dice que la Cima Dodici ha caído. ¿La Cima Dodici? Todos vuelven la cabeza. Pero si esa montaña está detrás de ellos. «Estamos atrapados como en una ratonera».
Les llega la orden: tienen que quedarse aquí hasta que anochezca. Ellos son la retaguardia que mediante su resistencia proporcionará a los demás la oportunidad de escapar. «¿Qué nos ocurrirá a nosotros? ¿Y qué le ocurrirá a Italia?». Con sus propios ojos ven los batallones austrohúngaros descender en cascada por la montaña contigua. Lo único que pueden hacer es mirar, desvalidos, ya que sus adversarios se hallan fuera del alcance de sus fusiles, y los cazadores de montaña carecen de armas pesadas. Curiosamente les dejan en paz; es como si todos, hasta el enemigo, se hubieran olvidado ya de ellos. Se levanta el día, y a Monelli y su grupo no les queda más remedio que aguardar, incomunicados, aislados, «y el tormento de la espera es más amargo debido a que nos ha invadido una sensación de catástrofe».
A la hora del almuerzo Monelli escala hasta la cueva en la que se aloja el Estado Mayor. En la entrada se cruza con el jefe del batallón, un comandante cuyos ojos están enrojecidos por la falta de sueño. Éste se mesa la barba; está borracho. «Ven aquí —le dice a Monelli, dándole vino—. ¿Te has confesado? Para esta noche estaremos rodeados». El comandante ha recibido órdenes de resistir. «Y resistiremos, después nos cogerán prisioneros. Y cargaremos con la culpa y el escarnio».
El vino funciona. (El comandante lo llama «un amigo que no te defrauda»). Ligeramente embriagado, Monelli empieza a ver la situación con menos pesimismo. Dentro de unas horas anochecerá, tal vez tengan tiempo de escapar. Y si el enemigo ataca antes, la compañía hará cuanto esté en su mano para ganar un poco de tiempo. «Y entonces la división tal vez alcance a poner sus papeles a buen recaudo».
Ocurre el milagro. Nadie les ataca.
Cuando la noche se hace más densa empiezan a descender en pequeños grupos por la ladera, hasta el bosque.
Cae una lluvia fría. No lejos de allí una aldea está en llamas y su candente resplandor deforma el contorno de árboles y peñascos. Cruzan el río media hora antes de que sea volado el puente. En la otra orilla hacen un breve alto, beben agua (los tazones de metal tintinean al chocar con los cantos de la corriente), comen panecillos tostados. Antes de proseguir hasta la siguiente cresta aprovechan para enterrar al último caído del día, de nombre Giovanni Panato. Durante la escalada ha recibido fragmentos de metralla de una granada disparada fortuitamente. Eso pasa a menudo: causas fortuitas, efectos fortuitos. Panato ha soltado un grito al ser herido pero se ha empeñado en seguir adelante, y al cabo de un rato se desplomó, muerto.
Al recoger sus cosas (los tazones de metal tintinean al meterlos de nuevo en las mochilas) llegan las preguntas de los soldados. ¿Por qué retroceden? ¿Por qué no se quedan y luchan? Monelli tiene dificultades en hallar una respuesta.
Pero ¿qué saben ellos, qué se yo de lo que sucede? Nada. Peleamos, marchamos, hacemos un alto, meros números entre la masa que avanza en tropel, que hace maniobras por este frente montañoso envuelto en los hielos de los enormes Alpes Dolomitas. Y en el corazón un sordo resentimiento, una dolorosa sensación de no saber, de no ver.
Simultáneamente, en algún lejano castillo con mullidas alfombras en el suelo, están los que Monelli denomina «misteriosos dioses que tejen los hilos de nuestro destino». Es decir, «un oficial que redacta, un oficinista que copia, un edecán que sale de la habitación, un coronel que maldice».
La guerra es esto. No es el riesgo a morir, ni los fuegos artificiales de la granada roja que te ciega al caer silbando (Quando si leva che intorno si mira / tuto smarrito della grande angoscia[147]), sino el presentimiento de ser una marioneta en manos de un titiritero desconocido, y hay veces en que ese presentimiento te hiela el corazón como si la muerte misma tirase de los hilos.
Estar atrapado en la trinchera hasta que llega la orden de relevo, tan repentina como una andanada o una ventisca, atado al omnipresente peligro, a un destino marcado por el número de tu pelotón o el nombre de tu trinchera, sin poder quitarte la camisa cuando quieres, sin poder escribir a tu casa cuando quieres, viendo cómo leyes sobre las que no tienes ninguna influencia rigen hasta las más modestas de tus necesidades vitales: eso es la guerra[148].
Continúan caminando a oscuras, cuesta arriba otra vez. Cada paso se vuelve pesado en la mezcla de lodo y nieve. Ve otra aldea en llamas. Por detrás le llega el ruido de fuego de fusilería y explosiones. Es la retaguardia, o mejor dicho, la retaguardia de la retaguardia, que está siendo atacada; es el pobre de Pèrigine y sus hombres.
La marcha se va haciendo más pesada, más vacilante y hueca, las pisadas cada vez más sordas y mecánicas. Al cabo de un rato ya no tienen fuerzas ni de quejarse. Monelli y los demás llevan ya varias noches sin dormir bien, y el cansancio les tortura, les aturde, tiene un efecto casi narcótico. Sumergidos en el sordo dolor llamado agotamiento, el mundo a su alrededor se les escapa poco a poco, pierde sentido; ya no les importan las explosiones ni las casas ardiendo, apenas consideran el hecho de que les persiguen y de que pueden ser atacados en cualquier momento.
Tampoco hacer un alto ayuda mucho, porque al despertar del breve y abrupto sueño (en el suelo, sobre la nieve) todavía te sientes más aturdido; el cansancio es, si cabe, aún más plomizo y desesperado.
Pasan la noche caminando por el bosque, hasta llegar a un amanecer pálido y frío. Para cuando alcanzan las propias líneas el sol ya despunta. Dos centinelas intentan detenerles, exigiendo una contraseña. Los extenuados soldados se despachan a gusto con los centinelas cubriéndolos de improperios mientras pasan de largo. Más adelante se cruzan con gente de otras compañías, otros batallones: se forma un revoltijo de soldados, carros y mulas inquietas, «el estridente repicar de las herraduras de los cascos contra la piedra». Cae una lluvia rala.
Y por fin el descanso. Por fin. Por fin. Monelli entra a gatas en una tienda pequeña. Se duerme apretando fuertemente los puños. En sueños prosigue la marcha, y es una marcha que nunca acaba.
El mismo día René Arnaud y su batallón continúan esperando en la aldea de Belval-en-Argonne. Oyen perfectamente el fragor de los cañones de Verdún. El nerviosismo es grande, porque suponen que pronto los enviarán a la gran batalla. Encontrarse en primera línea cuando el frente está tranquilo no deja de ser peligroso, aunque el coste en vidas humanas raras veces sea elevado (a veces tiene lugar alguna incursión, pero son más bien los británicos los que se dedican a esas cosas). En cambio, un destino en el frente en conexión con alguna gran ofensiva es harina de otro costal. Ahí sí se producen bajas, gran número de bajas:
Íbamos pateando de un lado para otro, intercambiando rumores y discutiendo. Todavía recuerdo al médico del batallón, Truchet, de pie, medio inclinado, con las piernas abiertas y una expresión de desasosiego y preocupación, mientras con su mano izquierda se iba rascando la barba negra, más nerviosamente que nunca: «¡Esto es una vergüenza! ¡Habría que poner fin a esta matanza! Dejan que miles de hombres mueran masacrados solo para defender un montón de viejas y obsoletas fortalezas. ¡Es atroz! Ah, menudos generales tenemos».