Martes, 4 de agosto de 1914
ELFRIEDE KUHR PRESENCIA EN SCHNEIDEMÜHL
LA PARTIDA DEL 149.º REGIMIENTO DE INFANTERÍA
Anochecer de verano. El aire es cálido. Suena una tenue música a lo lejos. Elfriede y su hermano están en el interior de su vivienda en la Alte Bahnhofstrasse número 17, a pesar de lo cual les llegan los acordes. Poco a poco el sonido aumenta en potencia, y ellos comprenden. Se lanzan a la calle en dirección al edificio ocre de la estación semejante a una fortaleza, ante el cual la plaza se ve negra de gente. La iluminación eléctrica está prendida; a Elfriede se le antoja que ese resplandor blanquecino y mate hace que las hojas de los castaños parezcan hechas de papel.
Elfriede escala la verja de hierro forjado que separa el edificio de la estación de la plaza abarrotada de gente. La música se oye más próxima. Ve un tren de mercancías que aguarda en la vía tres. Ve que la locomotora echa vapor. Ve que las puertas de los vagones están abiertas, y en ellas vislumbra a los reservistas de paisano que se disponen a ser movilizados. Los hombres se asoman, saludan con la mano y ríen. Al mismo tiempo la música va sonando más y más fuerte, propagándose con mayor nitidez y sonoridad en la tibieza del aire nocturno. Su hermano grita:
—¡Ya llegan! ¡Los del Ciento cuarenta y nueve!
Es a ellos a quienes todos aguardan: al 149.º Regimiento de Infantería, la unidad de la propia Schneidemühl. Se dirigen al frente occidental. «El frente occidental»: el concepto es nuevo. La guerra es por los rusos, todos lo saben; fue en respuesta a la movilización rusa por lo que se movilizó al ejército alemán, y los rusos atacarán pronto, todo el mundo lo sabe[1]. A los habitantes de Pomerania la amenaza proveniente del Este es la que más les preocupa, en eso Schneidemühl no supone ninguna excepción. La frontera rusa se encuentra a menos de 150 km de aquí y, por si fuera poco, la gran vía principal Berlín-Köningsberg atraviesa longitudinalmente la ciudad, lo cual hace prever que sea un objetivo natural del poderoso enemigo del Este.
De los habitantes de Schneidemühl puede decirse más o menos lo mismo que de los políticos y generales que, a tientas, vacilantes y dando traspiés, han conducido a Europa a la guerra: la información existe, pero es casi siempre insuficiente u obsoleta, haciendo que para compensar la escasez de datos haya que recurrir a conjeturas, figuraciones, esperanzas, temores, ideas fijas, supuestas conspiraciones, sueños, pesadillas, rumores. Aquí en Schneidemühl, al igual que en decenas de millares de ciudades y aldeas de todo el continente, estos días se construye una imagen del mundo hecha de una materia efímera y fraudulenta: las habladurías. Elfriede Kuhr tiene doce años, es una niña inteligente e inquieta de trenzas rojizas y ojos verdes. Ha oído decir que unos aeroplanos franceses han bombardeado Núremberg, que un puente ferroviario ha sido atacado en Eichenried, que tropas rusas avanzan hacia Johannesburgo, que agentes rusos han intentado asesinar al príncipe heredero en Berlín, que un espía ruso ha intentado hacer volar la fábrica de aeroplanos de las afueras de la ciudad, que un agente ruso ha intentado propagar el cólera a través de las aguas municipales y que un agente francés ha intentado volar los puentes sobre el Kudrow.
Nada de lo cual es cierto, pero eso no quedará claro hasta más adelante. En estos momentos la gente parece dispuesta a creerse lo que sea, cuanto más inverosímil mejor.
Para los habitantes de Schneidemühl, como para la mayoría de los demás alemanes, ésta es, en última instancia, una guerra defensiva, una guerra impuesta desde el exterior que no hay más remedio que llevar a cabo. A ellos, tanto como a sus equivalentes de ciudades y aldeas similares en Serbia, el Imperio Austrohúngaro, Rusia, Francia, Bélgica y Gran Bretaña, los embarga el temor y la esperanza, pero sobre todo un ardiente y profundo sentido de la justicia, porque lo que se avecina es una fatídica lucha contra las tenebrosas fuerzas del mal. Sobre Schneidemühl, Alemania y Europa, se bate una poderosa oleada de emociones que se lo lleva todo y a todos por delante. Lo que nosotros percibimos como tinieblas es para ellos una luz.
Elfriede oye que su hermano la llama y no tarda en verlos por sí misma. Allí llegan, fila tras fila, los soldados con sus uniformes grises, sus botas cortas de cuero claro sin curtir, sus grandes mochilas y sus cascos prusianos con fundas de paño gris. Les precede una banda de música militar que, al aproximarse al edificio de la estación y a la masa de gente, toca con brío esa conocida melodía que todos se saben a la perfección. Los soldados entonan la letra y cuando llega el estribillo los espectadores se adhieren. El himno retruena imperioso y potente en la noche de agosto:
Lieb’ Vaterland, magst ruhig sein,
Lieb’ Vaterland, magst ruhig sein,
fest steht und treu die Wacht, die Wacht am Rhein!
Fest steht und true die Wacht, die Wacht am Rhein[2]!
En el aire retruenan los tambores, las botas militares, los vítores y los cantos. Elfriede anota en su diario:
Llegó finalmente el 149.º marchando hombro con hombro e inundó los andenes como una marea gris. Todos los soldados llevaban largas guirnaldas de flores colgando del cuello o atadas al pecho. De la boca de sus rifles salían ásteres, alhelíes y rosas, como si pensaran disparar con flores contra el enemigo. Los rostros de los soldados eran graves. Yo me había imaginado que reirían y gritarían de alegría.
Pero Elfriede acaba descubriendo a un soldado que ríe: es un teniente a quien reconoce. Se llama Schön, le ve despedirse de sus familiares y luego le ve abrirse paso a codazos y alejarse por entre la muchedumbre. Ve que recibe de los que le rodean constantes golpes en el hombro, abrazos y besos. Le gustaría gritarle: «Hola, teniente Schön». Pero no se atreve.
Suena la música, sobre la masa humana se agita una capa de sombreros y pañuelos, silba el tren de los reservistas de paisano, se pone en marcha, todo el mundo vitorea, saluda con la mano o llama a alguien. Pronto también el 149.º partirá. Elfriede baja de un salto de la valla, pero la masa de gente la engulle y tiene la sensación de que van a aplastarla, a asfixiarla. Distingue a una anciana con los ojos enrojecidos por el llanto. La mujer grita de un modo que parte el corazón: «¡Paul! ¿Dónde está mi Paul? ¡Dejad por lo menos que vea a mi niño!». Anegada por ese mar de espaldas, barrigas, piernas y brazos que la zarandean, Elfriede no tiene modo de saber quién es Paul. Conmovida, o tal vez más bien agradecida por tener algo en que fijar su atención en medio de ese confuso y abrumador hervidero de imágenes, emociones y ruidos, Elfriede, entre apretujones, reza una breve oración: «¡Buen Dios, protege a ese Paul! ¡Condúcele de nuevo a su madre! ¡Por favor te lo suplico, por favor, por favor!».
Mira a los soldados que pasan de largo, y a su lado un chiquillo mete una mano anhelante entre las frías rejas de la valla de hierro. «¡Eh, soldado, adiós!». Uno de los portadores del uniforme gris coge aquella mano extendida, la estrecha. «¡Adiós, hermanito!». La gente se echa a reír, la orquestina toca Deutschland, Deutschland, über alles, algunos entonan el himno mientras un largo convoy de vagones adornados con flores resuella en el andén de la vía uno. Suena el toque de una trompeta, y en el acto los soldados comienzan a subirse al tren. Maldiciones, bromas, órdenes. Un soldado rezagado pasa corriendo frente a Elfriede, que observa tras la verja. Ella se arma de valor, alarga su mano hacia él y murmura un tímido: «¡Buena suerte!». Él la mira, sonríe y agarra al vuelo el puño de ella: «¡Hasta la vista, niña!».
Elfriede lo sigue con la mirada. Lo ve subirse a uno de los vagones de mercancías. Lo ve girarse y dirigirle una mirada. El tren se pone en marcha, al principio despacio, luego más y más deprisa.
Los vítores se convirtieron en alarido, los rostros de los soldados se apretujaban en las puertas abiertas, las flores volaban por los aires, y de repente muchas de las personas allí congregadas rompieron a llorar.
¡Hasta la vista! ¡Nos veremos en casa!
¡No temáis! ¡Pronto estaremos de vuelta!
¡Celebraremos las Navidades juntos, madre!
¡Sí, sí, sí, vuelve sano y salvo!
Y del tren en marcha se eleva un potente coro. Ella solo capta una parte del estribillo: «In der Heimat, in der Heimat, da gibt’s ein Wiedersehen!»[3].
Luego los vagones se adentran en la oscuridad y desaparecen. El cielo de una noche de verano. El aire tibio.
Elfriede está conmovida. Camina hacia su casa al borde de las lágrimas. Mientras anda sostiene ante sí la mano estrechada por el soldado, como si pudiese retener algo extremadamente preciado y a la vez muy frágil. Al subir por las escaleras mal iluminadas del inmueble de la Alte Bahnhofstrasse 17 se la besa, rápidamente.