BAILE EN EL CAFÉ KRATZKI O UNA PANDA DE ALBOROTADORES

Los alborotadores se reunían en el café Kratzki y, cuando ya había bastantes, empezaba el baile. La orquesta hacía todo lo que podía, pero era prácticamente imposible escucharla, pues cada cual bailaba al compás de sus propios gritos, no al de la música. Había dos tipos de ruidos: los gruñidos de los muchachos y los silbidos de las muchachas. Una hora después del comienzo del baile se produjo una refriega. Varios alborotadores dieron una paliza a un camarero, que luego siguió sirviendo como si no hubiera pasado nada. No es de extrañar viendo las propinas que recibía. Nadie se marchaba sin pagar. Todo se abonaba al momento. En algunas mesas bebían mucho y podían llegar a pedir hasta cuatro o cinco veces en el curso de la tarde. Se les cobraba puntualmente en todas las ocasiones. El ruido había aumentado tanto que los espectadores que no participaban en el baile y estaban sentados a las mesas más apartadas sólo podían entenderse a gritos, con lo cual el alboroto crecía aún más.

En medio de aquel ruido infernal aparecieron tres damas inglesas con dos gentlemen y tomaron asiento en el anillo exterior de la pista. Dios sabe por qué motivo, las señoras, ya mayores, despertaron la admiración, la simpatía e incluso el respeto de los que bailaban. El ruido se apaciguó. Un grupo de muchachos subió rápidamente al escenario: chicos a la izquierda, chicas a la derecha. Se disponían a cantar. El que iba a hacer de director habló un instante con los músicos y con el coro. Luego se subió a una silla. La sala se quedó en silencio. Sonaron los primeros acordes y los jóvenes entonaron a cuatro voces el Home, Sweet Home.

Los británicos, conmovidos por la entrañable canción, escuchaban muy atentos, lo mismo que el resto de la sala. Sin embargo, en cuanto se extinguieron las últimas notas, los gritos volvieron a atronar con toda su fuerza. Los chicos y las chicas que habían cantado se lanzaban a la pista de cabeza, como si se tratase de una piscina. El ruido volvía a ser infernal. Ahora bien, justo a medianoche, el estruendo cesó bruscamente. Ni siquiera la antigua canción inglesa que habían cantado a coro había sido tan efectiva para calmar los ánimos. Todos los alborotadores, chicos y chicas, abandonaron la sala. Algunos aprovecharon para pagar sus cuentas. En unos pocos minutos, el local se vació y sólo quedaron los clientes del anillo exterior de la pista, que se miraban unos a otros con cara de circunstancias, incapaces de decir una sola palabra, seguramente por el calor con el que habían estado gritando.