Se equivocan los que creen que me he dejado crecer la barba (una barba larga, abundante, como la de Andreas Hofer) por el dolor que me ha causado que mi mujer me echase de casa. Ocurrió justo al contrario: me echó por mi barba, cuando consideró que ésta había alcanzado unas dimensiones intolerables. Un amigo que se mudó al extranjero me cedió la que hasta entonces había sido su vivienda. Estaba totalmente amueblada. Bastaba con que me hiciese cargo del alquiler. Nunca había tenido un hogar como ése. Era una casa encantadora en las afueras de la ciudad. Desde la planta baja se podía acceder directamente al jardín a través de una magnífica cristalera. Un espeso seto con arbustos de lilas me protegía de las indiscretas miradas de la calle. Cuando llegó el verano, pude dormir con la cristalera abierta. Un hombre con una barba tan espesa como la mía duerme bien. Se hunde en ella como si se internase en lo más profundo de un bosque para encontrar cobijo. Esa espesura rumorosa le proporciona un lugar donde ocultarse. Se recuesta sobre su barba como en una hamaca. Su rostro se hace más pequeño, se convierte en un diminuto claro en medio de la densa foresta. En este sentido, me parece absurdo lo que uno de los mejores novelistas de nuestro tiempo ha planteado recientemente: las dudas que asaltan a un barbudo a la hora de dormir. ¿Dónde colocará su barba? ¿La dejará sobre la colcha o la guardará debajo de ella? Un dilema que, según él, lo atormenta y llega incluso a quitarle el sueño. Nada de eso. Un hombre con una barba espesa siempre duerme bien.
En mi caso, no se puede decir que tuviera preocupaciones de índole material. Cumplía puntualmente los compromisos que había adquirido con mi esposa. Nunca le faltó el dinero. Sin embargo, un buen día me mandó una carta en la que anunciaba su intención de separarse de mí, presentando, si era necesario, la correspondiente demanda, en la que alegaría que mi comportamiento había hecho imposible la convivencia. Era una noticia triste, que me dejó paralizado. En cierto modo me sentía culpable, aunque, salvo la barba, era poco lo que podía cargar sobre mi conciencia.
Me acordé de los comentarios que había hecho en otro tiempo (cuando aún vivía con mi mujer) un auténtico sinvergüenza. Se alzaron en mi interior como una señal, arrojando luz sobre todo aquel asunto. El tipo al que me refiero era un destacado dibujante publicitario, dueño de la nariz más grande que haya visto jamás. Empezó a divulgar chismes en el café, bromas de dudoso gusto que no tardaron en llegar a mis oídos. Según el señor M., que fue quien me lo contó, aquel tipo pensaba que mi enorme barba venía a ser una especie de canto del cisne por mi propia virilidad (esta metáfora, sin pies ni cabeza, le resultaba por lo visto de lo más simpática). De alguna manera, intentaba transfigurar mi virilidad para evitar que fuera puesta en tela de juicio; era como si necesitase una pantalla para ocultarla: ésa era la razón última de la barba «que cultivaba».
No me cogió de sorpresa. Algo semejante debía de haberlo leído o escuchado en otra parte hacía mucho tiempo. Al fin lo recordé. El antiguo monasterio de Königsaal, no muy lejos de la actual Smíchov, un suburbio industrial de Praga, contó en tiempos con doctos abades, extraordinariamente inteligentes, y monjes cuyas crónicas y escritos proporcionan infinidad de claves para comprender mejor el siglo XIV, seguramente el más complejo de toda la Baja Edad Media. Aquellos clérigos, de una exquisita formación, declaraban sentirse asombrados por las extravagantes modas de su época, que cambiaban frenéticamente. Para ellos era una obsesión patológica, prácticamente una epidemia espiritual. Para ilustrar su juicio con un ejemplo, uno de esos eruditos escribe: «Aliiquidem ingentes barbas nutriunt» («Otros cultivan barbas colosales»).
Así era yo. Cultivaba mi barba y ésta iba creciendo, aunque me sentía triste, incluso asustado, y no sólo porque mi esposa y yo ya no estuviéramos unidos en cuerpo y barba.
El miedo llegó a superar a la tristeza. Sabía que no lo iba a tener nada fácil. Al principio salía a pasear por mi nuevo barrio, unas veces por el campo y otras callejeando hasta que llegaba al centro de la ciudad. Arrastraba mi barba melancólicamente, aunque quiero dejar constancia —lo que voy a decir es cierto, que nadie lo dude— de que jamás, ni una sola vez, he pensado en desprenderme de ella, aunque me haya traído tantos problemas, tanta tristeza y este miedo, que brota en mi interior como un manantial de aguas subterráneas. Mi barba es como un destino fatal al que estoy indisolublemente ligado.
No se me escapó, debo admitirlo, que había empezado a evitar las calles laterales y las callejuelas vacías, sobre todo cuando caía la noche. Supongo que esto (como tantas otras cosas; por ejemplo, que me volviera de repente sin motivo alguno) tenía que ver con mi soledad, una soledad permanente, que jamás rompía. Me había colocado al margen de la vida, apartándome de los demás —ya había hecho lo mismo hace dos años, cuando empecé a dejarme la barba—; de hecho, me había encargado de que ningún conocido tuviera mi nueva dirección. Pasé el verano entero sin ver a nadie. Sólo hablaba lo estrictamente necesario para el ejercicio de mi profesión, en la que iba cosechando importantes éxitos.
Una tarde recordé algo importante, un antiguo incidente que explicaba mis actuales miedos. Cuando era joven, le había mesado la barba a un desconocido. Tiré con tanta fuerza que el pobre hombre acabó cayéndose al suelo (¡zas!).
Recuerdo bien el olor de aquel hombre. Está tan presente en mí como si lo tuviera justo debajo de la nariz. Era un aroma intenso, casi de mujer, fragante y pesado a la vez. Cualquiera que lo hubiese percibido habría vuelto la cabeza buscando a una dama (en su momento me informé y ¡llegué a descubrir el nombre de aquel perfume!).
Ocurrió en un callejón solitario, completamente vacío. Un hombre de unos treinta años, la misma edad que tenía yo entonces, venía caminando tan tranquilo por la acera de enfrente. Vestía con mucha elegancia y llevaba una fantástica barba. Crucé la calle en diagonal, me acerqué a él por la espalda y, al adelantarlo, le agarré de la barba, cerré la mano y di un tirón breve pero contundente, que hizo que el barbudo diera un traspiés (¡zas!). Apreté el paso y mi espalda se convirtió en un muro infranqueable, sin fisuras. Podía rechazar cualquier acusación con completa indiferencia, con absoluta seguridad. Me sentía a salvo de toda sospecha. El tirón de la barba había abierto por unos instantes una amplia grieta que separaba mi yo de la vida que me rodeaba. Nadie podía salvar esa distancia y, aunque lo hubiera intentado, me habría resultado muy sencillo hacerle caer desde la posición en la que me encontraba, ya que, en este caso, Arquímedes estaba de mi lado. No se oyó ni una sola voz, así que me marché de allí. Si hubiese protestado, me habría acercado educadamente y habría mostrado mi sorpresa por lo sucedido. Así de sencillo. Asunto resuelto.
Ese recuerdo era el que me animaba a evitar cualquier callejón solitario. Después de arreglar mis asuntos en la ciudad, buscaba al chófer y le pedía que me llevase desde la empresa hasta la puerta de mi casa, una cancela antigua y desvencijada que daba acceso al jardín. Si alguna vez prefería ir andando, lo hacía por la calle principal, donde siempre había gente. Sin embargo, poco a poco fui abandonando por completo los paseos. Compraba en la ciudad la cena y algo de vino, y pasaba las noches de verano en el jardín, recostado en una silla, leyendo o descansando, a solas con mi barba. Empecé a tranquilizarme, el miedo cedió y empecé a dormir mejor por las noches. Aquel silencio era para mí como la ambrosía, los aromas de los jardines con sus árboles y sus plantas invitaban al sueño, que era profundo y reparador. Un hombre con barba siempre duerme bien.
Sin embargo, una noche a finales del verano desperté de un sueño terrible. Era como si una mano me agarrase con fuerza de la barba. Una vez despierto, me di cuenta de que el tirón no formaba parte del sueño. Me sacaron de la cama y la emprendieron a puñetazos y empujones hasta que quedé tendido boca abajo sobre la alfombrilla de la cama (¡zas!). En la estancia flotaba un aroma intenso, fragante y pesado a la vez. Tenía la cara dolorida y me sentía confuso, no sabía muy bien qué estaba sucediendo. La luz se encendió. Recibí una patada en el trasero y una voz me espetó con claridad:
—¡Arriba!
Nada más. Aturdido, me volví lentamente.
No levanté la vista. Miré los dedos de mis pies y los moví. Luego alcé los ojos. En un sillón, no muy lejos de la cama, vi sentada a mi mujer.
—¡Cerdo! —exclamó al ver que ya me había espabilado del todo.
Me senté y traté de reponerme apoyándome sobre la mesilla de noche. Movía los dedos de los pies y, mientras lo hacía, los observaba.
—¡Deja de jugar con los dedos de los pies! —ordenó ella—. Es absolutamente repugnante.
Pero yo no podía dejar de hacerlo.
—¿Un nuevo perfume…? —pregunté olfateando.
—Deberías conocerlo. Se llama Sortilège, o lo que es lo mismo: Sortilegio. Me lo regalaste en Navidad, pero no lo he abierto hasta ahora. Digo yo que lo probarías antes de comprarlo.
—Naturalmente —mentí.
En aquel momento tenía mucha prisa y había confiado en la recomendación de la dependienta de la perfumería, una de las mejores de la ciudad. Me limité a comentarle cuáles eran los gustos de mi mujer.
—Es un perfume excelente —añadió ella, y luego dijo con voz fuerte y clara—: ¡Arriba! ¡Mañana, la barba fuera!
—No es posible —repliqué yo—. Me dolerá la cara.
Ahora ya había dejado de jugar con los dedos de los pies.
—Entonces pasado mañana. Si la barba se va y me prometes que a partir de ahora te afeitarás todos los días, te dejaré volver a casa.
Se levantó, descorrió una parte de las cortinas y desapareció por la cristalera que daba al jardín. Al momento escuché chirriar aquella cancela antigua y desvencijada.
Accedí a sus deseos. En cuanto la barba desapareció, sentí que recuperaba mis fuerzas. Bueno, al fin y al cabo las había estado ahorrando todas durante más de dos años.