ARTES OSCURAS

El farmacéutico Fellerer vivía en Freising, una noble ciudad de Baviera, donde todos lo conocían por su dominio del arte de la oratoria. Así fue como empezó todo. No era un buen orador, no se puede decir que hubiera nacido con cualidades para ello: era bajo de estatura y sus bracitos eran extremadamente cortos. Analogías con Demóstenes. Nadie sabía exactamente dónde iba a hablar: en la asamblea municipal, en su gremio, tal vez en el ayuntamiento o incluso en Múnich, en el Parlamento. Eso sí, una vez que había empezado su discurso, nadie podía interrumpirlo hasta el final.

En aquella época todavía andaba por Freising el tesorero Loibner, un caballero jubilado que poseía una cajita muy hermosa, dorada por dentro, pensada para llevar rapé, aunque él no la utilizaba para este fin, sino para guardar bombones tan apetitosos y variados como quepa imaginar, desde perlas de chocolate hasta especialidades rellenas. El tesorero solía ofrecérselos a los niños de vez en cuando, también a las hermanas Thoma, dos muchachitas de seis y ocho años; la mayor solía coger la primera perla de chocolate que encontrara, por pequeña que fuera; la más joven escarbaba y revolvía hasta dar con el bombón más grande. Una forma de actuar en la que ya se perfilaban con claridad dos actitudes que iban a convertirse en constantes que marcarían sus vidas.

Anny, que siempre buscaba los dulces más grandes, era una niña con muchas cualidades… Pero ¿para qué exactamente? Eso ya era harina de otro costal. Desde luego, no para tocar el piano. Su hermana mayor solía practicar con Luisl, la hija de Fellerer. En ocasiones escogían una pieza y la interpretaban a cuatro manos. Anny no solía participar y casi era preferible que fuese así, pues no dejaba de molestar e incordiar y, al final, nadie podía tocar el piano.

En cierta ocasión, el farmacéutico viudo se ausentó dejando a las tres niñas solas en la casa. Las pequeñas aprovecharon para explorar a fondo las habitaciones y el jardín. No dejaron nada por revisar, a excepción de la farmacia y el laboratorio, cerrados con llave por el meticuloso licenciado. Anny, con su espíritu pionero, fue guiando a las otras dos desde el cenador del jardín hasta el desván de la casa.

Fue allí donde se encontraron con una sorpresa, sobre todo la mayor de las hermanas Thoma, pues Luisl, la hija de Fellerer, sabía perfectamente de qué se trataba. Anny se escabulló y, cuando menos lo esperaban, apareció de nuevo llevando unos brazos negros y largos, como los de un gigante, casi más grandes que ella. Los sostenía con sus manos y los movía como si fueran alas.

Eran los brazos que utilizaba el farmacéutico cuando tenía que dar un discurso. El artilugio estaba formado por dos mangas negras, abiertas por detrás, para que uno pudiera deslizar los brazos dentro y ajustarlas con gomas a la espalda. Por delante sobresalían unas manos blancas, brillantes, que hubieran pasado perfectamente por unas de carne y hueso, pues debían de haber sido modeladas con un material especial (¿tal vez porcelana?). Dentro de las mangas había dos listones de madera sobre los que se habían fijado las manos. Manipulando los listones se podían realizar gestos amplios, poderosos, bien medidos, como los que debe hacer un orador, y para lo cuales los bracitos del farmacéutico Fellerer resultaban demasiado cortos.

Luisl les explicó a sus amigas la finalidad de aquel artefacto. La traviesa Anny se puso un birrete negro y luego se colocó las mangas. Nadie le pudo impedir que bajase del desván, entrase en una de las habitaciones de la parte delantera de la casa y se acercase a uno de los amplios ventanales que daban a la calle. Sus amigas intentaron disuadirla, pero ella les dio con la puerta en las narices y echó la llave.

Las niñas llamaron, pero nadie las atendió. Escucharon con atención, pero dentro no se oía nada y la puerta tampoco se abrió. Al cabo de un rato decidieron salir a la calle y llamar desde allí a Anny. La habitación estaba en la primera planta y el ventanal estaba abierto. Tal vez pudieran convencerla de que les abriera.

La puerta de la casa estaba rodeada por un nutrido grupo de gente. No era lo habitual, pues la calle estaba apartada y solía ser bastante tranquila. Unas quince personas, en absoluto silencio y con gesto serio, miraban hacia el ventanal del primer piso, desde el que Anny daba un discurso a los que allí se habían reunido. Las palabras eran lo de menos. Lo importante eran los gestos que hacía con aquellos brazos negros entre los cuales sobresalía el birrete, inclinado sobre la frente de la muchachita, pues, como es natural, le quedaba demasiado grande. Sus movimientos eran enérgicos. Al principio elevó los brazos hacia el cielo, luego los sacudió con vehemencia, más tarde los dejó caer como si fuese a impartir una bendición, entonces levantó el brazo derecho tan alto como pudo, apasionadamente, y, por fin, extendió los dos con las palmas de las manos hacia arriba con un gesto de entrega generosa.

El farmacéutico regresó a su casa. Al principio nadie reparó en él, pero luego las miradas de todos se clavaron en su persona. El disgusto era palpable. No eran pocos los que lo creían allí arriba, en el ventanal. La situación aún se habría podido reconducir por una vía serena, pacífica, pues hasta ese momento nadie había dicho nada. Sin embargo, en ese preciso instante resonaron unas palabras que llenaron el vacío. Aquellos largos brazos empezaron a moverse de nuevo de una manera más que elocuente, gestos que anunciaban la desgracia.

—Señor licenciado —se oyó decir—, ¿por qué se sirve usted de artes tan oscuras?

Aquellas palabras cayeron sobre la gente como las hojas que caen en otoño, cubriendo el horizonte hasta donde llega la vista, penetrando en lo más hondo de su ser. Eran las primeras palabras que escuchaban, las primeras que rompían aquel silencio. Parecía que hubieran caído por un tubo vertical que se hubiera abierto de repente, un túnel que atravesaba el límite de lo racional y se hundía en lo más tenebroso de nuestro ser. En los castillos antiguos hay pozos que llegan a tener más de cien metros de profundidad. El castellano suele invitar a los visitantes a que miren por el brocal de piedra y lanza dentro una hoja de periódico ardiendo. Es como si un disparo atravesase las tinieblas; alrededor de la llama que cae se abre un abismo de oscuridad infinita.

Eso fue exactamente lo que ocurrió aquí. Aquellas palabras se convirtieron en una luz que primero creaba y luego iluminaba las tinieblas en las que caía. La reunión se disolvió (Anny recibiría más tarde un par de bofetadas), y cada cual se llevó a su casa un trocito de aquellas palabras, que quedaron unidas al nombre del farmacéutico para siempre. Volvió a hablar en el ayuntamiento, donde no se le recibió con tanta frialdad como extrañeza. Aquel fue el último discurso del licenciado y lo pronunció sin brazos artificiales.