Abajo, en el valle, junto a un pequeño arroyo, tenían una especie de pabellón de verano. Arriba, subiendo una ladera llena de árboles frutales, estaba la casa. El caminito que unía los dos puntos tenía algunos escalones en determinados tramos. Lea, viuda, de cuarenta y cinco años, dormía arriba; el señor Von W., de cincuenta y ocho, abajo. Se suponía que estaban prometidos, aunque nadie lo hubiera dicho viendo cómo actuaban. Más que la viudedad de Lea, el dato fundamental para comprender su compromiso está en el hecho de que el señor Von W. había perdido a su madre dos años atrás y, con ella, a la única persona que podía escuchar sus quejas cuando sufría, como los demás, por los altibajos de la vida o cuando alguien le hacía daño, aunque esto último no solía pasar, pues era el director de una gran empresa, y en un puesto como ése es difícil que a uno le hagan daño. Aunque la verdad es que terminarían haciéndoselo, por ejemplo, aquel mismo día. Era una mañana de verano, domingo, todavía no habían dado las seis y ya se había levantado. El pabellón que ocupaba tenía una cama muy confortable, y además las paredes, todas de madera, sólo llegaban hasta un metro de altura; a partir de allí, y hasta el techo, había grandes ventanales de cristal, que daban una extraordinaria claridad a la pequeña vivienda. La noche anterior, Lea había bajado a ver si el candelabro tenía suficientes velas. También había traído una garrafa con agua fresca y un vaso. Comprobó que el aguamanil del tocador estuviera lleno y luego se marchó. Era una mujer alta, hermosa, exuberante. Se reprochaba en secreto su falta de decisión. Estaba dejándose arrastrar a un matrimonio por el que no sentía ninguna ilusión. En el fondo, le parecía imposible, no lograba imaginárselo. Subió por la escalera respirando el aire denso de aquella noche de verano en el que se mezclaba el aroma de las plantas que crecían junto a los frutales de la ladera. También él se sentía encerrado en un círculo del que no podía salir. Nada era lo suficientemente débil, nada lo suficientemente fuerte para sacarlo por una tangente que le permitiera escapar. Cada fin de semana volvía al mismo punto y se encerraba en la casa de cristal al fondo del valle. Todo aquello —en primer lugar, su propio comportamiento— le resultaba increíblemente molesto. Al final, cada sábado se subía en su coche y conducía hasta aquí. Sin embargo, en el momento decisivo no se atrevía a dar ningún paso, prefería no «aventurarse» (¡ésa era la palabra que utilizaba!), sí, era lo mejor, que todo siguiera abierto, como hasta entonces. Le pesaba, pero ¿quién habría querido escuchar sus quejas, sus lamentos? Como ya se ha dicho, esa mañana se había levantado cuando ni siquiera eran las seis. Se dirigió al tocador para su toilette. No tenía la menor intención de zambullirse en el arroyo y dejar que el sol de la mañana lo secara. Hacía mucho tiempo que el sol caldeaba el fondo de aquel solitario y aromático valle. El rumor del arroyo, impetuoso, vibrante, resonaba con fuerza, con mucha más fuerza que en pleno día. El calor empezaba a difundir un aroma suave, especiado. El follaje de los bosques que cubrían las crestas de las colinas más o menos lejanas parecía deshacerse en el horizonte como si fuera espuma. Tal vez tuviera que ver con aquel aroma, tal vez fuera culpa de su estómago vacío —no habría estado bien que hubiese subido a desayunar antes de las ocho y media—, el hecho es que empezó a sentirse mal. Abandonó su casa de cristal, atravesó el prado y llegó hasta el arroyo. Sin embargo, en contra de lo que había previsto, aquel paseo al aire libre sólo sirvió para aumentar aún más su malestar. Regresó rápidamente al pabellón, se sentó en una mesita y se puso a mirar por los ventanales con la cara desvaída y el gesto serio, vigilante, como si esperase alguna amenaza procedente del exterior. No era sí. La auténtica amenaza procedía del interior. El señor Von W. vomitó sobre la mesa. Ni siquiera tuvo tiempo de levantarse y salir. En los escasos desechos que tenía ahora delante de sí —por la noche sólo había querido cenar una sopa— destacaba una especie de filamento. No había duda alguna, se trataba de un gusano. Estaba a un lado del vómito, era pálido y, como es lógico, estaba muerto. Apenas medía un palmo: Ascaris lumbricoides. Aunque lo normal es que aparezca en niños, no en adultos. Además, rara vez sale per os, la mayoría de las veces lo hace per rectum. El señor Von W. lo sabía perfectamente, pero esto no le tranquilizaba, desde luego. La situación era muy enojosa, pero no tanto como para obligarle a actuar. Lo normal es que hubiera cogido el periódico que tenía al lado y lo hubiera aprovechado para limpiar la mesa. En unos minutos, la causa de su malestar —ahora ya estaba clara— habría desaparecido en el arroyo. Es la forma en que cualquier hombre habría resuelto el problema. ¡Pero no! Tenía que mostrárselo a Lea. ¿A quién iba a quejarse si no? De modo que tomó el papel de periódico, un poco de agua y, torciendo el gesto, limpió la mesa lo mejor que pudo (con muy poca habilidad, para ser francos). Luego envolvió al culpable de su malestar en otra hoja de periódico para poder llevarlo a la casa. Ya habían dado las ocho y media, podía subir a desayunar. Lea consoló al señor Von W. lo mejor que pudo y le pidió que tirara inmediatamente el corpus delicti al desagüe. Cuando todo hubo pasado, pensó con horror en la actitud de su prometido. Esa mañana, en aquel lugar, se dio cuenta de quién era en realidad y no, como ocurre la mayoría de las veces, después de años de matrimonio. Es obvio que la boda nunca llegó a celebrarse.