EL OGRO

La noche en que el ogro entró en el restaurante se produjo un atropello en un cruce cercano. El tipo llevaba dos horas comiendo y el local estaba a punto de cerrar. La víctima, un hombre mayor, cuya identidad sigue siendo una incógnita, resultó muerto. El ogro se presentó hacia las ocho y media, sus ojos fulguraban, su enorme cuerpo, plantado delante de la puerta, impedía que entrara el aire. Observó el ambiente, mientras se mordía el labio inferior; daba la impresión de que los colmillos eran más largos que el resto de sus dientes; y lo eran, no nos engañábamos. Entonces el ogro se dirigió a una mesa grande que no estaba ocupada, se sentó en un extremo y empezó a comer. Entre el sexto y el octavo plato, la factura ascendía ya a mil marcos y el viejo camarero jefe tuvo que enviar a una muchacha de la cocina a buscar cambio al otro lado de la calle. Al final de la noche, el ogro tuvo que pagar dos mil marcos más, no tanto por su comida como por la de sus invitados. Entre el duodécimo y el decimocuarto plato, la mesa del ogro contaba ya con una docena de comensales, a los que había ido atrayendo con una discreta seña. Con la ayuda del dueño, que había estado pendiente del ogro desde el principio, dispuesto a atender todos sus deseos, acercaron una segunda mesa, en la que fueron acomodando a más de treinta invitados. El dueño del restaurante se encargaba del servicio, pues el viejo camarero había desaparecido, aunque nadie lo echó de menos en medio del opulento banquete (el dueño era el único que sabía exactamente dónde había ido a parar). Hacia las once habían dejado vacía la despensa del restaurante, el ogro se levantó de la mesa y el resto lo imitó. Todos se alejaron tambaleándose pesadamente. Al día siguiente, la policía llamó al dueño del restaurante para que identificase el cadáver del hombre que había sido atropellado, pues alguien había sugerido que tal vez fuese su camarero jefe. El hombre observó el cadáver y confirmó su identidad inmediatamente, aunque no había visto a aquella persona en su vida y sabía que su camarero había sido devorado por el ogro y sus invitados en el curso del banquete que se habían dado la pasada noche. Tres días más tarde, unas treinta personas caminaban detrás del ataúd de un desconocido, cuyo entierro habían decidido costear. El cortejo fúnebre avanzó hacia el cementerio con aire abatido. Nadie podía decir exactamente cuál era su responsabilidad en la muerte de aquel hombre. Visto desde fuera parecía un auténtico duelo. Ni que decir tiene que el dueño del restaurante acudió como los demás, vestido de negro.