El orgullo del portero se inflaba. Siempre ocurría lo mismo cuando salía a inspeccionar sus dominios, pasando por delante de las puertas de las viviendas, haciendo que sus pisadas resonaran con fuerza en la escalera.
—¿No sabe saludar? —le dijo al doctor Katona, con el que se cruzó cuando subía y el médico bajaba.
—Iba a preguntarle justo lo mismo, señor Wallauschtschek —comentó el doctor pasando de largo ante él.
Como la pólvora que había puesto el médico en sus palabras se había quedado en la esfera de lo lingüístico, un ámbito sutil, con límites muy claros, la pulla no logró atravesar la costra del portero, que pasó por alto un acto de rebeldía que no podía ser más evidente. Sin hacer caso, siguió subiendo, afianzándose en su poder, mientras el médico descendía por la escalera, hundiéndose en su insignificancia. Los inquilinos se ocultaban detrás de las puertas de sus viviendas, escuchando con los dientes apretados los pasos del portero hasta que se perdieron en el sotabanco. La rabia contenida ejercía tanta presión sobre las puertas de las casas que éstas estaban ligeramente abombadas hacia fuera, aunque el señor Wallauschtschek tampoco había reparado en ese detalle.
Éste fue el motivo de su perdición y de la de su familia. No fue capaz de reconocer los indicios que auguraban la catástrofe que se desencadenó finalmente unos ocho días después de su encuentro con el doctor Katona —aunque no se puede decir que exista una relación directa de causa-efecto entre aquel encuentro y lo que ocurrió más tarde, a no ser que se quiera elevar lo sucedido a un orden superior contemplándolo como un castigo a la hybris de este personaje, que rayaba ya en lo indecente—; la clave estaba en los indicios que, como decía, habían estado a la vista de Wallauschtschek durante todo ese tiempo y que habría podido reconocer si hubiera prestado atención a las puertas de las viviendas que se abombaban cada vez más. Saltaba a la vista. Más que abombarse, se curvaban. Cualquiera que lo hubiera visto se habría quedado asombrado pensando cómo los inquilinos eran capaces de abrir y cerrar unas puertas tan deformadas. Cuando la madera cedió a la presión y al peso de la rabia, las puertas saltaron hechas astillas, prácticamente al mismo tiempo en todas las plantas. Sin nada que lo contuviera, un torrente de inquilinos bajó por la escalera y entró en la vivienda del portero lanzando gritos de rabia, elevando sus voces desgarradoras, exhibiendo gestos amenazadores.
Antes del asalto, la tropa de vecinos se había armado convenientemente: cepillos de cerdas duras, jabón de sosa y trapos para fregar, a lo que hay que añadir quince cubos con todo tipo de soluciones desodorantes y desinfectantes.
El conserje se desmayó (algo completamente insólito en este tipo de personas), aunque no del susto, sino a consecuencia de dos bofetadas que alguien le propinó y que hubieran servido para desencajarle la mandíbula a un elefante. Se las dio un hombre de sólida formación intelectual: nuestro doctor Katona. Nadie habría pensado que pudiera llegar tan lejos, pero ya no soportaba los abusos del portero. Cogieron a la suegra de Wallauschtschek, que chillaba como una rata, y la arrojaron a la calle. El cuerpo de la anciana mujer describió un arco en el aire y fue a aterrizar en el centro de la calle, en medio de un charco que se había formado con la nieve derretida. Se quedó allí sentada, atronando a todos con sus chillidos. Luego fueron a por la portera, la sacaron a empujones y la tiraron por una ventana que daba al patio de luces.
Fue entonces cuando se manifestó el verdadero motivo por el que los vecinos se habían arrojado a tal desmán, un acto atroz, propio de bárbaros. Últimamente, la pestilencia propia de cualquier portero, los efluvios que emanan de su morada (la ciencia lo denomina foetor conciergicus), se habían extendido por toda la comunidad de vecinos, seguramente por la falta de ventilación… Algunos pensaban que la fuente del foetor c. se encontraba concretamente en la cocina del conserje, donde se preparaban platos inimaginables, ausentes por completo de la mesa de sus contemporáneos. El foetor había ido aumentando poco a poco, se filtró por la escalera, ascendió por el patio de luces y acabó instalándose en las viviendas de todos los inquilinos. Era un olor mortificante que no les dejaba vivir. Hay que señalar que no siempre se percibía con la misma intensidad; se presentaba en oleadas, lo que reforzaba aún más su efecto. En cuanto la portería registraba mayor actividad, la pestilencia se apoderaba de todo el edificio. Es probable que empleando los instrumentos de medición adecuados hubiéramos podido detectar una curvatura en la puerta de las viviendas mucho antes de que el doctor Katona y el señor Wallauschtschek se encontraran en la escalera. No hay nada que agite tanto la rabia como los olores.
Después de apoderarse de la portería, los vecinos se pusieron manos a la obra con todo lo que habían traído. En un abrir y cerrar de ojos sacaron todos los muebles al corredor y luego, cubo a cubo, fueron abriéndose paso a través de las turbias estancias. Mientras las escobas y los trapos atacaban la portería, los cepillos y el jabón se empleaban a fondo con los muebles que estaban fuera. Todo sucedió a la velocidad del rayo, en completo silencio, una acción combinada que esparcía por todo el edificio un penetrante olor a fenol. La policía no tardó en llegar —de eso se encargó la suegra, que seguía aullando en la calle como si fuera una sirena—, pero no encontró a nadie en el lugar. Los vecinos volvían a estar detrás de sus puertas lisas e igualadas, sin el menor abombamiento.
Las actuaciones policiales y judiciales (incluso el doctor Katona fue llamado a declarar por aquel bofetón que habría tumbado a un elefante) no afectaron a los inquilinos, sino al dueño del inmueble, que vivía en otra parte y asistió impasible a todo el proceso. Eso sí, no quería ni oír hablar de la familia Wallauschtschek. Se negó a devolverles su puesto y mucho menos su vivienda. Aunque la poderosa Unión de Porteros de Viena, que entonces era aún una especie de sociedad secreta, sin cobertura jurídica, presionó al propietario empleando todos los recursos que tenía a su alcance, incluso las amenazas, no sirvió de nada: los Wallauschtschek tuvieron que dejar la casa. La vecindad se libró de ellos (en aquel momento todavía era posible que ocurriera algo así). La firmeza de aquel caballero sirvió para doblegar la soberbia de los porteros vieneses. De este modo, los habitantes de la ciudad pudieron vivir tranquilos durante cincuenta años, pues no se registró ningún otro altercado hasta 1907 en una casa de vecinos en las afueras de Hernal.