En abril del año 1923, un hombre alto y fuerte, realmente atlético, iba caminando pensativo y cabizbajo por la Leopoldstrasse de Múnich, cuando recibió de improviso dos fuertes y sonoras bofetadas. Se las había dado un hombrecillo tan bajo que casi tuvo que saltar para alcanzarle. Parecía un enano, con una cara escuálida y un aspecto deplorable. El enojo del abofeteado, que tenía pinta de gigante bondadoso, se disipó como el humo cuando vio a aquel mequetrefe. Se inclinó hacia él y, como vio que se trataba de un anciano, se limitó a decirle:
—¡Pero, bueno! ¿A qué viene eso?
Sin embargo, el canijo se estiró todo lo que pudo, apretó la boca y le escupió con todas sus fuerzas en medio de la cara, aprovechando que ahora estaba a su altura. El salivazo colmó la paciencia del gigante, que agarró al enano por el pescuezo y lo levantó para observarlo más de cerca. Aquel ser colgaba sin fuerzas de su mano, igual que les pasa a los gatos cuando se los coge por el cuello, e incluso dejó escapar un maullido lastimero. Al hombre alto y fuerte le pareció que ya había perdido bastante tiempo con aquel bobo y arrojó a la criatura por encima de la verja del jardín de una residencia particular, donde aterrizó junto a un seto de arbustos.
El pequeño tormento (pues eso es lo que era) se levantó de un salto y entró corriendo en la casa. Un tormento es una criatura pequeña e inflada como una bolsa. Algunos —con abundante pelo— han sido vistos cuando cruzaban a toda velocidad por las calles que soportan un tráfico más intenso, esquivando los coches como si fueran rayos y, algunas veces, pasando por debajo de ellos, deslizándose entre las ruedas.
La casa en la que se metió pertenecía a la familia Pepélka (en Múnich se pronuncia Pepélka). El tormento consiguió introducirse en el corazón de su hogar con tanto éxito que, tres semanas después, todos los miembros de la familia se habían peleado entre sí; no sólo eso, las disputas habían llegado a tal punto que se abofeteaban, se escupían y la emprendían a patadas unos con otros a las primeras de cambio. Todos estaban de uñas. Sin embargo, a nadie se le ocurrió pensar que toda la violencia que vivía la familia se podía arreglar de inmediato y para siempre poniendo al tormento de patitas en la calle, arrojándolo por encima de la verja del jardín. El problema es que ahora tenía un puesto seguro; hacía tiempo que se había convertido en portero de la casa. Su llegada —cuando aquel gigante lo arrojó por encima de la valla— había pasado desapercibida y pronto quedó olvidada. A partir de entonces, aquellos desdichados vivieron un auténtico calvario que duró años y años, un tiempo interminable en el que la casa rezumaba veneno, bilis y hostilidad.