El padre de la familia de refugiados atravesó el jardín de la fonda con los hombros encrespados por la indignación y entró en el establecimiento. En aquellos momentos necesitaba infundirse ánimo para pensar cómo iba a salir adelante y cómo iba a ocuparse de su familia. En la fonda encontró al tratante de ganado, que sólo venía una vez al mes y que como siempre estaba armando bulla. El tabernero se acercó a su nuevo cliente pensativo y disgustado, y le hizo una seña. Era como si quisiera darle a entender que no tenía de qué preocuparse, que al final todo saldría bien, que aquello iba a merecer la pena. El tipo no comprendió lo que quería decirle con aquella seña, que, desde luego, no se le escapó al tratante de ganado. A partir de ese momento empezó a prestar más atención al desconocido, cuya rabia parecía crecer por momentos mientras le daba vueltas a la cabeza. El padre de la familia de refugiados había ido allí por la cerveza. Después del séptimo vaso, notó la presión de las burbujas, que le forzaron a mascullar algo entre dientes. Al instante, el vaso de cerveza del tratante de ganado chocaba contra la pared, justo a su lado, y se hacía pedazos con un gran estampido. El tipo no pudo contener su rabia y se echó como una tarántula sobre él, pero aquellas manos acostumbradas a los bueyes le arrancaron el vaso de cerveza con el que pretendía sacudirle, y mientras el tabernero, que no lograba separar a los dos hombres que habían llegado a las manos, seguía haciéndole señas en secreto, el tratante cogió al pobre desventurado y empezó a usarlo como balón de fútbol. Éste gritaba con todas sus fuerzas llamando a la policía. En esto, el tabernero se colocó entre ambos y le dijo al tratante de ganado que ya era hora de que cumpliera con su obligación, como siempre había hecho cuando se divertía con un cliente. El tratante de ganado se acercó al borracho desconocido —borrachos estaban los dos—, sacó de su billetero tres billetes arrugados de cien y se los tiró a la cara. El tabernero ya había dejado de hacer señas, se plantó delante del fanfarrón y le exigió que compensara como es debido a aquel cliente que él había puesto a su disposición. El tratante de ganado le arrojó otros dos billetes de cien, y entonces el tabernero se dirigió abiertamente al padre de la familia de refugiados, se aseguró de que guardaba todo el dinero y le pidió que se marchase de allí de inmediato, aunque tuvo que llevarlo prácticamente a rastras hasta la puerta. Cuando el padre llegó a casa, encontró a su mujer tan atareada como siempre.
—Hoy he estado pensando en muchas cosas —le dijo.
Ella lo miró con tristeza.
—Y creo que al final ha merecido la pena —añadió él poniendo los cinco billetes de cien sobre la mesa de la cocina uno al lado de otro.
—¡Oh! ¿Qué haría yo si no te tuviera?
«Es verdad, ¿qué haría si no me tuviera?», pensó él, conmovido.
Su desvergüenza había llegado al último extremo, había alcanzado su punto álgido. Una desvergüenza profunda, íntima, escondida en lo más hondo de su alma, el único lugar donde aún era posible albergarla.