Por culpa de una anciana dama con un perrito, que había acudido a la ventanilla de correos para realizar unos trámites y estaba retrasando a todos con su parsimonia, sucumbió a un ataque de ira irrefrenable y, como el respeto a la ancianidad le impedía cometer ningún desmán contra la señora, el acusado sacó una pesada porra con revestimiento de hierro, que acostumbraba a llevar siempre consigo para servirse de ella en caso necesario, y golpeó con fuerza la fachada de la casa que se encontraba enfrente provocando daños en tres viviendas e hiriendo a seis personas, cuyas lesiones, aunque de escasa gravedad, requirieron atención médica.
—¿Cuándo recibieron la notificación?
—Hacia las once y media.
—¿Dijeron algo? ¿Mostraron ira?
—No. No dijeron ni una palabra. Es más, ni pestañearon. Tampoco me pareció que mostraran ningún sentimiento en particular.
—¿Y después? ¿No ocurrió nada más?
—Sí. Hacia las seis de la tarde salieron todos en tropel del edificio y empezaron a golpear a la gente sin miramientos. Molían a palos a todo el que pillaban. Todo el mundo corría, sólo querían escapar de allí para que no los cogieran y los zurraran…
—¿Y a qué tipo de personas agredían?
—No se puede hablar de un tipo de persona en particular. La tomaban con todo el que acertaba a pasar por allí. Recuerdo a un hombre mayor, de baja estatura. Le dieron una patada y cayó de bruces sobre una rejilla del alcantarillado. Fue terrible.
—¿Y qué decía exactamente la notificación que recibieron a las once y media?
—Eso no lo sé.
Me dio mucha rabia ver que el dentista tenía un aspecto completamente distinto del que cabía imaginar atendiendo a su apellido. Como es obvio, un Bodorenko tiene que tener una cara delgada, un semblante sombrío. En lugar de ello, me encontré con un tipo con la jeta más redonda que la de un cochinillo y más pálida que la luz de la luna. Bajé corriendo los dos pisos de escaleras. Al llegar al portal, mi ira había crecido hasta tal punto que necesitaba con urgencia algo contra lo que descargarla. Empecé a buscarlo a mi alrededor. En ello estaba, cuando vi que la portera tenía entreabierta la puerta de la cocina. El suelo era de piedra. Salí inmediatamente y fui directo a una tienda de menaje que había visto al venir. Regresé y rompí tres platos tirándolos con todas mis fuerzas. Al momento pude oír la voz de una mujer que maldecía. Un mozalbete lloriqueaba tratando de defender su inocencia. No tardé en escuchar dos sonoras bofetadas, a las que siguieron llantos y quejas. Aproveché para deslizarme por la puerta y salir de nuevo a la calle. Mi ira se había disipado como si fuera humo. Me alejé caminado por la calle, alegre y contento, de un humor excelente.
Fue el comportamiento de una tetera lo que reforzó mi inquebrantable convicción de que sólo si mostraba el valor y el coraje suficientes y estaba dispuesto a destruir sin dudarlo los enseres de mi vivienda conseguiría conjurar la maldad de los objetos que me rodeaban disuadiéndolos de agredirme por una larga temporada. Aquella tetera, que tenía desde hacía siete años, me sorprendió una mañana mordiéndome el pie izquierdo —protegido únicamente con una modesta zapatilla de andar por casa—, justo cuando acababa de retirarla del fuego y salía de la cocina. Para darme el mordisco le bastó con estirar el pico y derramar unas cuantas gotas de té hirviendo. Por fortuna, me mantuve firme y no vacilé a pesar del dolor. La aparté de mí con cuidado y volví a calentar agua sobre la llama de gas de la cocina. Busqué una bolsita de té y la coloqué dentro de otra jarra de porcelana. En cuanto a la tetera que me había mordido, tiré la infusión recién hecha y, una vez vacía, la enfrié sin contemplaciones. Por último, me coloqué delante de un cuadro, con su marco y su cristal, del que sospechaba, porque había estado mirándome de reojo como si se alegrara de lo que me había pasado, y era muy probable que se hubiera puesto de acuerdo con la tetera que me había mordido. Agarré a la culpable, me puse a unos cuatro metros de distancia del cuadro y la lancé contra él con un poderoso giro de caderas, como si fuera un disco. Dejé los cuerpos tirados en el mismo lugar donde habían caído y no los recogí hasta pasadas cuatro horas. Cuando la lancé, dejó escapar un leve quejido, ¿una amenaza? Sin embargo, no me cabe duda de que la multitud de ojitos saltones que me observaban desde todos los ángulos de la habitación habían tomado buena nota de lo ocurrido. Les había demostrado que no me asustaba adoptar medidas drásticas. Durante prácticamente un año estuve a salvo de todas sus trampas y ardides, los objetos que había en aquella estancia se guardaron mucho de morderme, intrigar o conjurarse contra mí. Al cabo de ese tiempo, mi maquinilla de afeitar se atrevió a tirarme de la oreja derecha, pero fue un hecho excepcional, sin relación alguna con el caso que acabo de referir.
Después de recibir la noticia, tuvo un ataque de rabia antológico. Saltó contra la pared impulsándose con las dos piernas al mismo tiempo, hasta una altura de un metro más o menos, y se estampó contra un pequeño cuadro alargado que colgaba de ella, con su marco y su cristal. Después de impactar contra la pared y destrozar la pintura, cayó de espaldas sobre la alfombra agitándose convulsamente. Luego consiguió ponerse de pie y empezó a dar gritos desaforados. La fatalidad quiso que en ese instante apareciese el repartidor de la librería de enfrente con algunos volúmenes que le había encargado. En cuanto lo vio, le soltó un par de bofetadas. Fueron tan espantosas que el joven estuvo a punto de caer escaleras abajo. Cuando aquel loco furioso iba a precipitarse de nuevo sobre él para rematarlo, sufrió un ataque al corazón y murió en el acto, en el descansillo de la escalera. Los gritos habían alertado a la gente, que acudía de todas partes. Todos rodearon al pobre desgraciado que acababa de morir con tanto escándalo. Entre los presentes estaba el chico del librero, que tenía la cara hinchada como una calabaza. Sobre la alfombra quedó tirada una carta, que seguramente explicara la razón de su muerte. Gracias a ella quedó claro que el librero no había tenido nada que ver. Lo que ocurrió es la prueba evidente de que a veces es necesario guardarse hasta de los moribundos.
Por la tarde, cincuenta personas salieron volando por los aires a consecuencia de una explosión de rabia, que también se llevó por delante casi todas las ventanas que había en aquel enorme edificio. La rabia que habían acumulado obedecía a motivos distintos, pero lo que aumentó la presión hasta que al final se hizo insoportable fueron las noticias del viaje espacial. Esta desgraciada coincidencia produjo algo parecido a una deflagración. Inmediatamente después, los que habían salido volando —con las piernas estiradas y los pies por delante, impactando directamente con las suelas de sus botas en la cara de quienes se cruzaban en su trayectoria— empezaron a provocar disturbios tanto en los alrededores del edificio como en el resto del barrio. Allá donde aparecían, bien fuera en la calle o en tiendas y comercios, en un puesto de fruta o en un quiosco, se enzarzaban con el primero que encontraban, cliente o encargado. Cuando la gente llegó al lugar de la explosión, no pudo entrar en la casa: la puerta estaba atrancada y el portero había salido volando igual que los demás por una ventana de la vivienda de la portería, donde se había acumulado una enorme presión. Según parece, en ese momento estaba con los que provocaban tumultos en las calles más alejadas. Salvando los marcos de las ventanas, arrancados de cuajo, el edificio no sufrió mayores daños.
Dedicado a Hilde Spiel
Cuando llegó a Salzburgo y se enteró de quién era la dama a la que íbamos a visitar —se llamaba Odelette Pehembaur—, montó en cólera. Era una cólera primitiva, insondable, que no dejaría de tener serias consecuencias. En efecto, después de que nuestra anfitriona nos recibiera en su casa, mientras la acompañábamos a sus aposentos, pasamos por un par de salones de cuyas paredes colgaban algunos cuadros sobre los que llamó nuestra atención. Entonces él tomó la palabra, y en un tono áspero, utilizando curiosamente el francés, declaró que no le sorprendía ver semejantes mamotretos en las paredes de una casa decorada con tan mal gusto. No contento con ello, añadió que los libros que veía por allí (señaló a una librería con puertas de cristal) tampoco decían mucho de su inteligencia. Lo llevamos a un lado con la intención de sacarlo de la casa, algo a lo que él no se opuso, mientras le reprochábamos con dureza su desvergonzado comportamiento. Todo se resolvió discretamente, no se oyó una voz más alta que otra. Mientras lo llevábamos en volandas a la puerta de la casa, colmó la medida de nuestra paciencia dándole un florín al sirviente que aguardaba en el recibidor vestido con una librea. El hombre se lo agradeció haciendo una profunda reverencia. Poco después se servía el desayuno, que transcurrió sin incidencias.
La hija de uno de mis amigos, que tenía una niña, vino a visitarme una tarde. La pequeña había estado en el Prater y se trajo de allí una bolsa llena de espléndidas castañas. En otoño se encuentran a montones por los caminos y también por la avenida principal. Caen de los árboles y luego pierden la envoltura de púas que las protege. Todo empezó con aquella bolsa. A la mañana siguiente me la encontré abandonada sobre la cómoda de mi cuarto. Como es natural, ya se me había olvidado de dónde salía y quién la había traído. Cuando fui a retirarla, las castañas se cayeron al suelo y se dispersaron por toda la habitación. Al tratar de recogerlas, pisé sobre una, resbalé y caí de bruces al suelo. Conseguí levantarme y salí hacia el baño. Había dejado la esponja sobre dos toalleros niquelados, porque estaba completamente empapada y quería que se escurriera. Me metí en el agua y levanté la vista para localizarla. En ese momento me cayó en plena cara de la forma más grosera. La oscuridad se cernía sobre mí. Sin embargo, mantuve la calma y traté de quitar hierro al asunto. Acabé mi toilette y luego confeccioné un cartel para colgarlo con chinchetas en la puerta de la entradita que daba acceso a la primera de mis dos habitaciones:
¡Se aconseja no pasar!
¡UNA FUERZA DIABÓLICA
se ha apoderado de este cuarto!
Dejé la puerta entreabierta, sólo una rendija, para que mi amigo, el abuelo de la muchachita de las castañas, al que esperaba para las diez, pudiera entrar directamente. Él aún no lo sabía, pero se acercaba al borde de un abismo.
Para dar un giro a los acontecimientos iba a necesitar toda mi habilidad. Coloqué la bolsa de castañas sobre la rendija de la puerta en la que había puesto el cartel y la esponja empapada, sobre la que separaba mis dos habitaciones. Él llegó puntualmente, no se dejó intimidar por el cartel, al contrario, entró muy decidido a ver qué pasaba. La bolsa y la esponja cayeron sobre el pobre desventurado. Las castañas repiquetearon por el suelo y la esponja chorreó sobre su calva. Andando el tiempo, me contó que aquel día yo estaba sentado al fondo de mi cuarto, en el último rincón, los ojos se me salían de las órbitas y mi cuerpo llamaba mucho la atención, porque parecía haber encogido.