LA ALONDRA

Una franja de cielo de un color azul intenso discurre a lo largo de una callejuela de las afueras de la ciudad recordándonos lo lejos que quedan las colinas y los bosques, representados aquí por dos árboles dorados que se alzan en un patio que se abre a la mirada de quienes pasan ante él, justo al contrario de lo que ocurre con las fachadas grises de las casas encerradas en sí mismas. En la ciudad, el otoño absorbe y tira de uno en todas las direcciones. Algunas veces se convierte en una especie de amenaza. El año inicia su declive y, al mismo tiempo, por terrible que parezca, cobra esplendor, se reviste de hermosura. Es precisamente en otoño, y no sólo en primavera, como suele creer la gente, cuando nos volvemos más impulsivos e imprevisibles. Nos aislamos, nos encerramos y, tal vez por ello, valoramos aún más la libertad. Es lo que le ocurre a Mary. Está buscando una manera de mitigar el dolor que siente en lo más hondo de su ser. Hoy quiere hacer algo bueno, porque ayer hizo algo malo. La verdad es que tampoco fue tan grave, cometió un error inocente, tuvo un tropiezo, dio un faux-pas. Estaba hablando con una amiga de su madre a la que conocía desde que era una niña y de la que siempre había pensado que era una estúpida. En un momento de la conversación, se descolgó con una inconveniencia que molestó enormemente a la mujer. A todo esto, hay que decir que, en más de una ocasión, su propia madre había coincidido con ella en que aquella señora era una verdadera estúpida…

«Lo político supone la anulación más extrema e infame del hombre». Sólo hacía un par de días que su marido había descubierto esta frase de Franz Blei leyendo la autobiografía del escritor. La cita les gustó mucho a ambos. Pues bien, la estúpida conversación que había mantenido con aquella mujer igualmente estúpida giraba alrededor de la política. Sin embargo, en aquel momento la cita no le sugería nada en absoluto. ¿Qué es lo que la había llevado a actuar así? ¡Ni siquiera se había dado cuenta del error que cometía…! Por eso ahora necesitaba hacer algo bueno. Se apresuró a salir al encuentro de un caballero, una especie de árbol caído, que venía cojeando y dando tumbos, dispuesta a hacer un generoso donativo para los pobres tullidos. ¡¿Qué extraño sortilegio la impulsó entonces a cambiar su actitud de una forma tan radical?! ¡Si ayer había faltado a una anciana dama, hoy ofendía doblemente a aquel pobre hombre! El «¡no!» que profirió en cuanto el impedido se acercó a ella y que repitió una y otra vez no era una palabra, era un grito, el grito de alguien que se siente herido. Él levantó los brazos para defenderse de su cólera y se alejó tan rápido como pudo, moviéndose convulsamente, con sus miembros torcidos. Después de alejarse unos diez metros, todavía seguía con los brazos levantados. En aquel preciso instante, Mary escuchó la alondra. Todavía estaba muy lejos de saber que era una alondra. Lo que notó fue un sonido vibrante, aunque amortiguado, que le llegaba por el oído izquierdo. Algo arañaba, golpeaba y aleteaba cerca de ella. Volvió la cabeza y vio que estaba al lado de una tienda de animales. El dueño había sacado fuera unas cuantas jaulas con pájaros y las había colgado al sol. Una de estas jaulas, minúscula, fabricada con unas cuantas tablillas, cerrada por delante por barrotes de madera, apenas lograba contener el loco desenfreno de su ocupante, que aleteaba por todos los rincones chocando y dando golpes desesperados contra su prisión. Fue entonces cuando Mary se dio cuenta de que era una alondra. Momentos después abandonaba la tienda con la jaula y el pájaro que acababa de adquirir. Avanzó por la calle, dobló a toda prisa a la izquierda sin saber muy bien adónde ir ni qué hacer, levantando la vista hacia las fachadas de las casas, detrás de la cuales vivían personas que no se metían con nadie… Entonces oyó el tranvía y supo que debía ir a la ciudad, al centro de la ciudad, al Stadtpark, donde podría poner en libertad al ruidoso animal, que cada vez armaba más escándalo y se mostraba más violento. Mary no era consciente del rechazo que iba a despertar en los demás. Un grueso manto de preocupaciones cubría sus sentidos impidiéndole ver la realidad. Sin embargo, al llegar a la parada del tranvía con su pequeña jaula, notó las miradas hostiles de los que como ella esperaban allí. Se cerraban alrededor de su cuerpo como cadenas que la esclavizaban.

—¿Por qué lleva encerrado ahí a ese pobre animal? —preguntó un hombre mayor delante del cual se coló para poder subir la primera al vagón.

Tuvo que sentarse. No podía estar de pie. No por cansancio, sino por la pesada obligación que ella misma había decidido cargar sobre sus hombros. Aún faltaba mucho para alcanzar la meta que se había marcado (el Stadtpark), y ya empezaba a sentir que aquello era superior a sus fuerzas. Detrás de ella entró el caballero que la había interpelado al subir al vagón. Aunque no dijo nada más, la pregunta que le había hecho bastó para tensar una situación ya de por sí complicada. De no haber sido por él, tal vez habría pasado desapercibida. Ahora, sin embargo, todos miraban la ruidosa jaula. Primero fueron un par de personas, luego cinco y al final el vagón entero. ¡Daba igual, debía llegar al Stadtpark!

—¿No se da cuenta de que está maltratando al animal?

—¡¿Por lo menos tendrá en casa una jaula más grande?!

—Una pequeña alondra como ésa no debería vivir en una jaula, sino en la naturaleza, libre, como Dios la creó —dijo alto y claro un señor que llevaba una barba de color trigueño.

¡Cuánta solidaridad despertaba la alondra entre la gente! ¿Por qué no habían ido a quejarse antes al dueño de la tienda de animales? ¿O acaso él poseía algún privilegio especial? Bueno, en cierto modo era el experto y desempeñaba aquella profesión por algo. Estaba dispuesta a responder a todas las preguntas, a explicar cuál era su intención, pero no quería meterse con nadie. Eso sí, la alondra debía ir al Stadtpark. Sin embargo, ya ni siquiera podía hablar. Un momento antes tal vez hubiera sido posible, pero el malentendido había crecido demasiado rápido hasta convertirse en un muro infranqueable. Los pasajeros del vagón habían contribuido eficazmente a su construcción hablando los unos con los otros. Mary era consciente de que ahora no le permitirían tomar la palabra. No quedaba otro remedio. Se apeó.

—Tendríamos que denunciarla a la Sociedad Protectora de Animales. Ellos se encargan de casos así.

No quiso oír más. Cuando ya pensaba que todo había pasado, el problema volvió a plantearse desde el principio. En la parada había un muchachito que iba de la mano de su padre. El pequeño hizo un fugaz comentario:

—¡Mira, papá, ese pobre pajarito quiere salir de la jaula!

El padre clavó su mirada en Mary y la examinó atentamente. Por desgracia, debía de pertenecer a ese tipo de personas a las que no les importa en absoluto meterse con los demás si ello les permite reafirmarse de algún modo. El padre guardó silencio, aunque estaba claro que no aprobaba lo que veía. Comoquiera que sea, Mary debía enlazar aquí con el tranvía que iba hasta el Stadtpark y, por lo tanto, no tenía más remedio que subir de nuevo a un vagón. Sin embargo, su actitud había cambiado, porque esta vez contaba de antemano con lo que luego acabó ocurriendo. El pájaro aleteaba furioso dentro de la jaula. Cuando todavía faltaban dos paradas para llegar al Stadtpark, abandonó el tranvía y continuó a pie. No había podido soportarlo, aunque sabía perfectamente que tendría que haber aguantado allí, con calma, dominándose, conteniéndose. Ahora estaba más tranquila, pero en ese momento no había podido soportar que siguieran metiéndose con ella. Llegó al Kinderpark, la zona infantil del parque. Al ver la arena, los juegos para los niños, los árboles dispersos dorados por el otoño, se dio cuenta de que, para liberar al pájaro, no habría tenido ninguna necesidad de llegar hasta allí: habría podido hacerlo en cuanto salió de la tienda de animales, en un pequeño jardín público rodeado de casas que había allí cerca. También tenía árboles. La alondra habría podido subirse de un salto a cualquiera de ellos y desde allí habría encontrado el camino hasta aquí o hasta cualquier otro sitio. Sintió como si se vinieran abajo las paredes de una caja donde había estado encerrada. Volvía a sentirse libre. Entonces acercó el dedo al cierre de la jaula sin notar la presencia de un muchachito rubio que en ese momento pasaba justo por delante de ella. Una vocecita le suplicaba una y otra vez, casi gimiendo:

—Por favor, se lo pido por favor, ¡si usted ya no lo quiere y va a soltarlo, regáleme a mí el pajarito!

Una vez más se veía ante un niño pequeño.

—¡No! —exclamó ella—. No voy a soltarlo, sólo estaba comprobando que la jaula estuviera bien cerrada.

Estaba decidida a llegar hasta el final, por duro que resultase y pesara a quien pesara. Agarró con fuerza la jaula y continuó su camino. Entró en un sendero que torcía y, al verse sola, entre los arbustos, abrió la jaula. Al principio no sucedió nada. La puerta de la jaula estaba abierta, pero el pájaro seguía dentro. Durante un segundo se mantuvo en completo silencio. Luego, la alondra empezó a trinar con fuerza y al momento surcaba el cielo ascendiendo en línea recta hacia las nubes. Mary la siguió con la mirada. Se sentía confusa, un cúmulo de pensamientos contradictorios nubló su mente, en el fondo tenía la sensación de no estar en el lugar correcto, de haber asumido un papel que no le correspondía, pues era el pájaro que escapaba quien la había liberado a ella de su jaula.