UNA PERSONA DE PORCELANA

Hace poco, en el café, vi a una persona de porcelana. Era tan radiante, pura, tierna y blanca que, al contemplarla, uno se sentía sucio. Fue colocando sobre la mesa, delante de sí, pequeños objetos tan puros como ella: un bolsito, una cajita, un estuche de madera cuidadosamente pulida del que sacó unos minúsculos cigarrillos. Todo en ella era… extraordinario: las piernas y los piececitos eran extraordinariamente coquetos, al igual que la naricita, y también las manos, que movía con sumo mimo y esmero. No se había sentado allí para pasar el rato o por placer: revisaba todas las revistas especializadas en moda y tomaba notas con un lápiz dorado y liso en una libretita que estaba encuadernada en cuero violeta. De vez en cuando hacía algún boceto, reproduciendo con ágiles trazos los modelos de las revistas. Cuando dibujaba, las blancas articulaciones de sus manos brillaban intensamente. Me parecía obvio que aquella labor estaba relacionada con su trabajo y por eso pensé que aquella pequeña deidad del orden y del rigor era modista (es así como se suele llamar a las sastras), seguramente tenía un taller al que acudirían las damas más adineradas de la ciudad para encargarle vestidos que serían como su segunda piel. Pensé que aquella damita de porcelana daría empleo a diez o incluso a catorce aprendizas. Tenía que ganar mucho dinero, no sólo para ella, sino también para sus padres, con quienes vivía. Se preocupaba mucho por ellos, quería que tuvieran una vida agradable, y lo cierto es que no les faltaba de nada, ni siquiera un receptor de radio o cualquier otra cosa que pudiera apetecerles. Por eso estaba sentada allí. Después de cerrar el taller, donde trabajaba mañana y tarde, se pasaba por este café, un establecimiento de lo más «distinguido», y se ponía al corriente de las tendencias en el mundo de la moda. Estudiaba aquel material buscando novedades. Le interesaba saberlo todo, por ejemplo, qué se llevaba esta temporada en París. Por eso, tampoco se preocupaba de lo que ocurría a su alrededor y, desde luego, no se fijaba en los hombres, quienes, en cambio, sí dedicaban cierta atención a la persona de porcelana.

Ése era mi caso. Cuando acabó de repasar las revistas, llamó al camarero, pagó su taza de café (que yo, por mi parte, ya había abonado antes) sacando unas monedas de un diminuto monedero bordado con hilo de plata y se dispuso a marcharse. Yo ya estaba preparado y fui tras ella inmediatamente. El camino nos condujo a las afueras de la ciudad. No iba demasiado lejos, pero habría podido utilizar el tranvía. Sin embargo, no lo hizo, prefirió ahorrarse el billete y fue caminando tranquilamente, gozando de aquella tibia noche de primavera, abriéndose paso entre la gente que llenaba las aceras, pasando de largo ante las rejas de los parques, detrás de las cuales se oía aún el trino de algún pájaro. La luz del crepúsculo se había extinguido por completo. Una niebla de un color azul intenso avanzaba por las callejuelas. Salimos a una amplia plaza. Al otro lado, donde se había puesto el sol, tres bandas de color rojo pálido y amarillo azufre orlaban el horizonte en aquella sombría noche. Estábamos llegando a un barrio bastante más tranquilo y con menos tráfico.

Sólo tuve un instante para observar la parte exterior de la casa. Me pareció vieja. Entré justo detrás de ella, en cuanto oí sus pasos en el zaguán. No había notado que yo la seguía. Ya en la escalera, oí las pisadas de sus diminutos zapatos en lo alto. No sé de dónde saqué fuerzas para llegar tan lejos, sólo sé que en situaciones como ésta uno suele actuar con acierto y las cosas acaban saliendo bien. Vi cerrarse la puerta, pero la suavidad con que se ajustó me dio a entender que el pestillo no había encajado en la cerradura. Parecía que ella no se había dado cuenta. Sus pasos se alejaban. Dentro seguía oscuro. O no tenía luz eléctrica o no hacía uso de ella. Aproveché la circunstancia de que ese día llevaba zapatos con suela de goma para deslizarme por la puerta y pasar al vestíbulo.

En efecto, no tenía luz eléctrica. Al final de un corredor sorprendentemente largo había una vela cuya llama titilaba. En la habitación de al lado se veía arder otra luz. A juzgar por su brillo rutilante, la mujer debía de estar justo en el lado opuesto. Avancé unos doce pasos. Me movía rápidamente, en absoluto silencio. Al llegar, miré a través de la puerta abierta.

Tenía ante mí una estancia bastante grande. Calculé que mediría unos seis metros de lado, de modo que su superficie total debía de rondar los treinta y seis metros cuadrados. Era, por lo tanto, verdaderamente amplia. No había rastro de muebles. El suelo tenía un aspecto sucio y gris, lo mismo que el papel pintado con el que habían revestido las paredes, que se había desprendido y ahora colgaba hecho jirones. En el rincón más apartado, acuclillada en el suelo —no estaba de rodillas, sino en cuclillas, seguramente para no mancharse el vestido—, pude ver a la persona de porcelana. Movía enérgicamente la mano derecha como si estuviera tirando o arrancando algo, no sabría decir qué —no pude ver lo que estaba haciendo, la sombra que proyectaba su cuerpo me lo impedía y, además, mis ojos no se habían acostumbrado aún a la escasa iluminación—, las sacudidas se transmitían a la mano izquierda, con la que sostenía la luz que temblaba con cada nuevo golpe.

En ese momento giró el tronco. No fue más que un cuarto de giro, apenas se había apartado, pero fue suficiente para despejar mi campo de visión. Por fin pude reconocer lo que tenía a su lado. Hasta entonces todos mis esfuerzos por distinguir de qué se trataba habían sido inútiles. La escasa luz que iluminaba la estancia y el temblor de la llama lo hacían imposible. Estaba claro que el objeto en cuestión tenía una envergadura considerable, pero su forma no acababa de definirse. También he de reconocer que no esperaba encontrarme algo así, era absolutamente impensable, si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no se me habría pasado por la imaginación.

En aquel rincón había dos o tres personas tendidas en el suelo. Al principio no estaba seguro de si los muertos —no cabía duda de que se trataba de cadáveres, mi instinto, avezado durante la guerra, no me podía engañar— eran hombres o mujeres, tampoco podía precisar si sólo eran dos o acaso tres las figuras que se adivinaban en la penumbra del rincón, amontonados como un hato de ropa sucia. La persona de porcelana estaba inclinada sobre un hombre, cuyo cuerpo iluminaba el resplandor de la vela. Le había arrancado la camisa dejando el pecho al descubierto. El tórax presentaba una profunda hendidura que empezaba a la altura de las clavículas y llegaba hasta debajo de las costillas falsas. El corte se había realizado con una herramienta aguda, tal vez una macheta como la que usan los carniceros. El cuerpo estaba abierto en canal. La persona de porcelana estaba volcada sobre la cavidad torácica. Manejaba algún instrumento. En este caso no se trataba de un cuchillo de carnicero, sino de un trozo de hierro pesado y contundente, curvado en ambos extremos, un poco arqueado en la parte central, es decir, un gancho de carpintero, una especie de «garfio», como los que se suelen utilizar para colocar las vigas al construir una cabaña de madera. Se servía de aquello para arañar, rasgar, arrancar y despedazar la carne del cadáver que yacía ante ella. Tenía la cabeza inclinada e iba balanceándola de un lado a otro; de vez en cuando, descansaba y luego retomaba su labor, como un buitre carroñero junto a un animal caído.

La fatalidad quiso que aquella imagen, que ahora se mostraba clara y nítida ante mis ojos, despertase en mí otras sensaciones. La primera concernía a mi sentido del olfato; la segunda, a mi oído, pues, de repente, tomé conciencia del completo silencio, de la desolación que reinaba en aquel lugar.

Aún podría decir más. Podría referirme, por ejemplo, al ruido que hacía la mujer maltratando aquel cadáver: golpes violentos, claros, sordos, huecos, húmedos, parecidos a chasquidos. No sólo eso; la persona de porcelana, como pude observar entonces, dejaba escapar pequeños sonidos de vez en cuando: leves suspiros, algún gruñido o chillido del que ella misma sin duda no era consciente.

Traté de mantener la cabeza fría y, después de barajar todas las opciones, llegué a la conclusión de que, ya que la petaca de ginebra que llevaba metida en el bolsillo del abrigo tenía un cierre de goma y no era probable que el tapón chirriara al abrirlo, tenía la posibilidad de sacar aquella botellita en completo silencio —o, por lo menos, con el silencio imprescindible para que aquella mujer, que tan concentrada estaba en su actividad, no advirtiera mi presencia— y, de esta manera, evitar el vómito que se acercaba a mi garganta por momentos. Tampoco quería aventurarme a dar ni un solo paso atrás sin haber tomado un trago de alcohol, pues sentía que cualquier sacudida al andar, aunque fuera mínima, bastaría para dar al traste con el precario equilibrio al que me aferraba para vencer mi repugnancia.

Me llevé la petaca a los labios y el enebro fluyó hasta mi estómago con toda su fuerza original, apaciguándolo. Luego fui retrocediendo paso a paso, con todos los sentidos alerta, me volví y alcancé sin novedad la escalera. Tuve suerte de no chocar con ningún obstáculo mientras atravesaba el corredor y la antesala, aunque, por lo que pude entrever en la semioscuridad, tampoco había ningún mueble.

Una vez en la calle me alejé rápidamente de allí. Tomé el primer metro que pasó y aparecí en otro punto de la ciudad completamente distinto.

Después de subirme al vagón, tomé otro trago de ginebra y saqué un cigarrillo. Ya más tranquilo, descubrí algo verdaderamente asombroso…, la verdadera razón, lo reconozco abiertamente, por la que he decidido contar esta historia.

Me parecía, y no me engañaba, que el inexplicable alivio que sentía entonces no tenía tanto que ver con mi éxito al huir de aquella casa como con la certeza de saber que la persona de porcelana no era quien aparentaba ser… y que sólo yo conocía su auténtica naturaleza: había visto perfectamente cómo actuaba, cómo revolvía en las entrañas de la gente arrancando su carne, despedazándola…, con la cabeza inclinada, concentrada en su trabajo, gruñendo, soltando agudos chillidos… Conocer la verdad hacía que todo aquello resultara menos terrible, aliviaba el tormento de mi alma. No iba a perder el sueño por una demente, de eso estaba seguro. Ahora bien, estoy convencido de que aquella pequeña deidad, minuciosa y afiligranada, símbolo del orden, protectora de la esencia del ser, me habría perseguido durante mucho tiempo y tal vez se habría colado en mis pesadillas. Si he de ser sincero, no podía soportarla ni un minuto más, y menos aún la atracción emocional que ejercía sobre mí… Mi relato estaría incompleto si no añadiera que al día siguiente volví a ver a la persona de porcelana sentada de nuevo en el mismo café. No me preocupé de ella en absoluto. A partir de entonces no me he vuelto a encontrar cara a cara con esta dama. (Seguramente, la hayan encerrado).