ELLA SE VENDE

Un día —él ya no se preocupaba de ella como antes, cada vez le hacía menos caso— anunció solemnemente que a partir de entonces sólo sería suya si pasaban por el altar. Era una cuestión moral, estaba en juego su dignidad. Ya no soportaba ese «amor ocasional». ¡O se unían definitivamente o se separaban! No habría término medio. No estaba dispuesta a seguir así. Prefería apartarse de él, dejarlo fuera… Y eso fue lo que ocurrió. Él se marchó. Ella se quedó llorando amargamente. Todo había acabado. Pasó medio año sin que él la volviera a ver. De vez en cuando sentía nostalgia de ella, pero entonces recordaba su repentino y patético heroísmo el día que lanzó aquel ultimátum para dar legitimidad a su relación; aquel recuerdo volvía a echarle atrás.

Hasta que, cierto día, ella se presentó en su habitación. Su rostro se había vuelto de piedra y su persona había adquirido una talla enorme en todos los sentidos; tenía el aspecto de una heroína trágica sacada de un drama de Eurípides.

Estaba a punto de realizar un terrible sacrificio.

Lo hacía por su hermano.

Había contraído ciertas deudas que comprometían su vida y su honor. Si quería salvarle, necesitaba mil marcos para mañana mismo.

Le preguntó si podría ayudarla.

A cambio, ella estaba dispuesta a asumir cualquier contraprestación.

¡Fantástico! Precisamente guardaba dos mil marcos en la caja, y en lo más hondo de su corazón había decidido emplearlos en cualquier otra cosa salvo en saldar sus propias deudas…, lo que no le impedía, llegado el caso, cubrir las de otra persona.

Abrió y sacó un billete de mil. Ella no se lo esperaba. Se había figurado que él la ayudaría a procurarse el dinero de alguna forma.

Los ojos de él echaban chispas.

No hay nada que procure tanta satisfacción a una persona como que reconozcan su valor. Le tendió el billete advirtiéndole en tono severo que, por su parte, el asunto quedaba zanjado.

—Entonces no cogeré el dinero —dijo ella.

Él le dio a entender que lo podía coger tranquilamente, pues, si se lo ofrecía, era para cumplir con un deber de amistad al que no estaba dispuesto a faltar. Lo que ella hiciera después no era asunto suyo. Tenía plena libertad para actuar como considerase más oportuno. Podía estar tranquila…, no iba a imponerle ninguna condición.

Fin de la escena. Ambos hacen mutis por el foro.

Han transcurrido dos horas. Él y ella conversan de nuevo:

—¿Y si no hubiera tenido dinero… o no hubiera podido dártelo? ¿Qué habría ocurrido?

—¡Que habría realizado este terrible sacrificio en vano!

—¿Por qué «terrible sacrificio»? ¡Si estás aquí es porque has querido! ¡Nadie te ha obligado a complacerme! Te dije que te podías ir.

—No. Mi deber era quedarme. Yo también tengo mi honor.

—Si piensas así, allá tú. Eso sí, no me eches a mí la culpa. Yo no te he forzado a nada.

—Tienes razón. El mero hecho de venir aquí a suplicarte ya hubiera sido suficiente sacrificio. Sin embargo, ahora estoy más tranquila. He pagado mi parte, por así decirlo. Tenía que hacerlo. Debía hacer este sacrificio por mi hermano.

—¿Por qué te empeñas en ofenderme? ¿No te he dejado claro que los momentos de ternura que hemos vivido aquí no tienen nada que ver con el dinero?

—¡Pues claro que tienen que ver con él! Era algo que debía hacer. Ahora tengo la conciencia tranquila. Durante toda mi vida me he comportado de forma altruista. ¡No podía abandonar a mi hermano a su suerte…! ¡Yo no soy así!

—¡No te salgas del tema! —dijo él, impacientándose—. Permíteme que te diga algo. Si has venido a verme y hemos compartido estos momentos de intimidad, eso sólo quiere decir una cosa: que aún me quieres. ¡Así de sencillo! ¡Me echabas de menos! Es exactamente igual que si hubieras venido a mi casa diciendo: «Todavía te amo, olvidemos el pasado, dejémonos llevar y disfrutemos juntos de este momento. No podía soportar estar lejos de ti ni un minuto más, ¡te he echado tanto de menos!… Aquí me tienes». Ésa es la única explicación que encuentro para lo que ha ocurrido. Me deseabas y por eso estás aquí… Simplemente, te has guiado por tus sentimientos, no por tu razón. No necesitabas hacer ningún sacrificio. Yo ya te había dado el dinero sin pedirte nada a cambio. Si hubieras querido, habrías podido marcharte tan tranquila…

—¡No! —gritó ella furiosa, poniéndose en pie de un salto—. ¡Eso es falso! ¡Qué poca vergüenza! ¿Cómo te atreves a atribuirme segundas intenciones, a insinuar que he actuado por egoísmo, cuando sólo he buscado el bien de mi hermano? ¡Sois los hombres quienes obráis así! ¡Y pensáis que nosotras somos iguales, porque aplicáis al corazón de la mujer vuestra mezquina vara de medir! ¡Bah…!

En suma: rayos y truenos, un billete de mil marcos que sale volando a la cara de él («¡Ahí tienes tu despreciable dinero!») y una muchacha que sale bufando por la puerta sin que nadie pueda detenerla.

Él, sin embargo, se queda preocupado. No tanto por ella como por su hermano. Si por lo menos se hubiera llevado esos mil marcos… Aquel joven no tenía por qué pagar las consecuencias de su pelea. Era una persona simpática y honesta. Además, habían servido en el mismo regimiento, es decir, los unía un deber de camaradas. Lo que no alcanzaba a entender era cómo aquel hombre había contraído tales deudas. No era propio de él. Recordaba muy bien su corrección, incluso un cierto provincianismo burgués. Por otra parte, ¿cómo podía entregarle aquellos mil marcos sin revelar que su hermana había estado hablando con él? Bueno, si tanto le apretaba el zapato, seguro que sacando el tema y haciéndole algunas preguntas se sinceraría con él. ¡Pasaría a visitarlo! Una visita de cortesía, sin más propósito que charlar un rato…

Con esta intención, acude al negocio del hermano. Allí se puede adquirir todo tipo de artículos para baños. Nuestro hombre recuerda que hace tiempo que necesita algo y piensa que es un buen momento para comprarlo: quiere una alfombrilla de goma antideslizante para ponerla en el fondo de su bañera, en la que es muy fácil resbalar, ayer mismo estuvo a punto de caerse y hacerse daño. Es un buen pretexto para acercarse al hermano. Ahora se siente más seguro. Mientras espera, observa largas filas de recipientes con asas de todas formas, colores y modelos. Por fin regresa el empleado que ha ido a anunciar la visita a su jefe y le ruega que pase a la oficina.

Es una oficina como cualquier otra. Al fondo hay un pequeño apartado, donde tabletea una máquina de escribir.

Se saludan y, casi al mismo tiempo, se preguntan por su vida. Alex (así se llama el hermano) está algo pálido, pero es el aspecto que siempre ha tenido y, por otra parte, parece feliz y contento. (Lo cual tampoco es una garantía, ¡la vida de hoy es una escuela de disimulo y uno no se puede dejar engañar por las apariencias!). Aprovecha la ocasión para resolver el problema de su bañera. Sí, trabajan con ese tipo de artículos. Aprieta un botón. Al momento aparece un empleado al que le encarga que traiga algunas muestras del almacén.

Es el momento de tantear el terreno. Sí, ¡la situación económica es difícil! No hay dinero. El poder adquisitivo de los consumidores se ha visto muy mermado. Conseguir financiación es prácticamente imposible.

—Debes de haber pedido muchos créditos. Sobre todo hace seis años, cuando abriste el negocio. ¿No es así? Me imagino que te resultará difícil devolver el dinero. Desde 1929, la crisis se ha agudizado y no hay manera de levantar cabeza. Supongo que habrá que dar tiempo al tiempo.

—En efecto, así es. Me he visto muy apurado, pero ya llevamos un año en el que las cifras mejoran. Parece que estamos superando el bache. Puedo decir que, en comparación con otros negocios, aquí nos va relativamente bien.

—Así que no necesitas dinero de forma inmediata, urgente, como les ocurre a tantas empresas hoy en día… Muchas de ellas se las ven y se las desean para pagar puntualmente la nómina a los empleados.

—No, gracias a Dios, nosotros no hemos llegado a ese extremo.

Muy bien. Sin embargo, no hay que olvidar que la vida de hoy es una escuela de disimulo y, si su hermana vino a verlo y estaba dispuesta a hacer cualquier «sacrificio» para conseguir ese dinero, es que la situación de la empresa no es tan buena como quiere hacerle creer. Entretanto, el empleado ha vuelto con las muestras. Examinar cada uno de los modelos le da tiempo para pensar. Al fin se decide por uno, pide que se lo envuelvan, da sus señas para que se lo envíen a casa y lo paga en efectivo. No se le ocurre qué más hacer para llegar al fondo del asunto.

De repente, surge una idea. Está decidido a despejar sus dudas, y esta voluntad le ha inspirado un plan gracias al cual conseguirá saber con absoluta certeza lo que está pasando.

—Como nos conocemos desde hace tiempo —dice él, cuando vuelven a quedarse solos—, tal vez podrías hacerme un gran favor. Necesito mil marcos para pagar los intereses de un préstamo que vence próximamente. Te los devolveré sin falta dentro de cuatro semanas. ¿Me los puedes prestar?

Como es habitual en tales casos, el rostro de Alex se descompuso. Por un momento pensó que su plan había hecho descarrilar la supuesta seguridad con que actuaba su amigo; en realidad, sólo estaba cambiando de vía: ahora hablaban de negocios. Recuperado del primer sobresalto, volvió a hablar con el mismo tono amable de antes:

—Creo que lo podremos arreglar. Da la casualidad de que hoy nos ha llegado un dinero pendiente de cobro. ¿Qué podrías ofrecerme como garantía…?

La conversación siguió su curso. Resolvieron las formalidades, Alex abrió la caja fuerte y le entregó el dinero, un billete nuevo, tieso, que éste deslizó en su billetera, donde se encontró con un compañero algo más viejo y bastante arrugado. A Alex no se le escapó aquel detalle, porque el billete que su amigo había traído de casa sobresalía de la cartera, pero no dijo nada, siguió actuando con naturalidad.

Aún tuvieron tiempo de fumarse juntos un cigarrillo…

Por mucho que acelerase, el chófer no iba lo suficientemente rápido. ¿Adónde se dirigía con tanta prisa? ¡A casa de ella, naturalmente!

¡En qué situación lo había puesto aquella mujer! Lo que más le molestaba es que Alex se había dado cuenta de que llevaba otro billete de mil… Por fortuna, no pareció importarle. Después de la pelea que había tenido el día anterior con su hermana, no había devuelto el billete a su caja, sino que se lo había guardado directamente en la cartera…

—¿Qué quieres de mí? —preguntó altiva, cuando él entró.

—Quisiera saber por ti —respondió él directamente, sin rodeos — para qué necesitabas los mil marcos que me pediste ayer.

—¡¿Yo?! Sabes muy bien que no los pedía para mí. Por otra parte, preguntar para qué los necesitaba es lo mismo que preguntar para quién, y eso ya lo sabes.

—De modo que no eras tú la que necesitaba el dinero. Quería oírtelo decir una vez más. Lo cierto es que no habría dejado de sorprenderme, porque eres funcionaria del Estado y eso significa que tus ingresos están asegurados. Desde luego, hasta donde yo sé, no se puede decir que seas pobre y, además, eres sumamente ahorrativa.

—Muy bien, pero ¿adónde quieres ir a parar?

—Lo que quiero saber es para qué necesitabas los mil marcos. Nada me gustaría más que eso.

—¡Esto es el colmo! ¿Me estás tomando el pelo? ¿Te estás burlando de mí? ¡Lo sabes todo!

—No sé nada, pero he venido para ofrecerte una vez más este billete de mil marcos —y, diciendo esto, puso sobre la mesa el billete de mil liso que acababa de recibir.

—¿Qué significa esto? No necesito este dinero. No necesito nada de ti.

Entonces sacó de su billetera el segundo billete de mil, el que estaba arrugado, y lo puso al lado del primero.

—Este segundo billete de mil arrugado fue el que me tiraste ayer a la cara.

—Lo sé muy bien. No merecías otra cosa.

—¿Ah, sí? ¿Y qué tal le va a tu hermano? ¿Ha conseguido solucionar sus problemas?

Se quedó petrificada, mirando al vacío como una máscara trágica sacada de un drama de Eurípides.

—¡Eso sólo Dios lo sabe! —dijo ella patéticamente.

—¡Oh, no! Eso lo sé hasta yo. Le va muy bien. De hecho, no hace ni media hora que le he sacado mil marcos. Aquí están —dijo señalando el billete de mil liso.

Ella dejó caer la cabeza lentamente.

—¿Para qué necesitabas el dinero? —insistió.

Levantó de nuevo la cabeza. Él la miró a la cara. Su rostro era todo ternura. Sus ojos nadaban en humedad. Sin embargo, ahora sonreía, muda y elocuentemente. Entonces dio un paso hacia él.

—¿Para qué? —volvió a preguntarle, dando un paso atrás.

—Pues para nada en absoluto —dijo ella, y en su mirada se dibujó una expresión de completa entrega—. Sólo quería…

—Bueno, ¿qué es lo que querías…? ¡Dime qué querías!

—Ir a verte —suspiró ella.

Extendió las manos hacia él tratando de agarrarle, quería olvidar toda esta estúpida historia con un abrazo. Su plan había dado resultado, ya había alcanzado su objetivo. ¿Para qué seguir hablando de ello? Eso, más o menos, es lo que decía su rostro.

A él no le hizo ninguna gracia. Le había sentado muy mal que le mintiera y aún se enfadó mucho más cuando vio la ternura y el tono cariñoso con el que le hablaba ahora.

—¿Y por eso te inventaste toda esta historia? ¿Tu heroica abnegación no era más que un pretexto para verme? ¿No habría sido más sencillo contarme la verdad? ¿Llegaste a creerte en algún momento tu propia mentira? ¿Cómo se te ocurrió semejante disparate? ¿Cómo? Siempre has sido así, ¿no te parece? Es lo que no podía soportar de ti. ¡Cómo te hervía la sangre cuando trataba de hacerte ver que aquello no podía considerarse un «sacrificio»! ¡Es como si aún estuviera viéndote! ¡Sí, tu «sacrificio»! ¡Tu sagrado «deber»! ¡Desde luego! ¡Faltaría más! ¿Pues sabes lo que te digo? Que toda esta comedia me parece lamentable…

Siguió hablando acaloradamente. Ella lloraba sin consuelo. Su rostro estaba húmedo, bañado en lágrimas. El llanto echaba a perder su belleza, pues, al llorar, la expresión de su cara era aún más torpe y vulgar que de costumbre. Poco a poco, las lágrimas de tristeza fueron convirtiéndose en lágrimas de rabia… Y esa rabia acabó estallando:

—¡¿Qué?! —gritó ella—. ¿Así es como me pagas los momentos de ternura que te regalé? ¿Insultándome descaradamente? ¿Qué te has creído? ¡Ayer hablabas de otra forma! ¡Ah, por todos los diablos! ¿Éste es el agradecimiento que me muestras? ¡¿Crees que es así como se comporta un caballero?! ¡En lugar de reconocer todo lo que he hecho por ti, me haces llorar! ¡Los hombres sois unos miserables! ¡Si hubiera por lo menos uno, aunque sólo fuera uno, que comprendiera a la mujer…!

Siguió hablando acaloradamente. Él no estaba dispuesto a aceptar sus reproches. Tuvieron una violenta disputa. Ambas partes desenterraron antiguos agravios. Es fácil imaginar que tenían material más que suficiente. Al final, ella lo echó a la calle.

No volvieron a verse; al menos de momento.