ILUMINACIÓN CAMBIANTE

Incluso después de que caiga la noche, el contorno de la ciudad se recorta claramente sobre el paisaje, como si flotara en mar abierto. La mirada recorre de arriba abajo esa silueta negra, irregular, buscando en vano un patrón en medio de las tinieblas; de pronto, todo desaparece, hundiéndose en una noche iluminada con luces cada vez más escasas.

Un joven —nosotros lo llamaremos Fritzerl— sale a cenar a casa de unos amigos que viven en las afueras. Lo han invitado. Lo conocen bien. No espera nada en especial, pero tampoco tiene otra cosa más interesante que hacer… Antes de pasar al comedor, mientras todos «disfrutan de la velada» en la terraza, ya casi en penumbra, observa a Flavia, a la que conoce desde hace tiempo, pero en la que no ha reparado hasta esa noche. La verdad es que hay mucho en lo que fijarse. En la mesa pasa algo. Una anécdota breve, insignificante, que apenas es digna de mención. Luego salen y él le besa la mano. El juego sigue adelante y termina superando sus expectativas. De camino a casa, cada cual recupera su postura inicial. Hay que tener en cuenta que no están solos, los otros los acompañan. Sin embargo, Fritzerl logra hablar con ella:

—Tiene usted que ver la Casa de las Palmeras en el palacio de Schönbrunn… Es como entrar en otro mundo…

Desde luego, es un lugar digno de visitarse por la belleza que esconde.

—¿Le parece bien que quedemos mañana…?

El sol de la primavera ilumina la mañana con un estallido de luz. El ambiente aún es fresco, pero la claridad resulta excesiva, el horizonte se reduce, se estrecha y, aunque el yo intente mantenerse unido, acaba hecho pedazos al atravesar las amplias plazas en las que el viento dispersa los átomos de la materia en todas las direcciones. Los tranvías realizan maniobras imposibles en los cruces, casi rozándose entre sí. Fritzerl espera que ella llegue de un momento a otro. Adopta una pose galante y no aparta la vista de los tranvías. Ya han pasado cuatro. Parece que se retrasa. Cuando por fin aparece, lo encuentra distraído, zascandileando y revolviendo en sus bolsillos. Se acerca a él por la espalda y golpea su brazo con el mango del paraguas. En suma, el encuentro fue muy distinto de cómo lo había imaginado. Durante el viaje y también luego, una vez que han llegado a Schönbrunn, ese universo de líneas rectas, de vastas superficies, las amarillas del palacio y las verdes de los jardines (¡conversación obligada sobre la mezcla de estilos, el barroco tardío y el suntuoso rococó!), la joven vuelve a ser «Flavia B.», la vieja «conocida». Todo recupera su antiguo orden. Está bien que sea así. Su actitud no deja lugar a dudas, el cambio que parecía haberse operado era puro engaño…

La Casa de las Palmeras: cúpulas de hierro y cristal alzándose unas sobre otras, brotando como burbujas. Al principio se respira frescor, es como entrar en un paraíso cuajado de aromas, de colores, con flores que desprenden las esencias más puras…, hasta que uno llega a la puerta que conduce a la jungla.

El aroma se extingue igual que la llama de una vela que se apaga de un soplo. La luz se reduce. Nos sumergimos en un ambiente crepuscular. Baño de vapor húmedo, una nebulosa de la que surge una espesa vegetación que se eleva a una altura de vértigo, casi hasta tocar la cubierta, frondosa, exuberante, con todas sus hojas impecables. Otras plantas, por el contrario, caen en cascadas, enredándose entre los troncos pegados unos a otros. La copa de una palmera parece dispuesta a atravesar el techo de cristal. Su tronco traza una línea oblicua que cruza el espacio del gigantesco invernadero. Siguiendo los húmedos caminos de grava, uno se interna en la espesura. El calor aumenta. Por todas partes caen gotas, sale vapor.

—¿Son plantas de «sangre caliente»? —pregunta la joven, antes de quedarse absorta, contemplando en silencio la vegetación.

Aspira embriagado el perfume de la muchacha. Ya lo había notado fuera y, sin ser consciente de ello, lo ha buscado una y otra vez. Ahora, con el calor, el aroma se acentúa aún más. Ella deja escapar una risita:

—¡Qué cosas…! Para que luego digan que el hombre es el rey de la creación… Imagíneselo usted andando por ahí, entre la maleza…, con su correspondiente taparrabos… ¡Ja, ja! ¡Es lamentable!

La muchacha le acaricia con la mirada. Él tiene mil objeciones contra lo que ella acaba de decir. Simplemente, no es verdad. Está muy equivocada. Sin embargo, no es momento para explicaciones. Se siente molesto. Se lo ha tomado casi como una ofensa personal. El joven la ayuda a quitarse la chaqueta. El delicado tejido de la blusa le permite distinguir las filigranas de su ropa interior. Ya se encuentra más tranquilo. Aquello compensa las inconveniencias de antes. Su gesto se suaviza, los rasgos de su boca se relajan. Vuelve a sentirse dueño de la situación. Hacia mediodía regresan juntos a la ciudad, que los recibe envuelta en una densa bruma. Se encuentra tenso y cansado. ¡Ridículo! ¿Qué esperaba de esa rubia bajita…? ¿De qué se extraña? No se pierde nada. Besa su mano, se despide de ella con una reverencia y el tranvía se la lleva. Se aleja traqueteando por la calle y Fritzerl se encuentra con un día vacío, lo que demuestra que hasta entonces estaba lleno…

Empieza a hacer calor.

Al restaurante, luego a casa, corre las cortinas y se tumba sobre el diván. En su mente se mezclan palabras e imágenes:

—Hoy he dejado el trabajo por esta tontería, así que mañana tendré que recuperar el tiempo perdido. ¡No me queda más remedio! Esta tarde hablaré sin falta con el redactor. Es más importante que todas las Flavias… En primer lugar, tiene que aclararme el tema de las reproducciones y del copyright (sus pensamientos se suceden a la velocidad del rayo, casi sin palabras, mezclándose y confundiéndose: «¡No vuelvo a quedar con ella! Además, ¿dónde vivirá?… ¡Qué estupidez! ¡La verdad es que su marido no está en Viena! ¡¿Qué hará hoy por la tarde?!»). Sí, el copyright de Flavia es lo más importante, hay que conseguirlo… ¡Menudo imbécil está hecho su marido! ¡No aprecia lo que tiene! ¡Al final nos aburrimos de todo…! Yo no pienso dejarme llevar…

Después de dormir un buen rato, Fritzerl se despierta y nota inmediatamente un cambio en la habitación. A lo lejos se escucha el rumor de los truenos. La luz que atraviesa las cortinas es como la que se refleja en la nieve. La estancia se ilumina con su fulgor… Cortinas a un lado, ventana abierta: el cielo tiene un tono amarillento, la lluvia que cae es tan fina, tan vaporosa como si la hubieran nebulizado, los tejados brillan a lo lejos como si estuvieran iluminados desde dentro. Justo enfrente hay una ventana abierta. Alguien toca el piano. Es una pieza tranquila, interpretada con maestría, marcada por un acento antiguo, con un tono reflexivo. No se escucha nada más. El resto está en silencio. Resulta extraño. ¿Por qué no se oye el fragor incesante de la gran ciudad…?

Vacila entre dos fuerzas que no se atreve a mencionar. Se asoma a la ventana y escucha la música. Le gustaría… Se podría decir que lo que echa de menos es… «tener la libertad» de… Bueno… Están empezando a caer gotas más grandes, los truenos suenan cada vez más cerca, cada vez más fuerte, el viento levanta remolinos de polvo que desaparecen calle abajo, la gente corre, el cielo está oscuro…

En ese momento resuena una salva de truenos sobre el tejado de su casa. Retrocede y oye el timbre del teléfono (¡¿una continuación del trueno?!). Levanta los brazos sin saber qué hacer… ¿Dónde…? Luego corre al aparato. Mientras lo coge, su vista cae sobre un objeto extraño que está en el bolsillo derecho de su gabán. Una idea cruza por su mente: ¡es ella! ¡Ha decidido llamarle…!

—¿Dígame…? Buenas tardes, querida señora… Justo ahora acababa de darme cuenta… Su espejo con la polvera… Discúlpeme, por favor; lo había olvidado por completo. —Su corazón late desbocado—. Sí, iba a salir ahora mismo, en cuanto pasase la tormenta… Por supuesto… Si quiere, se lo puedo entregar al portero al pasar… Ahora que lo pienso, ni siquiera sé cuál es su dirección… —Nueva salva de truenos—. Sí, claro… Naturalmente, será un honor para mí… Espero no molestar… Entonces, ¿le parece bien que quedemos a las ocho?

¡¿¿Qué??! Ya son las cinco y media. ¡Hay que darse prisa! Bueno…, habrá que cancelarla cita con el redactor. El teléfono. Pero antes que nada es preciso ocuparse de esas correcciones… Está bien… ¡Hasta las ocho hay tiempo de sobra! ¡A cambiarse! Luego, directo a su casa. Lo mejor será procurarse unas flores o algo así por el camino… Bueno, ¡andando!

Es importante cuidar el aspecto exterior. ¡Refrescarse bien! Agua de colonia. ¡Ah, perfecto! ¡¡¡Rápido, rápido!!!

(El enojoso latir del corazón no ha cesado todavía). Dentro de dos horas… ¡¡¡Estas mujeres!!! Siempre te traen de cabeza. Con ellas siempre anda uno a la carrera. En cuanto entran en tu vida, lo ponen todo patas arriba. Si uno quiere tener paz, lo mejor es apartarse de ellas. (El causante de estos pensamientos era un botón de cuello desobediente, que por fin consiguió abrochar).

A través de la ciudad pura y fragante, envuelta en el crepúsculo, pasando por delante de infinidad de jardines, se desliza un automóvil con un jovencito armado con un ramo de rosas, que ha resuelto felizmente una serie de asuntos más o menos anecdóticos y se apresura a ir al encuentro de la dama con la que ese día alcanzará su punto álgido… ¡Por rápido que conduzca, nunca le parece suficiente! Ahí lo tenemos: ¿qué sería de la vida de Fritzerl si le privásemos de esta irritante compañía…?