EL CALLEJÓN DE LA COMPASIÓN

Pocos días después del entierro de su madre, Sabine, una joven de veintitrés años —fue ella misma la que me contó la siguiente historia—, se sentía desolada por el vacío que había dejado la fallecida en su vida. Para conjurar las lágrimas, se dedicaba a responder meticulosamente a todas las cartas de condolencia que había ido recibiendo. Por lo que respecta al espacio vacío, hay que decir que en este caso no se trataba de una simple metáfora, puesto que, además de en el alma, se hacía presente en un plano exterior y de forma muy sensible: la soberbia vivienda de diez habitaciones que Sabine y su viuda madre habían ocupado juntas había quedado en silencio, ya no se oían los pasos de mamá, a la que había amado por encima de todo. Éste era el motivo de que Sabine, sobre todo después de haber respondido a todas las cartas de condolencia, pasara tan poco tiempo en su domicilio. Las visitas de los amigos resultan tensas, penosas para las personas que están de duelo. Su presencia se desliza como un cuerpo extraño en la vida que, desde luego, ha de seguir su curso fluido, rumoroso, bloqueándola como un arroyuelo en cuya corriente se atraviesa una tabla. El que está de duelo se siente incómodo —los demás, por supuesto, no tienen la culpa—, por eso empieza a salir y pasa todo el tiempo posible fuera de casa.

Eso fue lo que hizo Sabine. En aquella época salía con mucha frecuencia a pasear sola por la ciudad, emprendía largas caminatas y no dejaba ningún rincón por recorrer: desde la ciudad jardín del extrarradio hasta las calles del centro, atravesando parques, pasando por delante de edificios en construcción, perdiéndose por las interminables avenidas de la periferia, grises, populosas, lugares en los que hasta entonces no había estado jamás. Como es lógico, a veces se le hacía un nudo en la garganta y le entraban ganas de llorar. Es terrible sentirse tan solo cuando uno está rodeado de tanta gente. En cierta ocasión no pudo contenerse y se le saltaron las lágrimas en plena calle. En ese mismo instante, con la vista nublada por el llanto, sabiendo que había perdido la compostura, desfallecida y al borde de un ataque de pánico, oyó a lo lejos las campanas de la torre de una iglesia que empezaban a repicar. Era un sonido claro, rotundo, urgente. A Sabine le pareció que expresaban su propio dolor, pregonándolo por encima de los tejados, comunicándoselo a todas esas personas que pasaban a su lado con tanta prisa. Había llegado a una bocacalle. Un pequeño callejón que desembocaba en la vía por donde ella caminaba. De repente vio salir de él a una mujer que se tapaba la cara con un pañuelo. Justo después, a un hombre mayor cuyos ojos estaban arrasados por las lágrimas. Al momento, otras seis o siete personas, una detrás de otra, todas llorando. Al principio, Sabine creyó que todos los que lloraban tendrían alguna relación entre sí. Acaso acabaran de asistir a un funeral; pero estaba claro que no era así, porque, en cuanto doblaban la esquina, se alejaban a toda prisa en direcciones distintas, sin preocuparse del resto. No parecían conocerse. No tardaron en llegar varias personas más, apretando el paso, con el rostro bañado en lágrimas.

Ella, sin embargo, había logrado dominar el llanto. Cuando me contó esta historia, hizo hincapié en el extraño consuelo, en el alivio que había supuesto para ella aquel curioso suceso. Ya no se sentía sola ni abandonada. Se marchó a casa redimida de su dolor. Sin pedirlo, había obtenido amparo. En cierto modo, volvía a ser dichosa y no quiso dar más importancia al caso.

A la mañana siguiente, la doncella le trajo el desayuno y el correo (en su mayor parte, cartas que se referían aún a la defunción de su pobre madre). Tomó el periódico entre sus manos, lo abrió y empezó a hablar con Sabine como una cotorra. ¡Cuánto les gusta charlar a las personas! Le había llamado la atención una noticia bastante peculiar que acababa de leer. La tarde anterior, en la calle de N., los transeúntes habían podido ver a un gran número de individuos que se deshacían en lágrimas, saliendo unos tras otros de una bocacalle, algunos con mucha prisa. Como es obvio, a los viandantes les llamó la atención. ¡La calle de N. estaba muy animada! Incluso los conductores detuvieron sus automóviles para ver qué pasaba. Cundió la expectación. ¿Y qué resultó ser? Un camión que transportaba productos químicos había girado por el callejón. Según decía el diario, «el mal estado del pavimento» hizo que el vehículo diera una sacudida que afectó a una bombona que contenía cincuenta litros de amoníaco… El amoníaco se derramó por el suelo y, al evaporarse, irritó los ojos de los transeúntes, que salían llorando a la calle de N., mucho más amplia. ¡Qué locura! ¿No? ¡Las personas que salían del callejón estaban huyendo del amoníaco que había caído al suelo y se volatilizaba en el acto! ¿Cuándo se ha oído algo así? ¡Peatones que lloran…!

Según me dijo Sabine, en ese mismo instante interrumpió a su sirvienta, le quitó el periódico de las manos y leyó varias veces la curiosa noticia empapándose de todos los detalles. Cuando me lo contaba, me llamó la atención que reconociese que, al saber la verdad, se sintió un poco desencantada. Me aseguró con el corazón en la mano que no había dejado de sentir el reconfortante consuelo de la tarde anterior, aunque ahora su experiencia se iluminaba con una luz completamente distinta. Su dolor se había visto aliviado y, a partir de aquel día, no volvió a perder el control de sus sentimientos. Gracias a ello pudo recuperar su vida y volver a su actividad normal.