LA AMPUTACIÓN

Dos muchachos, Carl y su hermano Josef, un poco mayor que él —este último ha acabado convirtiéndose en un famoso cirujano, mientras que Carl ha hecho carrera como ingeniero—, pasaron los primeros años de su juventud, especialmente las vacaciones escolares, en un jardín que pertenecía al extenso hospital en el que su padre ejercía como médico jefe. Pasaban el día entero haciendo locuras, de la mañana a la noche; de hecho, costaba trabajo encontrarlos a las horas de la comida, que se hacía en el mirador acristalado de la hermosa casona que el hospital cedía al doctor y los suyos como vivienda familiar. Justo enfrente se encontraban las dependencias de la clínica, un grupo de edificios, unos grandes y otros más pequeños, de color ocre, que se extendían a lo largo del parque, un terreno de dimensiones descomunales. El jardín donde jugaban los muchachos, que en sí mismo ya era grande, no suponía, con todo, más que una mínima parte del conjunto. En la zona en que limitaba con el hospital se había tendido una alta valla de alambre, a través de la cual se podía ver lo que sucedía al otro lado. Prácticamente a cualquier hora del día había enfermos con batas de rayas azules y blancas paseando, muchos apoyados sobre sus muletas y con una pierna en el aire, envuelta en un grueso vendaje blanco, que parecía privada de movimiento, pues no se acompasaba con su compañera, y muchas veces tenía el aspecto de un muñón; en la mayor parte de los casos es probable que no fuera más que eso. Uno llevaba la cabeza vendada y parecía un oriental con turbante, su vecino tenía un brazo escayolado en cabestrillo. Delante de los bancos del jardín, al sol, sobre el verde, algunas de aquellas figuras se tendían en algo parecido a una cama o se recostaban estirando con cuidado la pierna tiesa que tenían vendada. Casi siempre había muletas apoyadas a un lado o bastones con fundas de goma en la parte inferior, incluso pequeñas sillas de ruedas. A los que se sentaban más cerca se les notaba que hacía mucho que no se habían afeitado. A menudo, el tibio viento traía un olor medicamentoso, que a los muchachos, apostados detrás de la valla, les recordaba al dentista.

Tampoco se detenían allí demasiado tiempo, por lo menos al principio. Uno se quedaba parado, con las manos en la valla, apoyando ligeramente la nariz en ella, y llamaba la atención al otro sobre este o aquel paciente. Rara vez llegaban a más. La parte de atrás del jardín, sobre la ladera de la colina, una zona boscosa, asilvestrada, resultaba entonces muchísimo más atractiva. Allí había árboles, espesura, matorrales y una valla con parte de sus tablas rotas, a través de la que uno podía ver el terreno vecino, que ya no pertenecía al hospital, sino a una villa que limitaba con él. Sin embargo, lo más importante es que allí arriba, en medio de la maleza y los arbustos, bajo el sol ardiente, se encontraba la «Tumba del huno». Así la llamaban Carl y Josef desde que la habían descubierto. En otro tiempo debió de alzarse allí un edificio, tal vez un antiguo pabellón de campo, cuyos cimientos de piedra gris todavía eran visibles. Incluso quedaban los restos de un pozo cerca del cual se veía una enorme piedra vaciada que seguramente hubiera servido como pila: la «Tumba del huno». Aquel punto constituía el límite del ámbito conocido. Hasta entonces no se habían aventurado a ir más allá, nunca habían penetrado en los jardines vecinos.

La infancia también tiene sus épocas, y así fue como llegó un tiempo en el que la «Tumba del huno», con sus piedras calientes bajo el perezoso cielo de verano, dejó de ser el objeto de las investigaciones y excavaciones de los muchachos, que la abandonaron definitivamente. Se apartaron de la arqueología y centraron su interés en la medicina. Era de esperar que se produjese algo así antes o después. Raro es el joven que no atraviesa una fase en la que imita el oficio de su padre. A partir de entonces, Carl y Josef tuvieron su propia consulta, se dirigían al otro como «querido colega» e intercambiaban opiniones sobre los casos que iban apareciendo en cada momento. Su ámbito de trabajo era muy extenso, abarcaba desde el cólera hasta la otología, y quien caía en sus manos era, voluntaria o involuntariamente, tratado como paciente.

Como cualquiera puede imaginar, se los veía a menudo junto a la valla de alambre, donde contrastaban sus doctas opiniones sobre cada uno de los enfermos que descansaban al otro lado. El campo de trabajo de la cirugía (eso es lo que contemplaban desde su jardín) se convirtió en su principal inquietud. Las observaciones científicas que realizaban los acercaban a él cada vez más, hasta que llegó a ocupar el primer plano de sus intereses. La casualidad quiso que justo entonces les llegara un caso sumamente interesante. No lo encontraron al otro lado de la reja, sino que vino a su propia casa, a su propio mundo, el mundo de los sanos.

Su prima Karoline, una muchacha guapa y simpática, de unos trece años, vino a visitarlos y pasó algunas semanas en casa de sus padres. La joven manifestó su deseo de que se le amputara la pierna izquierda por debajo de la rodilla, pues padecía grandes dolores. Así se lo dijo a los dos muchachos. Estaba decidida a dejar esta difícil operación en sus manos. Ellos eran los únicos en los que podía confiar por su incuestionable reputación en el campo de la medicina.

Tal vez lo único que quería la muchacha era jugar con sus primos o puede ser que intentara gastarles una broma más o menos pesada para apartarlos definitivamente de la medicina, de la que la pobre había sido víctima. Jamás sabremos la verdad. Lo cierto es que aprovechó la circunstancia de que hacía años que le habían amputado una pierna tras un accidente para preparar aquella jugarreta, a la que seguramente no le faltara un punto de envidia inconsciente hacia los muchachos sanos. Éstos no tenían ni idea de que a su prima le faltaba una pierna. Llevaba un sofisticado miembro ortopédico, una prótesis, y había aprendido a usarla en un afamado instituto de Múnich que se dedicaba exclusivamente a este tipo de aparatos. Se manejaba con tanta soltura que su paso era prácticamente impecable. Daba sus paseos como las demás personas e incluso bailaba.

Los muchachos se reunieron inmediatamente para comentar el caso, hicieron los preparativos necesarios y luego se dispusieron a realizar la operación con toda seriedad, tomando las debidas precauciones. Anestesiaron a la paciente, acostada sobre dos sillas, colocándole un pañuelo limpio sobre la frente y los ojos. Luego tomaron un serrucho, que habían esterilizado antes con agua hirviendo, frotándolo hasta que el metal quedó reluciente, y lo colocaron sobre la pierna por debajo de la rodilla. Después de practicar unas cuantas incisiones, la paciente, que no había perdido el habla —¡qué curioso!— a pesar de la anestesia general, dijo que, en su opinión, el corte ya era lo bastante profundo, y que llegados a este punto podrían soltar la pierna de la articulación simplemente tirando del pie. Los médicos, que al fin y al cabo no terminaban de apañarse con el serrucho y habían realizado un corte más fingido que real, se aprestaron a retirar el miembro poniendo en ello su mejor voluntad (hay que decir que, antes de empezar con la farsa, Karoline ya había soltado las numerosas correas y enganches que unían su pierna artificial con el cuerpo).

Empezaron agarrando la pierna con cuidado, dudando de lo que hacían, pero luego dieron un fuerte tirón.

Al momento vencieron la resistencia y notaron un espantoso vacío, primero en las manos y en los brazos, luego en todo el cuerpo. Era como si la vida se parase igual que un mecanismo de relojería. La primorosa prótesis cayó con estrépito sobre la alfombra con su media de seda y el zapato de charol. Karoline se quitó el pañuelo que cubría sus ojos. Los muchachos habían desaparecido, sólo se oían sus pasos a la carrera en el zaguán de la planta baja.

Atravesaron el jardín a toda prisa. Esta vez no se fijaron en los pacientes vestidos con las batas de rayas azules y blancas del hospital que había al otro lado de la valla. Los arbustos se cerraron con un ligero rumor detrás de los muchachos, que siguieron su alocada carrera colina arriba, como si alguien los persiguiese, casi sin aliento, poniéndose a cuatro patas para trepar donde la pendiente se volvía más abrupta. Continuaron corriendo hasta llegar a la «Tumba del huno», donde se detuvieron jadeando. Josef, que se apretaba las sienes con las manos, se derrumbó sobre las antiguas piedras grises y empezó a llorar. Era una forma de desahogarse. Al rato ya estaba más relajado. Aquí, por lo menos, podían sentirse seguros. Creían que nadie los descubriría en aquel escondite ultrasecreto. Carl, que poco a poco fue recobrando el ánimo, trató de consolar a su hermano. Tal vez, dijo, su prima tuviera una pierna especial que se pudiera sacar, meter y cambiar, tal vez no hubieran tenido la culpa de lo que había ocurrido y no le hubieran serrado ni arrancado la pierna, puesto que ya era así por naturaleza. Josef, por el contrario, opinaba que aquello era un puro disparate y preguntó a su hermano si alguna vez había oído hablar de algo semejante.

—No —tuvo que admitir Carl, ahora mucho más razonable.

—Somos unos asesinos —dijo Josef en un tono sombrío—. No podremos regresar a casa jamás.

La desesperación volvió a apoderarse de ellos. Carl tenía dudas. ¿No se podría curar lo que habían hecho? Tal vez su padre… Pero Josef se limitó a rechazar aquella idea con un gesto que no dejaba lugar a dudas. Ambos lloraron en silencio sin poder contenerse.

Aquel suceso terrible superaba cualquier pesadilla y, sin embargo, el lugar de sus antiguas correrías, donde habían descubierto tantas cosas, que tanta alegría les había procurado, les ofrecía aún cierta tranquilidad. ¡Si pudieran quedarse allí, en este retiro, construirse una cabaña y vivir lejos del resto de las personas, lejos de la sociedad, de cuyo seno habían sido expulsados para siempre! Los latidos de su corazón resonaban en sus oídos, los insectos pasaban zumbando, haciendo vibrar el aire por unos segundos, el calor de aquella tarde de verano caía sobre las piedras secas, y ellos estaban allí, agazapados, recluidos en aquella quietud. Apenas se atrevían a mover un solo músculo, cambiar de postura o volver siquiera la cabeza. Sin embargo, pasado un tiempo, oyeron voces que subían llamándolos desde el jardín.

—¡Debemos marcharnos! —exclamó Josef—. ¡Vámonos o nos encontrarán!

Cari se atrevió a llevar la contraria a su hermano. Tal vez debieran bajar a la casa. Los estaban llamando por sus nombres. Además, era su madre quien gritaba. Su hermano se quedó mirándolo, como si pensara que se había vuelto loco.

—¿Es que quieres que te encierren para toda la vida?

Fue el argumento definitivo para sacar a Carl de allí. Así comenzó su viaje a lo desconocido, su travesía a América, por así decirlo: corrieron hasta aquella valla que tenía la mitad de sus tablas podridas, encontraron un agujero y, por primera vez, pasaron al jardín vecino.

Al hacerlo, toparon con una espesa pared de arbustos. La maleza había crecido junto a la valla y les impedía el paso. Se sumergieron en ella y fueron abriéndose camino con los brazos. En los pocos claros que encontraban, el suelo estaba cubierto de musgo. Era como caminar por un espacio cerrado, como ir pasando de una habitación a otra: estancias pequeñas, reducidas, rodeadas de árboles y arbustos, eso es lo que venían a ser los claros. Cada vez que entraban en una, la examinaban con curiosidad. Carl y Josef se deslizaron por la espesura con cautela, sin perder de vista lo que había a su alrededor. El zumbido de los insectos hacía vibrar el aire, sus notas se prendían en el follaje y, cuando los rayos del sol lograban atravesarlo, acariciaban el rostro de los muchachos; era como si una mano caliente los rozara. Los hermanos se pararon de nuevo a descansar y encontraron zarzamoras. Sin embargo, el bosque cerrado, la falta de perspectiva y su desconocimiento del lugar no les permitieron disfrutar de ese momento de reposo. La conciencia del pesado destino que cargaban sobre sus espaldas, su soledad, era lo único que los sostenía, un asidero anclado en su interior que evitaba que se desmoronasen y, en último extremo, mantenía su dignidad.

Volvieron a la espesura, pero no tardaron mucho en salir de ella. La pared vegetal se rompió inesperadamente y vieron abrirse ante ellos una magnífica extensión de tierra. Habían llegado al confín del bosque. El viaje que habían emprendido los había llevado muy lejos. Contemplaron con extrañeza el nuevo paisaje que reposaba dulcemente a la caída de la tarde: prolongadas cadenas montañosas; al fondo del valle, la carretera, que describía una curva; las casas, apoyadas unas sobre otras, ascendían por la falda de las colinas.

Los chicos tendrían que orientarse en campo abierto. Josef opinaba que lo más urgente era encontrar un lugar para pasar la noche. Continuaron avanzando hasta llegar a una elevación del terreno tapizada de hierba. El bosque retrocedió despejando el panorama. Sobre una cumbre no demasiado elevada, se podía ver una torreta construida con vigas de hierro, una especie de plataforma metálica sobre la cual se alzaba un molino eólico ahora inmóvil. Después de dudar un momento, subieron las escalerillas de hierro.

Allí arriba, en ese instante, comprendieron lo excepcional de su destino y de su situación. Sus sentimientos se agudizaron desencadenando un cúmulo de emociones. Incluso Carl, siempre más sobrio, fue incapaz de resistirse y quedó arrebatado por ellos. Los rayos de sol, ya muy oblicuos, inflamaban el paisaje en puntos dispersos, los cristales de las casas repartidas por la pendiente de la montaña que tenían al otro lado ardían con un intenso fulgor. Carl, conmovido, propuso que siguieran caminando hasta que cayese la oscuridad, atravesando el valle entero e internándose una vez más en la espesura del bosque. Señaló un punto del paisaje. ¡Seguro que allí darían con un buen escondite, y posiblemente también podrían construir un pequeño refugio con ramas secas! Josef tardó en responder. Contemplaba mudo el lejano horizonte. Su rostro había adquirido una seriedad varonil. Justo cuando iba a responder, oyeron que los llamaban a gritos desde abajo, desde el pie de la torre.

Se estremecieron, se inclinaron sobre la barandilla y vieron allí abajo a un señor mayor que les indicaba con gestos que bajaran; luego se dio la vuelta y, riendo, hizo señas con ambos brazos hacia el lindero del bosque. Los muchachos volvieron los ojos hacia allí. Vieron a sus padres, que se acercaban a toda prisa y, lo que era aún más importante, detrás de ellos llegó su prima Karoline, avanzando trabajosamente, pero sobre sus dos piernas.

Descendieron confusos y, una vez abajo, se lo explicaron todo. Al principio, los muchachos no se lo querían creer. Sólo cuando les mostraron la pierna ortopédica y vieron varias veces cómo su prima la ajustaba y la retiraba, se convencieron y se tranquilizaron. El vecino —que había descubierto a los muchachos subidos en la plataforma del molino eólico que utilizaba para bombear agua a su jardín— no podía dejar de reír. Los padres, sin embargo, parecían visiblemente disgustados con Karoline.

Por la noche, cuando los hermanos se metieron en la cama, el silencio se extendió entre ambos. Al cabo de un rato, Josef lo rompió para preguntar:

—Carl —dijo—, ¿no era hermoso lo que vimos allá arriba?

—Sí, muy hermoso —respondió su hermano, siempre más sobrio.

Luego se le oyó respirar tranquilamente. Ya dormía. Josef estaba muy lejos de poder conciliar el sueño. Sus sentidos estaban absortos en lo vivido, algo que ya no le abandonaría jamás. Aquel recuerdo ha permanecido vivo y despierto hasta este día. No hace mucho, hablando con un amigo, comentó que cada vez que se enfrenta a una amputación —y no son pocas las que ha tenido que realizar en su larga carrera de cirujano— revive en su corazón aquellas inolvidables horas de la infancia.