AIMÉE

Tuvimos que cabalgar tres días hasta el aserradero. Durante todo ese tiempo sentí una urgente necesidad de hablar con Aimée, pero no pude encontrar la ocasión propicia para hacerlo, pues aunque Ralley —era su marido y entonces mi jefe— cabalgaba siempre por delante de nuestro grupo, lo que nos habría permitido intercambiar algunas palabras, ella se empeñaba en ir pegada a los sirvientes con su caballo, haciéndolo totalmente imposible. Traté de llamar su atención lanzándole elocuentes miradas, señales que ella ignoraba apartando de mí sus ojos rasgados, clavando la vista en el suelo, endureciendo el rostro, cerrando la boca y apretando los labios, mostrando una perfecta indiferencia. Aimée siempre encontraba nuevas y sorprendentes maneras de atormentarme. Algunas veces, en raros momentos de lucidez, llegué a pensar que era mestiza y que tal vez su madre fuera china. Hoy, cuando ya han pasado veinte años, estoy convencido de que no iba tan desencaminado. Aquellos repentinos cambios de humor, unas veces fuego y otras veces hielo, eran verdaderamente extraños. En el fondo, ahora lo sé, odiaba a esta mujer. Su cabeza guardaba cierta semejanza con la de una serpiente, ancha, plana y, por lo menos para mí en aquel entonces, extraordinariamente atractiva y excitante…

En la tercera jornada de nuestro viaje, hacia mediodía, se puso de repente a mi lado y dijo que esa noche, cuando llegásemos, después de que pusiera en funcionamiento la caldera (era obvio que tendría que hacerlo, pues a la mañana siguiente había que comenzar a cortar los troncos que ya se acumulaban en la sierra industrial esperando a que los obreros las pasaran por sus hojas circulares), me quedaría de guardia en la caseta de la caldera y ella aprovecharía para venir a verme. Yo le respondí que, quisiera o no, era lo que tendría que hacer, pero, como es natural, sus palabras encendieron mi pasión, sumiéndome en el desconcierto para el resto del viaje.

Al llegar, pudimos comprobar que la serrería y los edificios que servían como vivienda estaban prácticamente en ruinas. Habían quedado abandonados y se encontraban parcialmente derruidos. Una estampa desoladora en la soledad de aquellas montañas cubiertas de bosques. Sabíamos que las máquinas funcionaban bien, por lo menos eso es lo que había dicho a su vuelta el ingeniero al que Ralley había enviado allí tres semanas antes con unos cuantos hombres. Junto a la sierra había una pila de troncos de unas proporciones considerables abandonados allí por el antiguo propietario, que había dejado de repente el trabajo, no se sabía muy bien por qué. Nadie había pisado aquel lugar durante casi dos años, de modo que los arbustos, el bosque y la hierba habían crecido a su aire junto a las ventanas. Ralley lo había comprado todo por un precio ridículo.

A las once de la noche comencé mi guardia al pie de la caldera. Estaba solo, porque me había encargado de mandar a dormir al negro que me había ayudado a ponerla en funcionamiento. En cuanto se marchó, me sentí paralizado. Era extraño. Todavía hoy sigo recordando con todo detalle cómo estaba allí de pie, solo, en aquella estancia sucia, iluminada por una única lámpara de aceite. La mugre lo cubría todo. Me dio la impresión de que no habían puesto demasiado empeño en adecentar aquella caseta antes de nuestra llegada. Sólo se habían ocupado de los instrumentos esenciales: los manómetros y el indicador del nivel de agua; se notaba que los habían frotado a conciencia, porque resplandecían. Por lo demás, se habían limitado a llenar la carbonera, que contaba con una práctica rampa por donde bajaba el carbón, lo que ahorraba mucho trabajo a la hora de alimentar el fuego.

No mucho después de la medianoche, la caldera empezó a coger presión y pronto rebasó la primera atmósfera (necesitábamos tres para mover el único cilindro de la máquina, un armatoste anticuado). Observé que la marca roja que señalaba la presión máxima que admitía la caldera estaba situada en cuatro atmósferas. El tiempo se me pasó extraordinariamente rápido pensando en Aimée. Ahora recuerdo con claridad un detalle que entonces pasé por alto. Había en el ambiente un desagradable olor, muy tenue, apenas llegaba a percibirlo, y justamente por eso me incomodaba aún más, tal vez porque no acababa de identificar el origen de mi malestar, que procedía en parte de la nariz.

Serían las tres de la madrugada cuando me levanté de un salto, muy asustado. El miedo y la desconfianza se mezclaban en mi conciencia: ¿me habría quedado dormido? ¿Dónde estaba Aimée? ¿Por qué me torturaba de esa manera haciéndome esperar? Sí hubiese querido, podría haber venido sin mayor problema: Ralley descansaba en el otro extremo de la casa. Sin embargo, lo que más me inquietaba era el silencio que reinaba en aquella caseta. No era normal. Sentí un nudo en la garganta. El fuego ardía con fuerza, sólo había pasado media hora desde la última vez que lo había removido. De pronto me di cuenta de lo que ocurría. Había dejado de oírse el sonido que certifica que una caldera funciona correctamente: el silbido que provoca el vapor al escapar por la válvula de seguridad cuando se alcanza la presión máxima comienza siendo un suave siseo y va ganando fuerza hasta convertirse en un pitido agudo, estridente. Me acerqué corriendo al manómetro: la presión se había elevado de golpe, el indicador marcaba tres y medio. En ese instante lo entendí todo: estaba claro que el ingeniero al que Ralley había recurrido para poner a punto la maquinaria era un sinvergüenza; en aquella caldera no había nada que funcionase correctamente, ni siquiera lo esencial.

Sin pensarlo, subí a toda prisa por la escalera de hierro hasta lo alto de aquel armatoste anticuado. Buscaba el regulador y la válvula. La turbia luz de la lámpara se proyectaba oblicuamente sobre mí desde el otro lado. A través de la ventana, a la que faltaban todos los cristales, entraba el aire fresco de la noche procedente de los bosques. Me incliné hacia delante y extendí mi mano hacia la válvula, que no dejaba escapar ni el menor hilo de vapor. Viendo los vidrios que faltaban en la ventana, una palabra terrible atravesó mi mente… ¡Oxidada! Entonces lo sentí. El recuerdo de ese instante aún sigue fresco en mi mente, como si lo hubiera vivido ayer mismo. Retiré la mano. Algo se había movido y me había rozado. Al momento vi toda una masa que se movía, un movimiento sinuoso, solapado, que acabó cobrando forma: era una especie de ovillo ceñido alrededor de la válvula de escape y de la llave con la que ésta se abría. Tuve el tiempo justo para apartar el cuerpo. Me quedé mirando fijamente. Algo me golpeó. Entonces, en la franja de luz que proyectaba la lámpara, apareció una cabeza que movía la lengua, una cabeza ancha, plana…

—¡Una ratonera! —grité con todas mis fuerzas.

Ése es el nombre con el que se conoce en ciertas partes de Estados Unidos a la serpiente de cascabel, el Crotalus horridus, que en inglés se llama rattlesnake.

Bajé la escalera a toda velocidad y llegué como pude hasta la caja de herramientas. Sólo tenía una idea en la cabeza: conseguir algún instrumento de metal, por ejemplo, una llave inglesa. Bajé la vista a mis pies y observé que algo se alejaba arrastrándose y desaparecía en la oscuridad detrás de la mesa de trabajo. Helado de espanto, me volví hacia la caldera, pues de repente se me ocurrió que el gancho que había utilizado para remover el fuego podría ser mi salvación. Entonces, a dos pasos de mí, vi otra serpiente, un ejemplar enorme, que se arrastraba a lo largo de la plataforma de ladrillo sobre la que se asentaba la caldera y desaparecía en una esquina. Era evidente que aquel lugar estaba lleno de este tipo de reptiles. Habrían anidado allí y, al encender la caldera, el aumento de la temperatura los habría sacado de su letargo. A esto había que sumarle mis violentos movimientos, con los que seguramente los habría irritado.

En ese momento volví a echar un vistazo al manómetro y me quedé aterrado: la presión continuaba subiendo de forma imparable. Entonces entendí a qué se refiere la gente cuando dice que «se le ponen los pelos de punta». Allí estaba yo, junto a aquel trasto viejo, arruinado y dejado de la mano de Dios, que ya no podía llamarse caldera de vapor y, sin embargo, no tardaría en alcanzar las cuatro atmósferas de presión, mientras aquel diablo de serpiente rodeaba la válvula de seguridad. Dentro de mí crecían la desesperación, el asco y la ira. En ese estado me precipité de nuevo escaleras arriba y empecé a golpear como un loco con el gancho de atizar el fuego. Hoy, esos minutos han quedado en mi recuerdo como un sueño febril, que curiosamente no estaba libre de un odio furibundo, desatado contra… Aimée. Eso es lo que sentía mientras golpeaba. La cabeza de la serpiente volvió a lanzarse contra mí. Yo vociferaba furioso, descargando golpes delante de mí; el ruido que hacía era como el del martillo de un herrero. Al final, agotado, me eché hacia atrás, apoyándome con la mano sobre el marco de la ventana, tratando de tomar aire fresco.

En ese instante vi a Aimée, esta vez en persona. Venía caminando por el patio desde el edificio de viviendas. Parecía una sombra. Se dirigía sin duda a la caseta de la caldera. Me llamó la atención lo silenciosa que era. Pensé en sus pies. Sin duda llevaría puestas unas pantuflas ligeras, suaves. Esa imagen me infundió nuevos ánimos. Recuperé el control y, haciendo un supremo esfuerzo, me lancé hacia delante; sin pararme a mirar si la serpiente seguía moviéndose allí, agarré la válvula con las dos manos y tiré de ella con fuerza. Se resistía. Me preocupaba forzar la válvula y que ésta se rompiera. Cuando todo parecía perdido, un espeso chorro de vapor salió disparado contra el techo. Caí desde lo alto de la escalera hasta el suelo, me levanté tambaleándome, me precipité hacia la puerta y salí como pude al exterior. Cuando estaba a cinco pasos de Aimée, me desplomé sobre el suelo. Aún pude pronunciar unas palabras: «¡Hay una ratonera!», luego perdí el conocimiento.

Alertados por el atronador bufido del vapor que salía por la válvula, los demás miembros del grupo acudieron al patio corriendo. El incidente permitió que Aimée justificase su presencia allí: ella había sido la primera que había notado que ocurría algo extraño y había salido a ver qué era…

Sin embargo, no deja de ser curioso que la relación que Aimée y yo manteníamos llegara a su fin aquella misma noche. Poco después presentaba mi dimisión a Ralley. Pasó un tiempo y abandoné el Oeste. Hasta hoy no he vuelto a poner un pie allí.