LÉON PUJOT

Léon Pujot, que había sido maquinista y conducido locomotoras para las obras de construcción del ferrocarril, llevaba ya varios años trabajando como taxista en Nancy. Se puede decir que no le iba mal; de hecho, el coche era suyo. Además, hacía viajes por todo el país: a Estrasburgo, a Epinal o a Bar-le-Duc, incluso a Reims o a París. En esta última ciudad tenía un cliente fijo que, mientras duraba el buen tiempo, requería sus servicios por lo menos dos veces al mes; se trataba de un fabricante que viajaba a la capital y se quedaba allí algunos días por negocios o tal vez por otras razones. Para no regresar a Nancy de vacío, lo razonable hubiera sido que Léon tratase de conseguir otro cliente que pagara el viaje de vuelta. Cualquiera lo habría hecho en su lugar, y no hay duda de que el propio Pujot habría estado de acuerdo en que esto era lo correcto. Sin embargo, antes que nada, se pasaba por la Rue de Vaugirard, se detenía delante de una determinada casa y tocaba la bocina, una señal convenida para que, si las cosas le salían bien, una muchacha se asomase por una de las ventanas.

—¡Un momento, bajo en un momento!

Minutos más tarde, la señorita Lupart subía al coche y se sentaba a su lado. El motor rugía con fuerza y los dos salían hacia el este, cruzando los suburbios de la ciudad hasta que casas, cobertizos y vías de ferrocarril quedaban atrás, diluidos en la distancia, mientras el curso del río Marne ganaba protagonismo. En el largo camino hasta Nancy pasaban de vez en cuando por Montmirail o por Vitry, donde uno se encontraba de nuevo con la línea de ferrocarril. Mientras conducía, Léon ya tenía en mente la próxima vez que volviera a París. Por desgracia, nunca podía estar seguro de lo que iba a ocurrir la siguiente mañana que acudiese a la Rue de Vaugirard e hiciera sonar su bocina. ¿Se asomaría aquella cabeza por la ventana? Y aunque así fuera… ¿Cuántas veces había tenido que regresar sin ella? Cuando eso ocurría, se llevaba tal disgusto que ya no le quedaba humor ni paciencia para buscarse otro cliente y emprendía solo el viaje de vuelta. Por desgracia, Adèle no se distinguía precisamente por la asiduidad con la que visitaba a sus padres, que vivían en Nancy. Si hubiese querido, habría podido aprovechar la amabilidad de Pujot para con ella y para con los viejos, ya que el joven les podía traer gratis a su niña desde París siempre que ésta quisiera, y además con mucho gusto, agradecido, porque ellos lo habían acogido en su casa, le habían dado de comer y se habían encargado de que aprendiese un oficio. ¿Dónde habría ido a parar aquel pobre muchacho huérfano de no haber sido por ellos? Sin embargo, el hecho es que la señorita Lupart solía quedarse a estudiar para poder seguir las clases en la Sorbona, una universidad que exigía mucho de sus alumnos. Eso era algo que tanto sus padres como Léon tenían que respetar. En esas ocasiones, el joven se marchaba preocupado y en el camino de vuelta, en silencio, con el traqueteo del coche, se abría un vacío absoluto. Pujot no dejaba de sentirse algo ofendido. ¡Qué poco valoraba ella que él fuese a buscarla…! ¡Normal! ¡Seguro que tendría un montón de amigos entre los estudiantes, incluso puede que hasta un novio! ¿Quién lo podía saber? Y él, Pujot, no era más que un chófer… con coche propio, pero un chófer al fin y al cabo. Además, en Nancy también había un señorito que parecía no ver con buenos ojos que Adèle viniera en su coche. Pujot ya se había dado cuenta. Bueno, ¡pues al diablo con todo…!

Casi siempre salía de la Rue de Vaugirard a la misma hora. Cuando la muchacha lo acompañaba, hacían el viaje como ella prefería, más rápido o más lento, con una, dos o tres paradas. Sin embargo, cuando Léon iba solo —¡y últimamente sucedía cada vez con más frecuencia, se estaba convirtiendo casi en lo habitual, debía admitirlo!— ajustaba al máximo la duración del viaje manteniendo un ritmo constante. En cierto modo, trataba de observar la misma puntualidad con la que funcionan los trenes, siguiendo un estricto horario. Conocía el itinerario de muchos de ellos y, para que el viaje no se hiciera tan pesado, se entregaba a este pasatiempo. Allí tenía, por ejemplo, el expreso París-Estrasburgo. Pujot solía adelantarlo en una pequeña estación, donde el tren efectuaba una parada de un minuto. Ya se veía la estela de vapor que dejaba en el cielo ondeando como una bandera. Léon pasó por la pequeña localidad y enfiló hacia la estación, por delante de la cual pasaba su carretera. Por la derecha, al otro lado del talud, aunque todavía alejado, iba creciendo el jadeante resoplar, el bramido del tren. Dentro de poco, como ocurría siempre, el maquinista detendría aquella avalancha, reduciendo el paso de la válvula de vapor o incluso cerrándolo por completo, e inmediatamente después se escucharía el chirriante sonido de los frenos. Pujot también solía reducir la velocidad de su vehículo hasta que la locomotora, una masa oscura, ardiente, lo adelantaba por la derecha y el tren pasaba traqueteando hacia la estación arrastrando uno a uno todos los vagones.

Sin embargo, esta vez no sucedió como esperaba. La locomotora mantuvo todo su impulso lanzándose a una carrera alocada, delirante, con un empuje avasallador. Tanta era la fuerza de la máquina que el convoy temblaba mientras recorría la vía como un tiro. Pujot, extrañado, redujo aún más la velocidad y se detuvo justo ante la entrada de la estación. Observó el tren que se acercaba silbando con sus siete largos vagones. Las cortinas amarillas estaban bajadas para impedir que el ardiente sol entrase por las ventanas. De repente, un hombre vestido con el uniforme de los empleados del ferrocarril, tal vez el jefe de estación, salió precipitadamente del edificio haciendo señas con los brazos, gritando y llevándose las manos a la cabeza desesperado.

—¡El tren! ¡El tren! —empezó a gritar también Pujot.

El expreso pasó por la estación y se alejó a toda velocidad dejando tras de sí una banderola de vapor. En aquel punto, las vías describían un pequeño arco, de modo que uno podía seguir con la vista la trayectoria del tren. De repente, Pujot arrancó su coche sin decir una palabra ni preguntar nada a nadie. Dejó atrás un puñado de casas, salió de la población y pisó el acelerador a fondo, el motor aulló y la aguja del velocímetro fue saltando de cifra en cifra hasta llegar a los ciento ocho kilómetros por hora. La carretera se apartaba del talud y durante unos mil quinientos metros corría más o menos en línea recta por la cuerda del arco que describían las vías del ferrocarril, y después, al final de la curva, volvía a pegarse a los raíles. Pujot llegó con su coche cuando al tren aún le faltaban unos doscientos metros para alcanzar ese punto. A partir de allí, la carretera discurría paralela al talud, que poco a poco perdía altura. Pujot miró un instante a su alrededor, aguzando la vista. Más adelante, las vías trazaban de nuevo una ligera curva a la izquierda. Era justo allí donde los raíles del ferrocarril y la carretera quedaban aproximadamente a la misma altura. Levantó el pie del acelerador. Había adelantado a la máquina y ahora trató de colocarse a su lado, manteniendo exactamente la misma velocidad. Acercó el coche al margen derecho de la carretera y se incorporó un poco. En esa posición, medio sentado, medio inclinado sobre el volante, se parecía mucho a un jockey que estuviera corriendo una carrera. Observó atentamente el puesto del maquinista. No vio a nadie. El tren llegaba ya a la curva. La máquina tronaba tan sólo a dos pasos de Pujot. Léon giró bruscamente el volante del coche hacia la derecha, se pegó al tren y saltó. Al abandonar el vehículo se había asegurado de tomar suficiente impulso, tensando los músculos y estirando las piernas al máximo, como si se hubiera despedido del coche dándole una patada. Luego aquella tensión se desplazó a sus ojos, fijos en los escalones que le permitirían llegar hasta el puesto del maquinista. El cuerpo de Léon chocó contra la parte exterior del ténder, el depósito de carbón incorporado a la locomotora. Desorientado por el golpe y confuso por el ruido enloquecedor de la máquina, se aferró con todas sus fuerzas a los peldaños de hierro del contenedor de servicio. Ascendió por ellos penosamente hasta llegar arriba, azotado por la velocidad del aire. Una vez sobre el ténder, trató de mantener el equilibrio, pero tropezó y retrocedió tambaleándose entre los montones de carbón. Por un instante perdió la conciencia de dónde se hallaba; entonces se sobresaltó, había que reaccionar y, haciendo acopio de toda su voluntad, se precipitó hacia delante y alcanzó por fin el puesto del maquinista.

Sobre el suelo vio dos fardos vestidos con el traje azul que llevan los ferroviarios: eran el fogonero y el maquinista. Estaban echados boca abajo. Pujot empezó a sacudirlos. No se movían. Decidió dejarlos. En su cabeza dominaba un único pensamiento: reducir la velocidad del tren y poner fin a aquel viaje.

Alargó la mano temblorosa hacia la palanca que le iba a permitir invertir la marcha, pero justo en el momento en que se disponía a accionarla, el sentido común que acompaña a todo trabajador se lo impidió. Fue como si la razón tirase imperiosamente de él, apartándole de allí, disuadiéndole de su intención. ¡¿Qué consecuencias podía tener una maniobra tan violenta, cómo afectaría la contramarcha a un tren sin control que se deslizaba sobre las vías a toda velocidad?! Se forzó a retirar la mano. No agarró la palanca que tenía a su derecha, junto a la ventanilla lateral, sino la que había en el centro y, con un movimiento suave, la desplazó de derecha a izquierda hasta un extremo del reluciente cuadrante de latón, cerrando de este modo la válvula de vapor. Luego se asomó por la ventanilla. Su mano, tostada por el sol, se apoyaba sobre el freno. Miró hacia delante. El tramo que estaban recorriendo contaba con buena visibilidad y parecía despejado, al menos no se advertía ninguna señal. Volvió la vista. En el arco que acababan de trazar tampoco se divisaban postes por ninguna parte. Lo más probable era que el tren se encontrase entre dos semáforos, uno de los cuales, sin duda alguna, estaría en la última estación. Fue empujando lentamente con la mano para que el aire comprimido entrara con suavidad. El tren había ido reduciendo su impulso, aquel coloso obedecía casi automáticamente a la leve presión que el hombre ejercía sobre una pequeña palanca. Ahora la máquina se deslizaba mansamente sobre las vías. Léon comprobó el nivel del agua, lo encontró un poco bajo. Lo mismo ocurría con el manómetro, la presión del vapor estaba una raya por debajo de lo prescrito para este tipo de trenes, aunque lo importante era que se había alejado definitivamente de la marca roja. Eso pareció tranquilizarle. Fue entonces cuando escuchó las voces que llevaban gritándole todo el tiempo desde el vagón de servicio enganchado al ténder: los empleados del ferrocarril que, como es natural, habían sido testigos de todo lo sucedido. Cuando la máquina se detuvo, llegaron hasta Pujot pasando por encima del carbón.

¡Qué alboroto de voces! Aquellas personas habían pasado verdadero miedo pensando que se dirigían a una muerte poco menos que segura. Ahora que se habían salvado, sus muestras de alegría y agradecimiento no tenían fin. Obviamente, ellos fueron los primeros en notar que algo extraño estaba ocurriendo, cuando el tren pasó de largo por la última estación, y, junto con ellos, todos los pasajeros que tenían previsto apearse allí. Los parisinos, que lo único que querían era llegar a tiempo a Nancy o a Estrasburgo, no le concedieron mayor importancia, simplemente pensaron que la dirección de los ferrocarriles había suprimido aquella parada o algo por el estilo… Las voces de unos y otros se entremezclaban para celebrar a Pujot, cuya valiente maniobra había sido presenciada por todos. Entre gritos y felicitaciones, el personal del tren se acercó a atender al maquinista y al fogonero, les dieron la vuelta sobre la espalda y trataron de hacerles volver en sí zarandeándolos, frotándoles las manos, golpeándolos ligeramente en las mejillas…; los auscultaron, no presentaban ningún signo de violencia externa, pero a pesar de todo seguían inconscientes. Al final se planteó la necesidad de continuar el viaje. Ninguno de los empleados de servicio sabía cómo manejar la locomotora de un tren expreso, así que fue Pujot, que tampoco había realizado nunca tal trabajo, el que asumió la tarea de llevar el tren hasta la siguiente estación con la ayuda de uno de los revisores que se ofreció a echarle una mano, pues el manómetro empezaba a caer y Pujot necesitaba un fogonero. El muchacho se quitó la chaqueta con buen humor, puso las bombas en funcionamiento siguiendo las indicaciones de Léon, abrió la redonda boca del fogón y empezó a alimentarlo echando dentro paletadas de carbón. Los compañeros de los desmayados se encargaron de trasladarlos al coche de servicio con rapidez y discreción. Tuvieron la prudencia de colocarlos en la parte más resguardada del sol, donde apenas había una ventanilla sin la persiana bajada.

Pujot volvió a poner el tren en movimiento. Muy contento, abrió un poco la válvula de vapor, movió la palanca hacia la derecha, sólo un par de rayas, y luego la llevó nuevamente hacia atrás para iniciar la marcha. La máquina extendió sus miembros de metal, el vapor silbó al escapar por la salida de gases y el tren inició la marcha deslizándose suavemente sobre las vías. Pujot tiró de la palanca; el ritmo aumentó. Luego se asomó por la ventanilla; el tramo que se abría ante ellos estaba libre.

Pujot estaba conduciendo el tren que había salvado. Aceleró hasta alcanzar ochenta o noventa kilómetros por hora. Puede que los empleados del ferrocarril que se habían quedado en el coche de servicio estuvieran preocupados por el final del viaje, pero su compañero, el joven que se había quedado en la máquina con Pujot para hacer de fogonero, no mostraba ningún signo de inquietud, al contrario, observaba en silencio a Léon, que conducía la locomotora muy sereno, con la mayor naturalidad, eso sí, sin apartar en ningún momento la vista de las vías. Divisó un poste con una señal de advertencia; sin embargo, la placa estaba recogida: «Vía libre». Pujot acumulaba bastante retraso, el tren que iba por delante de ellos debía de haber despejado aquel tramo hacía mucho. El siguiente poste, con uno de sus brazos levantados, lo confirmó. Pujot pasó por delante de él como un relámpago. En su puesto de maquinista aún sentía la fuerza con la que había saltado de su antiguo vehículo —¡ahora seguramente un montón de chatarra!—, el impulso que había tomado, como si se hubiera despedido de él dándole una patada. Una carretera atravesaba el paisaje, estaba llegando a un paso a nivel. Pujot hizo sonar el silbato. Comparado con aquella explosión de sonido, la bocina de su coche parecía el gruñido de un cochinillo. Al llegar a una curva tiró de la palanca, sólo un par de rayas, luego volvió a llevarla suavemente a la derecha y la locomotora reaccionó al instante ganando velocidad.

El paisaje verde, ondulado, empezaba a mostrar picos y líneas rectas, aparecieron tejados, torres, una primera línea de casas pasó de pronto a primer término dentro del campo visual de Pujot, que cerró un poco la válvula de vapor.

—¡Vamos a entrar muy despacio, haciendo señales! —exclamó el maquinista—. Ya habrán recibido un telegrama notificándoles que hemos pasado de largo en la última estación… ¡Menuda noticia! ¡Santo Dios!

Pujot cerró la válvula casi por completo, dio entrada al aire comprimido y advirtió de su llegada a los que estaban en la estación haciendo sonar con fuerza el silbato del tren.

No tardaron en ver las agujas, los raíles y los topes fijos de la estación de ferrocarril. En un cambio de agujas, el de una vía industrial que se bifurcaba y salía al campo, había muchas personas, empleados del ferrocarril. Pujot detuvo la máquina a su lado.

Éstos esperaban un tren expreso que se acercaba sin conductor a una velocidad de vértigo. Habían adoptado todas las precauciones que el hombre en su impotencia pudiera imaginar. Sin embargo, aquel tren terrible —que, al no aparecer, ya debían de haber dado por siniestrado— entró en la estación deslizándose sobre las vías con toda suavidad, haciendo señales y con dos hombres que los miraban desde el puesto del maquinista.

Explicaciones, aclaraciones, indescriptible alivio, abrazos y besos para Pujot por parte del jefe de estación, un hombre con el cabello blanco, actuaciones oficiales, informe exhaustivo con los datos aportados por los testigos presenciales, envío de una comisión al lugar donde debía de haber quedado el automóvil hecho trizas, llegada del médico de la compañía de ferrocarriles, reconocimiento de los dos ferroviarios inconscientes que para entonces ya habían vuelto en sí…

El doctor averiguó que aquellos hombres habían consumido carne enlatada en mal estado durante el desayuno y ahora presentaban claros síntomas de una intoxicación aguda.

La máquina fue revisada. Un nuevo equipo subió a ella. El tren volvió a ponerse en movimiento lentamente y se dirigió a uno de los andenes de la estación. Algunos curiosos se asomaban por las ventanillas.

Pujot, al que seguían dando palmadas en los hombros, se quedó mirando su hermoso tren, que se alejaba deslizándose sobre las vías. Hablaron con él, aseguraron que le compensarían por la pérdida de su coche, algo en lo que hasta entonces no había pensado. El tren desapareció en la estación.

Pujot no regresó inmediatamente a su casa en Nancy. Se pusieron en contacto telefónico con la dirección de los ferrocarriles en París y dieron parte de lo ocurrido. Felicitaron a Pujot y brindaron por él. Fueron muchas las copas que se alzaron y se vaciaron en su honor. Al fin, por la tarde, pudo proseguir su viaje en otro tren.

Cuando Léon se apeó en la estación de Nancy y salió a la calle, tuvo la sensación de que todo lo que había sucedido hasta ahora en su vida había quedado atrás. La tarde empezaba a inflamarse y el cielo ardía. Atravesó las calles caminando ausente y, al doblar una esquina, se topó directamente con Adèle Lupart, que venía del brazo de un joven al que Pujot ya había visto en otras ocasiones. Saludó, pero apenas pudo ocultar su sorpresa.

—Buenas tardes, señor Léon —dijo ella—. ¿Cómo le va y por qué me mira tan sorprendido?

—Hoy por la mañana pasé con el coche por la Rue de Vaugirard… —replicó él, dudando de repente, sin saber muy bien qué decir.

—Sí, hoy excepcionalmente decidí venir en tren —dijo ella divertida—. La verdad es que no éramos tantos viajeros… Salimos esta mañana en el tren de Estrasburgo…

—¿Cómo…? ¿El de las ocho y veinte?

—Sí, claro, es el mejor…

De pronto, ella lo miró enormemente sorprendida, como si algo la inquietase o como si de alguna forma se sintiese molesta.

Pujot se había despedido rápidamente y había desaparecido. Salió corriendo de la ciudad. Un furioso sentimiento de libertad se apoderó de él llenándolo de una loca alegría. Aquella muchacha ya no significaba nada para él. En cuanto vio con claridad que ahora le era indiferente, la olvidó al instante y para siempre.

Su mirada se fijó en un prado. ¿Sabía lo que iba a ocurrir a partir de entonces, qué iba a hacer exactamente con su vida? No…, pero le embargaba un sentimiento sublime, un sentimiento que rebasaba ampliamente la medida de su existencia y de su humilde persona. Había tomado una decisión. Había vuelto a nacer. La vida era mucho más que las cuatro cosas a las que uno aspiraba y que luego tenía que arrastrar consigo. ¿Por qué no podía convertirse en maquinista de la Compañía Nacional de Ferrocarriles? La idea le alegró, pero la alegría no duró más que un instante. Había otros sentimientos más profundos que pasaron por encima de ella, dejándola a un lado. Algo era seguro: no se quedaría en Nancy. En lo más hondo de su ser sabía que no soportaría por más tiempo una vida estrecha, limitada, incapaz de contener su riqueza como persona. Frente a esta convicción, totalmente nueva, cualquier plan, cualquier proyecto que tuviera que ver con el mundo exterior carecía de importancia.