La gran ciudad, con su interminable cadena de ruidos, reducía a polvo aquella tarde gris de finales de otoño. Había quedado con mi amigo, el dibujante, para hablar sobre algunas ilustraciones, y ahora bajábamos paseando despreocupadamente por la Franzensbrückenstrasse hacia el Praterstern. Desde luego, no se trata de una zona especialmente agradable y mucho menos cuando hace mal tiempo; el ambiente se vuelve melancólico y uno acaba enredándose en profundas cavilaciones sobre el sinsentido de la vida en la ciudad… Sin embargo, en ese momento alguien llegó desde atrás y llamó mi atención palmeándome con fuerza, con muchísima fuerza, en el hombro; luego, una voz que trajo a mi memoria la parte más accidentada de mi vida dijo:
—¡Passa, hombre! ¡Tanto tiempo y ahora te encuentro aquí!
Nada se podía objetar a esto, al menos en principio, pues era un hecho incontestable que Hundlinger, al que sus amigos solían llamar Martin para abreviar, me había encontrado. ¿Cuándo nos habíamos visto por última vez…? ¡Claro que sí! ¡Había sido en Szob, a orillas del Danubio! Yo estaba en el embarcadero y detrás de mí tenía a un soldado, bayoneta en ristre, que me había detenido por viajar sin papeles… Pero que nadie piense mal de mí: si viajaba en esas condiciones era por ahorrarme un dinero, lo cual, se mire como se mire, siempre es una virtud. Como yo, Hundlinger también tenía a un soldado que le daba escolta. No recuerdo bien cómo, pero el caso es que conseguimos librarnos de aquellos dos tipos y luego nos «hicimos humo»… Pero eso ya es otra historia, que merecería ser contada aparte. Tuve que presentar a Hundlinger a mi amigo. Al principio, Martin lo miró con algo de desconfianza, pero luego pareció de lo más tranquilo. Mientras atravesábamos los jardines para salir al Praterstern (todavía había luz y nadie te reclamaba llamándote «guapo» o «tesoro»), Hundlinger nos preguntó si queríamos acompañarlo a ver a unos amigos, unos tipos verdaderamente «intachables».
—Tíos de primera, todos con muchos talegos.
Bueno, si he de ser sincero, no me apetecía en absoluto. Los talegos de esos «tíos de primera» no decían mucho a su favor, pues, cuando uno conoce la lengua de Hundlinger, sabe que no se está refiriendo a billetes de banco, sino a su paso por la cárcel. Lo dicho: tipos «intachables». Este Martin tenía su orgullo profesional. Yo habría preferido marcharme, pero de repente el dibujante empezó a sentir un vivo interés por el asunto. Por otra parte, el cuaderno de bocetos que hasta entonces llevaba bajo el brazo había desaparecido. Bueno, pensé yo, él sabrá lo que hace. Sólo esperaba que no revelase cuál era su oficio, pues en los «círculos» en los que se mueve Hundlinger se siente una curiosa animadversión, un violento rechazo, hacia las personas que dibujan o que se dedican a la fotografía, ya que tienen fama de «soplones», es decir, de espías y traidores. ¡Habría dado cualquier cosa por saber lo que Martin pensaba en realidad de nosotros! Nunca he llegado a saber cuál era su opinión sobre mí, qué impresión le había causado aquella vez en Hungría. Estaba claro que aquel primer encuentro nos convirtió en camaradas y eso era suficiente, o al menos esa tarde pareció bastarle.
Hundlinger nos condujo a una fonda en el Prater. Me parece que jamás olvidaré esa fonda, pero lo que puedo garantizar es que jamás volveré a ella, más aún, ni siquiera pasaré por delante de la puerta si puedo evitarlo. Al principio todo parecía completamente normal, un sitio tranquilo y decente, salvo por un gran acuario con peces de colores. ¿Por qué Ir pongo reparos a este acuario? No lo sé muy bien, pero empezó a escamarme en cuanto lo vi. Desde luego, no se me escapaba dónde nos habíamos metido, y el acuario me parecía un exceso, un intento descarado de guardar las apariencias, de fingir honradez y corrección en un local que carecía tanto de la una como de la otra. Pensé que era ir demasiado lejos. Nos presentaron inmediatamente a un tal señor «Charoles», Franzl «Charoles»; según nos explicó Martin, lo llamaban así porque siempre llevaba zapatos de charol. A mí me recordaba a un conejo: ágil y travieso, pero con aspecto inocente. Era tan hábil con las manos que, sin querer, me llevé las mías a los bolsillos, aunque estaba claro que a un carterista jamás se le ocurriría robar a alguien en el local donde se reunía con sus camaradas; habría sido un auténtico disparate, para eso hay otros sitios, el centro de la ciudad, sin ir más lejos, donde las aglomeraciones favorecen la actividad de los rateros. Hundlinger mantuvo con el conejo una conversación muy breve, de la que no entendí prácticamente nada. En cierto momento, hablaron de levantar algo, pero no creo que se refiriesen a ninguna carga, sino a la cartera del primer infeliz que pasara distraído al lado del señor Charoles. ¿Tendría algo que ver con esto el hecho de que en aquel local tuviera su sede un club de halterofilia? ¿No se trataría de una discreta advertencia para la gente que no era del ramo? Habían colgado en la pared un cartel que lo anunciaba, y el tipo que estaba detrás de la barra parecía ser el presidente del club: ¡qué aspecto más fornido! A esa hora, la sala estaba llena de hombres, no había ni una sola mujer. Las damas no llegaban hasta bien entrada la noche, de momento seguían durmiendo. Poco a poco, nuestra mesa se fue llenando. Los primeros en llegar fueron dos señores que se presentaron como Joszi «Cañamones» y Otto «Tarambana». A este último lo llamaban así porque tenía fama de ser un poco fantasma (no como el de Erdberg, que se filtraba por las paredes; este Otto venía de Berlín y, más que filtrarse por ellas, las atravesaba). Todos hablaban a la vez, aunque Otto, alto y delgado, dominaba la conversación dándole a la lengua como si fuera una ametralladora. El relato de su tournée por distintas ciudades alemanas no llamó tanto mi atención como la fisonomía del señor Cañamones. En mi vida me había encontrado con algo así. Sentí cierta incomodidad al ver que mi amigo, el dibujante, se había quedado prendado de aquellas facciones. No le quitaba el ojo de encima, lo examinaba atentamente como suelen hacer los de su profesión cuando se encuentran con un rostro que les parece singular. Se decía que este Joszi tenía muy poca paciencia y ante el mínimo problema empezaba a repartir «cañamones» de plomo inmediatamente, tal y como atestiguaba su nombre. Por lo demás, las personas como él odian que alguien se quede mirándolos, no les gusta sentirse observados y, desde luego, a mí no me apetecía ser testigo de un posible tiroteo.
Al otro lado del local había una mesa en la que reinaba el silencio. La ocupaban cuatro tipos afanados con una cerradura. Se la pasaban de mano en mano sin decir palabra, la golpeaban, tiraban y probaban por todas partes. Miré de reojo y vi una navaja sobre la mesa. Yo nunca había tenido una de ésas: era una especie de cajita de herramientas plegable, por decirlo así, con varias hojas y útiles de todo tipo. Entretanto, el pintor había desaparecido… ¡¿No había resistido la tentación y había salido a la calle para hacer un boceto rápido?! ¡Qué disparate! Habían entrado varias muchachas. El dueño encendió la luz. Un mendigo ciego entró y empezó a tocar una armónica. Para mi sorpresa, lo pusieron de patitas en la calle inmediatamente. Poco después empezó a sonar un gramófono. Era música de jazz. ¡Aquí imperaba la modernidad y no el romanticismo! Dos parejas bailaban. Se movían dulcemente, casi sin fuerzas, pero de la forma más ordinaria que quepa imaginar. Ése era su secreto. Una muchacha estaba repanchingada en una de las mesas. Tenía la mirada perdida y rechazaba una y otra vez a los que deseaban sacarla a bailar. Se limitaba a sacudir la cabeza adormilada, eso era suficiente. Detrás de ella había otras tres mujeres, a las que unos chicos habían invitado a tomar algo; comían como verdaderas limas. Sólo una prefirió no tomar nada, absolutamente nada, aunque un tipo que hablaba con ella en voz baja trataba de convencerla. Al final le puso en la mano una cosita minúscula. La muchacha se levantó y fue un momento a la parte de detrás. Instantes después regresaba radiante de alegría…
Alguien pidió… horquillas. Eran los cuatro hombres que estaban sentados alrededor de aquella mesa probando la cerradura en silencio. Resulta que ninguna de las mujeres que había en el local tenía una. En cambio, casi todos los señores sacaron de sus bolsillos objetos que de algún modo podían cumplir su función: alambres y filamentos de todo tipo. Durante todo este tiempo había notado que Hundlinger quería algo de mí. Cuchicheaba con Joszi y me miraba de vez en cuando. Por fin, el pintor volvió a aparecer. Venía contento e invitó a una ronda de cerveza a todos los de la mesa. Aprovechando el revuelo, Hundlinger retrocedió un momento y se pegó a mí.
—Escucha —empezó a decir—, tú no ere como yo… Tú tiene una ducasión…
Yo estaba terriblemente nervioso. ¿Iba a enterarme ahora de lo que este Martin creía, pensaba o incluso… sabía de mí?
—¿Sabe lo que quiero desí…? —añadió después de una pausa—. Seguro que conose gente gorda, pa podé yo trabajó…, ¿entiende? Un chalé o algo así, y si tú apartao, mejó…
Por un instante creí seriamente que Hundlinger estaba buscando trabajo y quería que yo le echase una mano…
No, no iban por ahí los tiros, iban por otro lado totalmente distinto. Lo que quería era que le pasase información sobre alguna casa donde viviera gente rica, dando por sentado que yo me movía en círculos mucho más selectos (¡estaba claro que tenía un gran concepto de mí!). En suma: debía «espiar» para él, tan sencillo como eso. Sobre la mesa donde hasta entonces habían estado estudiando la cerradura se pusieron a dibujar algo con tiza. ¡Ajá! ¡Tal vez querían que les proporcionase un plano! Martin alababa las cualidades de Joszi. Trabajar con él era una garantía de éxito seguro.
¡Por todos los diablos! ¿Qué podía hacer? Además, aquel Joszi no me quitaba el ojo de encima. Se lo veía nervioso y expectante. Era terrible. Seguro que tenía el bolsillo lleno de «cañamones»… ¡y tal vez quisiera compartirlos conmigo! ¡Qué delicia! ¡Por otra parte, también me sentía responsable de la seguridad de mi amigo, el dibujante! En fin, dije… que sí. No veía el momento de salir de allí. El local empezó a vaciarse, se había hecho de noche y las muchachas salían a la calle vigiladas por sus chicos, que las miraban con ternura. Poco a poco, todos se levantaron de las mesas. ¡Qué momentos tan fantásticos los que vivimos entonces, sobre todo ahora que han pasado!
Sin embargo, debo decir que su recuerdo aún me persigue. Últimamente, cuando me invitan a alguna casa, me sorprendo pasando revista a puertas y ventanas, examinando accesos y salidas, reteniendo detalles que, en realidad, no me importan en absoluto. Creo que es porque, en cierto modo, he hecho una promesa y, cuando pienso en Hundlinger, no acabo de sentirme bien.