A ese reclamo se unía un nombre exótico. Así pasan dos largos años, durante los cuales actúa en infinidad de parques de atracciones de pequeñas y grandes ciudades.
Los visitantes entran en la sala, dos, tres, seis, toman asiento en las sillas que están colocadas justo delante de un pequeño tablado, sale entonces al escenario la mujer en cuyo cuerpo se da la síntesis de arte y vida, se descubre casi por completo y comienza a decir:
—Aquí, a la izquierda, señores míos, pueden ver al emperador Guillermo II; un poco más allá, al zar ruso; aquí, a la derecha, al emperador Francisco José de Austria. Aquí, sobre el muslo izquierdo, el retrato de un poeta…
Y así sucesivamente. Como es natural, las impresiones del público son siempre muy distintas, aunque suelen coincidir bastante entre la parte masculina, que tiene una motivación muy clara para asistir al espectáculo. Una vez, alguien se levantó de repente y le preguntó:
—Pero ¡¿cómo se le ocurrió destrozar su cuerpo de una forma tan espantosa…?!
El que había hablado no podía apartar su mirada del hermoso rostro de la Hoschek, que se conservaba tan terso como siempre y apenas había envejecido. Ella no comprendió en absoluto el auténtico sentido de la pregunta.
—La persona que me lo hizo empezó por el brazo derecho y luego le pedí que siguiera por todo el cuerpo… ¿Le gustaría comprar una tarjeta, señor?
La Hoschek le tendió una fotografía del tamaño de una tarjeta postal. Como el interés humano del caballero que le había preguntado pareció ceder ante la posibilidad de tener que gastarse un dinero extra, ella añadió:
—Es muy barata, sólo son sesenta peniques.
Aquel espectador se quedó sorprendido por la indiferencia con la que ella hablaba y compró la tarjeta. Lo cierto es que la Hoschek tenía la mirada perdida y su gesto rayaba en la más absoluta estupidez. Al final, la unión de arte y vida volvió a cubrirse, abandonó el escenario y desapareció detrás de un telón medio roto, aunque con un pomposo drapeado.
Como no puede ser de otra forma, su nueva vida también trae consigo nuevos compañeros y conocidos. Vuelve a frecuentar algún que otro café, locales oscuros, cochambrosos, donde semana tras semana se ven las mismas seis u ocho caras reunidas alrededor de una mesa de mármol cuarteada. Eso es todo, la Hoschek no desea nada más, tampoco tiene la sensación de estar perdiéndose algo, por ejemplo, la vida, así, tal cual, o, más en particular, la oportunidad de hacer algo con ella. Eso no se le pasa por la cabeza ni siquiera remotamente. Hasta aquí el relato de los hechos tal y como se produjeron y desarrollaron. En este punto, la Hoschek estaba muy lejos de comprender lo que había ocurrido, ni siquiera se lo planteaba.
Sin embargo, al cabo del tiempo, el perezoso curso de su existencia sufrió una interrupción.
Viajaba en el tranvía, iba sentada en el vagón con su blusa abotonada hasta el cuello —pues era allí donde se deshacía la unión de arte y vida, que empezaba justo debajo con una vistosa cadena tatuada en color rojo—, cuando su mirada dormida, que ya no captaba nada de lo que ocurría a su alrededor, se posó sobre un punto en particular. El lugar en el que aterrizó fue casualmente la cara de un joven que iba sentado frente a ella. Éste se apeó en la misma parada que Katharina, la saludó, se acercó a ella y le dirigió unas palabras. Ella se lo tomó de la misma manera que cuando Nastupek llevaba a la mesa uno de aquellos pretzel que compartían con el café. El joven la acompañó, cada vez más animado, hasta la puerta de su casa y al final consiguió citarse con ella para otro día.
Así fue como empezaron a verse. La época del año hacía que el calor se hiciera notar cada vez con más fuerza, la primavera brillaba en las calles con una fastuosa luz. Pronto Katharina se vio obligada a prescindir de la esclavina de piel que rodeaba el ajustado escote de su vestido. Paseaban al aire libre por las afueras de la ciudad, contemplándola desde las colinas, bebiendo vino y dejando pasar el tiempo sin darse cuenta de que éste se les escapaba de entre las manos, por más que hasta entonces los hubiera respetado, preservándolos intactos. El inesperado giro que se había producido en la vida de Katharina la apartó de la monotonía en la que había estado instalada hasta entonces. Sus sentimientos volvieron a agitarse. El círculo en el que había estado encerrada, dormida, cedió y terminó por romperse. En el quinto o sexto encuentro que tuvo con él, mientras lo esperaba en el lugar convenido, apenas fueron unos minutos, sintió una emoción y una inquietud tan grandes, una alegría tan dulce corriendo por sus venas, que su entendimiento empezó a bullir en aquel fermento presionando las paredes del vaso que hasta esa tarde lo contenía y que a punto estaba de saltar en pedazos. No obstante, en el fondo se agitaba un poso de oscuridad y temor, que ascendía con sucia turbulencia a la superficie cada vez que su nuevo amigo se acercaba a ella. Por fin, una noche, en la oscuridad de un parque público, cedió al torrente de ternuras con las que él la requería y convino en ir a visitarlo a su casa la tarde siguiente. En medio de las sombras, él había retirado una de sus mangas para depositar un beso en un punto de su antebrazo, donde, de haber existido luz, podría haber visto representada con trazos azules y rojos una pareja de enamorados unidos en tierno abrazo.
Pasó la noche nerviosa y angustiada en aquella habitación estrecha, sofocante, que, repleta de muebles extraños, no ofrecía precisamente una cara amable; era más bien un conjunto abigarrado y confuso, un rostro embrutecido, inculto, marcado de mil formas por el ir y venir de la vida que iba transformando sus rasgos poco a poco, sin que se produjesen grandes altibajos… El miedo y la presión que sentía cristalizaban en imágenes que turbaban su sueño. Durante los últimos días, cada tarde se había convertido en un martirio; en cuanto salía al escenario, pasaba revista a los espectadores que habían acudido a verla, acuciada por la preocupación de que alguna vez pudiera encontrarlo a él entre el público. Esa inquietud se reflejaba en sus sueños, en los que Katharina aparecía paseando por las animadas calles sin nada de ropa, pero con el cuerpo cubierto por una gruesa piel con manchas negras y blancas, aterrada, temiendo lo que podía encontrarse detrás de cada esquina… Esa noche, algo terrible fue creciendo en medio de la oscuridad, y al llegar la mañana cuajó en un pensamiento. Su cerebro dormido, acostumbrado a reaccionar con simples impulsos, se puso a funcionar —acaso por primera vez— y al cabo dio con la verdad, una verdad realmente espantosa. De repente, como si hubiera tenido una inspiración, vio claros los motivos que había tenido aquella noche Anita Melinatti para acercarse a ella y se enfureció consigo misma por haber estado ciega durante tanto tiempo. Multitud de detalles ascendieron ahora desde lo más profundo de su recuerdo, confirmando esta primera intuición… Ahora reconocía lo que había ocurrido; sin embargo, en el último momento, retrocedió llena de angustia ante una maldad que le resultaba insoportable.
Todo llega, y al final también llegaron las dos de la tarde. Se marchó, porque a las dos y media tenía que estar en casa de su amigo.
Se marchó, aunque en lo más profundo de su ser sabía que también habría podido quedarse y que la barrera que le cerraba el paso inexorablemente no iba a levantarse porque ella cubriera la distancia física que la separaba de él, llevando las formas externas hasta el extremo. Se había vestido con sumo cuidado, escogiendo lo que más la favorecía: colores claros, escote discreto y amplias mangas que se cerraban alrededor de las muñecas. Calles y plazas se convirtieron en un damero de colores estridentes, el sol lo inundaba todo de luz haciendo desaparecer la mitad de su superficie. Arriba, en lo alto, el cielo se estremecía como si fuera a salir volando de un momento a otro. Katharina se asustaba al ver tantos colores, azules, rojos, en las cestas de las floristas. Ya hacía mucho que las muchachas, la mayoría muy jovencitas, habían abandonado los colores oscuros y lucían sus cuellos blancos y sus espléndidos brazos. Caminó. Todavía le quedaba un trecho bastante largo, así que de momento podía entregarse a este paseo, que aún tenía una dirección y un sentido, por más que sus pasos fueran pasos perdidos, inútiles, que también habría podido ahorrarse, porque no la conducían hacia ninguna meta. Es más, si finalmente llegaba a su destino (¡¿de verdad era esto lo que quería?!), tampoco sucedería nada, porque aquello que ansiaba sólo podía acariciarlo en su pensamiento, sólo podía tocarlo un instante, pero no cogerlo y mucho menos apropiarse de ello: si lo intentaba, tendría que dejarlo inmediatamente, igual que se deja un recipiente que quema demasiado…
Sintió su piel profanada como una camisa de ortigas que había crecido en su carne y de la que no tenía ninguna posibilidad de escapar. No dejaba de pensar buscando una salida, pero entonces recordó un comentario fortuito que había hecho en cierta ocasión un médico que pasó por su barraca: no era posible borrar los tatuajes cuando éstos se extendían por todo el cuerpo; eliminar algún pequeño dibujo grabado en un lugar concreto ya resultaba extremadamente doloroso y dejaba la piel en un estado lamentable, pero liberar el cuerpo entero de los tatuajes era totalmente imposible. Cuando lo oyó, aquel comentario no la había impresionado particularmente; ahora, sin embargo, volvió a sentirse furiosa consigo misma por lo ciega que había estado, por lo estúpida que había sido jugándose su propia vida a una carta incierta que a la postre había resultado ser su perdición. Y ahí estaba la imagen de la Melinatti, se alzaba ante sus ojos y no había forma de hacer que se desvaneciese. Por fin llegó a la puerta de la casa, al zaguán, a la escalera; en la segunda planta, al otro lado del corredor, brillaba el número de su puerta.
Se detuvo un momento apoyándose contra la pared. No lloró. Entonces volvió a bajar la escalera arrastrando los pies, agarrándose a la barandilla. Allí estaba la calle, ahora podía andar tanto como quisiera, alejarse de allí caminando entre todas esas personas que tenían la piel intacta, pura, mientras ella estaba encerrada para siempre entre aquellos espantosos monstruos. Atravesó como un fantasma unas cuantas calles bastante animadas y luego continuó a lo largo de una avenida con árboles, donde había muchos coches, una hilera jubilosa, fugaz. Katharina estaba al borde de la calzada. El coche en el que viajaban el director Lopopulo y Anita Melinatti se acercó lentamente, de modo que Katharina pudo tomar impulso, saltar sobre el estribo y abordar el vehículo. Al momento agarraba con las manos el rostro de aquella mujer que había echado a perder su vida, las usaba como si fueran ganchos para desgarrarle la boca, diez garras con las que hacer pedazos aquel rostro. Fue una liberación, una forma de redimirse tan dulce que su cuerpo se estremeció de placer y cayó desmayada antes de que los brazos de quienes la rodeaban pudieran arrancarla de allí frustrando su feliz desahogo.
La mujer sobre la que había caído la Hoschek era, por supuesto, una completa desconocida. En realidad, cada una de las mujeres con las que se había cruzado en los últimos cien metros le habían parecido Anita Melinatti. El asunto siguió su curso y acabó de la forma habitual: con un informe psiquiátrico de un médico forense y una sentencia leve en la que se la reconvenía por su comportamiento. Al cabo de unos días, Katharina Hoschek volvía a subir al escenario. A partir de entonces, siempre que alguien se interesaba por su extraño destino, ella se comportaba exactamente según se ha referido antes.