Después de la representación, el propietario y director del circo Lopopulo acudió a la galería que se encontraba detrás de los camerinos, donde lo esperaba una parte de la troupe. Tenían que hablar de la rescisión, prórroga o modificación de sus contratos de trabajo, que habían expirado. La caballista Anita Melinatti vivió por fin su momento de gloria, el momento de su triunfo, de su victoria definitiva: el director despidió a Katharina Hoschek, la echó sin contemplaciones, la puso literalmente de patitas en la calle. ¡Al fin se había acabado aquel ridículo «ballet sobre hielo»! ¿Patines de ruedas sobre planchas cubiertas de yeso? ¿Quién iba a pasar por caja para ver algo así? ¡Por no hablar ya de los cuatro hombres que tenían que colocarse en la galería superior para iluminar a la Hoschek con proyectores mientras ella hacía su número! ¡Su actuación apenas dejaba dinero para pagarlos! Lopopulo no tuvo más remedio que prescindir de ella. Sin embargo, al comunicarle el despido, bajó la cabeza como si se avergonzase… Anita lo observó con los ojos inyectados en sangre. ¡¿Qué significaba aquello?! ¡¿Aún se aferraba a aquella mujer?! Hay que decir que lo que aquí se dirimía no era su lugar en la pista —esta idea habría hecho reír a Anita—; lo que estaba en juego era un puesto bien distinto, en concreto, uno al lado del director. El destino fue duro con la Hoschek, que se había enamorado de él perdidamente y, aun así, prefirió guardar las distancias. Para su desgracia, llegó a vivir con él un momento inolvidable, que iba a costarle caro, pues Anita los descubrió y se enteró de lo que pasaba. A partir de entonces, hizo todo lo que estaba en su mano para librarse de ella, incluso recurrió al chantaje…
Los camerinos se vaciaron. Dos acróbatas ingleses pasaron por delante de Katharina hablando a voces, con muy poca delicadeza:
—La gente no quiere aprender nada nuevo, ése es el problema. Cuenta con dos o tres números, que pronto se agotan; siempre hay que tener algo en reserva… ¡Que viniera alguien a decirnos a nosotros que lo que ofrecemos no es suficiente…! ¡Se iba a enterar! Le cerraríamos la boca al momento con la mejor actuación que hubiera visto en su vida…
La Hoschek no prestó atención a sus palabras. Todo aquello le quedaba ya muy lejos.
—¿Y qué voy a hacer ahora?
Seguía mirando al director, que estaba de pie delante de ella. Notó que había bajado la voz y agachado la cabeza al mencionar su nombre. Aquel espectáculo era su última esperanza. Ahora tendría que hacer el equipaje, marcharse, pero ¿adónde? Trató de negar la realidad, retrocedió ante ella arrastrándose, hundiéndose en el dolor… Por fin reaccionó y fue a las duchas, totalmente embotada. Lo primero que necesitaba era refrescarse. Casi sin darse cuenta se acercó al agua, descubrió la parte superior de su cuerpo y se entregó al frío chorro de la ducha que salpicó su blanca piel. Su contacto era tan cortante como el filo de una cuchilla…
La Melinatti se acercó desde atrás. Ya se había desprendido de parte de su ropa, por lo que se podían ver los monstruosos tatuajes que cubrían sus brazos, sus hombros y su pecho, borrando cualquier forma redondeada. Se detuvo junto a la Hoschek, que evidentemente no la había oído llegar por el tamborileo del agua sobre la chapa. Por un momento, Anita fijó su mirada en la deslumbrante blancura de los hombros que tenía delante, una piel tan inmaculada como la de un niño, que contrastaba vivamente con la falta de brillo y de limpieza que caracterizaban aquel lugar. Por fin, la Hoschek advirtió su presencia.
—¡Dios mío, señorita Hoschek, no sabe cuánto lo siento por usted! —le dijo—. ¿Qué va a hacer ahora…?
—¡Ay! —dijo la Hoschek—. ¡Qué sé yo…!
—Pues no lo va a tener precisamente fácil —opinó la Melinatti, intentando parecer compasiva, pasando el brazo alrededor de sus hombros.
—Desde luego que no, señora Anita… Todo esto pinta muy mal. Pero ¿por qué va a interesarle a una dama como usted lo que pueda pasarle a una pobre muchachita como yo…?
—¡No diga eso! ¡Nada me gustaría más que poder seguir ayudándola! Pero no sé qué decirle… Mire, por ejemplo, las figuras que tengo yo por todo el cuerpo —dijo, mientras iba señalando sus tatuajes—, unas encima de otras… Seguramente me podría ganar el pan con menos esfuerzo que ahora, cabalgando todos los días, buscaría trabajo en un espectáculo de variedades o simplemente me presentaría en público en cualquier barraca de feria… Pero, bueno, como tengo un contrato, seguiré en el circo…
A la Hoschek se le pasó por la cabeza una idea disparatada:
—¡Si algo tengo claro es que jamás volveré a amar a ningún hombre! ¡Yo seguiré siéndole fiel toda mi vida! ¡Lo que me ha hecho pesará sobre su conciencia! Por su culpa seré una desgraciada para siempre…
No, no era una dama de circo esta Katharina, era una jovencita estúpida, y mucho me temo que, hubiera hecho lo que hubiera hecho, jamás habría llegado a nada.
La Melinatti le reveló que sabía hacer tatuajes. Aseguró que era toda una experta, el oficio le interesaba mucho e incluso disfrutaba con él, sobre todo en esta ocasión. Se ofreció a pagarle el alojamiento en una pensión de tercera durante los días que durase su trabajo, que resultó verdaderamente aniquilador. Se sentaba junto a su víctima en aquella habitación pequeña y lóbrega, mientras con la punta de una aguja iba aplicando todo tipo de ácidos y tinturas sobre la piel tersa y blanca hasta destrozarla por completo. El dulce cuerpo de Katharina Hoschek acabó convertido en un pedazo de carne teñido con mil colores, aunque también hay que reconocer que, de esta manera, se sentaron las bases de la nueva existencia que su compañera le había prometido…
La vida de la joven se tambaleaba y al final cayó en una especie de apatía en la que fue hundiéndose poco a poco, a medida que se acomodada a sus nuevas circunstancias. No tardó demasiado en acostumbrarse a trabajar con el viejo Nastupek, un empresario artístico venido a menos, y a la escasa decoración de la barraca, que todas las tardes, cuando el ruido y el bullicio se apoderaban de la ciudad, proyectaba sus luces hacia el cielo. Un cartel colgado en la puerta invitaba a los curiosos a contemplar el prodigioso espectáculo que se exhibía en el interior: