El cielo se había teñido de un azul excepcionalmente intenso. En aquella depresión circular en forma de embudo, el sol trazaba con una nitidez extrema el límite entre la luz y la sombra que se repartían por el entorno rocoso. Cada movimiento traía consigo una oleada de calor que reanimaba los miembros de una forma sorprendente, impulsándolos a avanzar. Arriba, en la cresta, blanca como la cal, brillaban los rayos de luz destellando con una frecuencia ondulatoria muy superior a la habitual. Eva se esforzaba por llegar al fondo de la dolina, donde el sofocante calor del mediodía parecía concentrarse sobre un pequeño lago. En su camino pasó por delante de una caverna que se abría bostezando al pie de la pared de roca, justo en la frontera que había entre las peñas cubiertas de hierba, que permitían avanzar ágilmente, sin mayor preocupación, y las primeras rocas a las que había que agarrarse con todas las fuerzas para ascender por aquella montaña serena y muda. Era una gruta pequeña y poco profunda, en unos pocos pasos se llegaba hasta el fondo. Eva se disponía a entrar para cambiarse de ropa y poder disfrutar de un merecido baño, cuando su perro, un gigantesco dogo, que sólo llevaba con ella cuatro semanas y atendía (¡hasta ese momento, porque esta vez no iba a ser así!) al nombre de Wanda, se afirmó en el suelo sobre sus cuatro patas y, atravesándose en el camino, empezó a tirar hacia atrás de su ama, que sostenía a duras penas la tensa correa. Haciendo un esfuerzo, logró llevar al espantado animal hasta el borde de una planicie rocosa situada justo delante de la caverna. Un agua pura se derramaba sobre ella, creando la ilusión de estar ante un suelo liso hecho de piedra artificial. Fue todo lo que pudo conseguir: a partir de ese punto, el perro se negó a continuar. De nada sirvieron las llamadas, las amenazas y los tirones. Eva montó en cólera. Recogió la correa y golpeó al perro con el extremo de cuero. De repente, el dogo se revolvió contra su ama gruñendo ferozmente, con un tono y una actitud que hasta entonces no había mostrado nunca. A Eva la tomó tan desprevenida que dejó escapar la correa. También puede ser que le traicionaran los nervios: al fin y al cabo, se enfrentaba sola a un animal del tamaño de un mastín. El hecho es que Wanda se liberó de su ama y bajó hasta el lago dando grandes brincos. Eva no tuvo más remedio que abandonar la gruta y seguir al animal a regañadientes.
El lago estaba frío, sobre todo en las zonas más profundas, donde el agua rodeaba el pecho como un anillo tibio y las articulaciones de las piernas como un bloque de hielo. En la orilla, por el contrario, la temperatura del agua no tenía nada que envidiar a la de una bañera, tanto en la superficie como en el fondo. Eva se estiró. Wanda se había metido en el agua junto a ella y bebía dando nerviosas lengüetadas. Luego trató de reconciliarse con su ama, frotando el hocico contra ella y agitando el rabo. Eva acarició suavemente la cabeza del animal. Había cerrado los ojos y recogido los brazos detrás de la cabeza. Subyugada por el calor, disfrutó un momento de una curiosa sensación; era como si aquel majestuoso sol tuviera el poder de levantarla del suelo y hacer que flotara en el aire.
Al cabo de un rato se dio la vuelta en el agua y ofreció su espalda mojada al ardiente astro. Parecía que estaba levantándose una ligera brisa. Se concentró en disfrutar de su frescor y no volvió a abrir los ojos hasta que notó que el viento había cambiado y empezaba a azotarla con fuerza.
Arriba, por encima de la cresta, cuya palidez le recordaba ahora la seca blancura de los huesos, colgaba una espesa nube que avanzaba rápidamente y debía de tener la misma consistencia que la piedra. La luz se había apagado. El temporal que se avecinaba iba comiéndole terreno a un cielo hasta hacía poco radiante, que había ido perdiendo su fulgor gradualmente hasta quedarse en un tono gris apizarrado. Llegado a este punto, se desató un verdadero vendaval, retumbó el primer trueno y empezaron a caer algunas gotas de lluvia todavía dispersas.
Eva conocía el tiempo cambiante de las montañas. Se puso en pie rápidamente y miró a su alrededor, buscando cobijo para sí y para Wanda. Recogió su ropa y, con el calzado bajo el brazo, corrió pendiente arriba para apartarse del agua, que atraía los rayos. Cuando ya casi había alcanzado la gruta de antes, Wanda se cruzó en su camino y le cortó el paso. Esta vez, el enorme perro se mostró mucho más violento. Ladraba furioso y no paraba de dar saltos que no sólo frustraban cualquier intento de arrastrarlo por la correa, sino que además impedían que su angustiada ama accediese a aquel refugio. De hecho, cuando decidió abandonar al perro a su suerte e intentó pasar a su lado y meterse en aquella pequeña cueva, Wanda se lanzó directamente contra su pecho rechinando los dientes. Eva, confusa, no tuvo más remedio que retirarse de allí y buscar cobijo bajo un saliente de roca a unos cincuenta pasos de distancia. El perro, ahora de nuevo tranquilo y obediente, la acompañó hasta allí y se echó a sus pies, mientras ella se secaba y se ponía la ropa.
Poco después caía el primer rayo, al que siguió inmediatamente un formidable trueno. Como suele ocurrir cuando un rayo cae cerca, sobre todo en alta montaña, se escuchó un claro chasquido que luego se desperdigó en mil fragmentos diferentes, como si se hubiera hecho añicos, igual que una vajilla que se hace pedazos. A aquel golpe le siguieron otros en rápida sucesión. Reinaba la oscuridad. Por fortuna, el viento cambió de dirección y esto evitó que la lluvia, rumorosa, chispeante, se introdujese en el refugio de Eva, que se apretaba todo lo que podía contra la pared de roca.
Sin embargo, la furia del temporal se aplacó tan rápido como se había desatado. Un silencio hueco se extendió sobre las rocas que rodeaban el lago, más desoladas que nunca, mientras el agua se escurría por ellas dejando a su paso sinuosas bandas de color oscuro. Un cielo apacible, de nuevo resplandeciente, se reflejaba aquí y allá en charcos y riachuelos.
Eva, que entretanto ya se había vestido, no sin dificultad por la estrechez de su refugio (también hay que decir que había evitado por todos los medios chocar con el perro que yacía inmóvil a sus pies), decidió suspender entonces su solitaria excursión y regresar al valle. Abandonó el abrigo que le habían ofrecido aquellas rocas y trató de coger la correa de Wanda, pero, antes de que lo lograra, el animal, que se había levantado al mismo tiempo que su ama, salió corriendo delante de ella, dando alegres saltos por la pendiente, en dirección a aquella gruta fatal en la que, ahora sí, se introdujo sin dudarlo un momento para salir inmediatamente después, agitando alegremente la cola, saltando hacia su ama. El dogo, impaciente, recorrió varias veces la distancia que mediaba entre la pequeña gruta y Eva, y que poco a poco iba reduciéndose, loco de alegría, ladrando amablemente de vez en cuando. Eva llegó por fin a la entrada de la gruta. El perro se colocó a su lado, pegado a ella, olfateó y levantó la vista.
Al principio, la muchacha no notó nada; tampoco es tan raro que se nos escapen cosas que en realidad saltan a la vista. Luego, sin embargo, descubrió a sus pies una larga grieta ennegrecida que recorría la roca y llegaba hasta el fondo de la caverna, testigo mudo de la violencia con que la naturaleza hace bajar fuego del cielo. El profundo surco que había abierto la fuerza del rayo en la piedra lisa, maciza, era como una arruga de ira en la ancha frente de una diosa inmaculada.
Eva sintió un estremecimiento. Avanzó sobre la superficie de roca, se agachó y entró en la gruta, que no tendría más de tres metros cuadrados. Wanda iba dando brincos detrás de su ama, moviendo rítmicamente la cola para demostrar su alegría. El rayo había llegado hasta el último rincón de la caverna, dejando tras de sí una aterradora huella. Cuando Eva salió fuera, vio al dogo sentado al sol tranquilamente sobre sus patas traseras. La muchacha se arrodilló junto al perro, tomó su enorme cabeza entre las manos y miró los redondos ojos del animal que en su insondable profundidad, en su absoluto vacío, parecían haberse desprendido de la bóveda azul celeste que resplandecía en lo alto.