La pequeña anécdota que voy a relatar me la contó una vez mi jefe de escuadrón y, al mismo tiempo, amigo y camarada, el maestre de caballería barón Von U., quien la protagonizó en x 916 en el norte de Francia. Entonces —¡las cargas de caballería ya eran cosa del pasado!— era comandante de una compañía de ametralladoras destacada en el frente, que no dependía de ningún batallón en concreto y se enviaba allí donde hacía falta, es decir, donde peor iban las cosas. Una vez le ordenaron ocupar una posición cuya línea de trincheras discurría cerca de un palacio abandonado y en parte cruzaba sus jardines. Ambos, tanto aquel edificio de ensueño como su jardín, habían sido duramente castigados por la artillería enemiga, y los árboles ya viejos habían sido derribados en su mayor parte, de modo que, cuando uno miraba al exterior desde las habitaciones donde los hombres solían acomodarse para descansar después del servicio, veía abrirse el turbio cielo de noviembre por encima de una explanada cubierta de cráteres. El señor Von U. también había escogido una de aquellas habitaciones para instalar su lecho y el teléfono de campaña.
Poco a poco, los soldados fueron trasladándose al sótano, pues la casa se caía a pedazos. Los impactos de las granadas, ligeras o pesadas, habían provocado grietas que se extendían por los muros grises incluso allí donde no parecían dañados. Justo al lado de la rampa de entrada se abría una brecha que partía del portal y atravesaba un grupo de angelotes a los que se había representado trenzando coronas: a uno le faltaba un brazo o una piernecita, a otro la mi taddel cuerpo, incluso había uno que se había caído entero al suelo y yacía al lado de la escalinata mirando hacia abajo, con la cara sepultada entre las huellas de los coches que llegaban allí por la noche transportando municiones y cocinas de campaña.
Por su parte, el señor Von U. prefirió quedarse en una de las habitaciones del ala izquierda del edificio, la que se encontraba en la esquina de la primera planta, que en poco o en nada se distinguía del resto, pues estaba tan dañada como las demás. La estancia contaba con el mismo mobiliario que estaba distribuido por toda la casa, una decoración sobria y elegante que se extendía incluso a los descoloridos grabados que colgaban aquí y allá, guarnecidos con estrechas molduras de oro. Había un tapiz que representaba el triunfo de Ariadna. En ningún lugar del palacio, salvo acaso en el comedor, había muebles verdaderamente pesados, ningún escritorio macizo, ningún armario voluminoso. La mayor parte de lo que allí se veía debía de proceder de mediados del siglo XVIII, en algún caso de época napoleónica.
Al señor Von U., que vivió los últimos días de este palacio sabiendo que en un momento dado podían convertirse también en sus últimos días, no le desagradaba deambular a través de aquellas estancias pálidas, espaciosas, en las que, a pesar del vacío que había quedado después de haber sido desalojadas por la tropa, parecían subsistir dos mundos totalmente distintos enfrentados en una lucha a muerte. Lo que se había destruido era relativamente poco. Pero ese poco en un cuerpo tan tierno bastaba para dar la impresión de una herida grave y mortal. Sus hombres habían ocupado el comedor de paredes blancas que se encontraba en el centro del edificio y lo habían convertido en algo parecido al dormitorio de un cuartel. Cada soldado había buscado un sitio y lo había mullido con paja. Uno al lado de otro, formaron dos largas filas. En el centro habían dejado un espacio libre a modo de pasillo, para que en caso de alarma no tuvieran que pasar uno por encima de otro. Ahora que se habían trasladado al sótano, sin duda menos agradable, ya no quedaba paja, ya no había lechos ni ninguno de los pertrechos militares que solían dejar junto a la cabecera: el casco de acero, la pala, el ceñidor, todos de un riguroso color gris, sin brillo. La estancia estaba vacía como antes, pero ahora tenía un aspecto más descuidado, como si estuviera abandonada. Las tablillas del parquet formaban cuadros. En otro tiempo, brillaba pálidamente, pero ahora yacía bajo el polvo y la suciedad, opaco y arañado por las botas. Aún se podía distinguir el camino que recorría la tropa por el amplio sendero de barro seco que partía de la entrada y discurría a lo largo de la sala, señalando el espacio libre que había quedado entre los lechos. La paja con la que se habían hecho había servido además para proteger el suelo: la superficie limpia a ambos lados de la franja de suciedad hacía que la huella alargada que había dejado el ir y venir de los soldados fuera aún más nítida. Aquella franja se extendía a los dos salones contiguos y, aunque se iba estrechando, llegaba hasta el ala del edificio donde se encontraban los aposentos del maestre de caballería, pues el barro de las trincheras se pegaba a las botas de los suboficiales y de los ordenanzas que venían a informar tanto como a las de cualquiera de los demás soldados.
Después de que su gente se mudase al sótano, el señor Von U. contempló, no sin una nostálgica admiración, este espacio, en otro tiempo tan dulce, que contaba con una terraza antepuesta provista de una amplia escalinata que descendía hasta el jardín. El cambio que se había operado en la sala era mucho mayor de lo que cabría esperar si se atendía exclusivamente a los elementos concretos que se habían alterado; en realidad, se habían limitado a desplazar la larga mesa del comedor, cubierta con una pesada placa de mármol, desde el centro de la sala hasta la pared del fondo, y luego habían amontonado sobre ella veinticuatro silloncitos dorados bastante más ligeros. Dispersos alrededor de la amplia estancia quedaban aún restos de paja, y en uno de los rincones se apilaba un montón de cajas vacías.
Contemplando todo aquello, recordó el día de su llegada aquí. El frente se había desplazado algunos kilómetros y ahora se encontraba justo en este lugar. A la mañana siguiente había visto los árboles de la parte anterior del parque saltando por los aires hechos astillas, tronchados bajo el contundente fuego de la artillería enemiga. Esa misma mañana, la casa había recibido también los primeros impactos. Sin embargo, la tarde anterior, al entrar en esta sala justo en el momento en que empezaba el crepúsculo, sintió que llegaba a un refugio, a una extraña isla de paz, la última que iba a encontrar en un territorio agitado por la guerra. Sus pasos despertaban ecos en la estancia, la tarde brillaba azul en lo alto a través de los cristales, al otro lado del jardín, entre los árboles sin hojas, se distinguían los contornos de las lejanas colinas, que se recortaban nítidamente contra el horizonte. El señor Von U. recorrió los pasillos laterales revisando cada una de las habitaciones. Fue entonces cuando se decidió por la última habitación de la izquierda y ordenó cerrar… la otra ala.
Hoy, como casi todos los días desde aquella mañana, se quitaba las botas sucias aquí, en el comedor, abría las altas puertas blancas y las cerraba de nuevo tras de sí para hacer una breve visita a este pequeño reino, donde todo seguía como siempre. Aquí no se había registrado aún ningún impacto que hubiera roto el recogimiento de estas estancias y las hubiera entregado al viento y a los elementos, a la suciedad y al polvo. Mientras al otro lado, en la otra parte, donde él vivía, dos mundos demasiado distintos parecían mantener una lucha invisible, por decirlo de alguna manera…, aquí esa lucha no había comenzado todavía. Una tierna nube de aromas lo envolvía inmediatamente después de haber atravesado estas puertas, en ella no se mezclaban ni el olor a grasa de los fusiles ni los pesados olores que todas las tardes salían de la cocina de campaña y llenaban las salas con los efluvios de las fuentes de comida. Aquí seguía reinando el silencio y, aunque alguna vez penetrara el ruido de fuera, se percibía como algo lejano, por más que estuviese cerca. El señor Von U. solía avanzar paso a paso, lentamente, hasta la última habitación del ala, y al llegar allí se quedaba a descansar un ratito.
Era absolutamente evidente que se trataba de la habitación de una dama… Por otra parte, ¿había alguna estancia en esta casa que pudiera considerarse netamente masculina, alguna estancia de la que, por ejemplo, se hubiera podido decir que pertenecía al señor de la casa? Había un pequeño secreter decorado junto a una de las ventanas, que daba al jardín. Al lado, sobre la pared, se veía un cordón ancho, lleno de bordados, para hacer sonar la campanilla. El maestre de caballería se recostó con cuidado sobre una chaise longue. Desde aquí, mirando en diagonal a través de las cortinas, se podía ver el cielo sin que la vista rozase ni uno solo de los árboles que habían quedado hechos astillas allí fuera. El frente callaba, por más que de vez en cuando llegara hasta allí su lejano fragor. Al cabo de un rato empezó a caminar en calcetines de un lado a otro de la habitación y al final se dejó caer delante del pequeño escritorio.
Del secreter salía a raudales un aroma verdaderamente intenso, que parecía provenir de sus cajones. Naturalmente, al señor Von U. no le apetecía examinar si estaban abiertos o cerrados. Se entregó al influjo de este perfume, apoyó la cabeza sobre los brazos y cerró los ojos.
Durante aquellos días pasó muchos momentos como ése en el pequeño boudoir, donde, si se lo hubieran preguntado, habría asegurado con toda seriedad que encontraba un consuelo especial. En las últimas veinticuatro horas, la artillería enemiga, que hasta entonces había batido fundamentalmente la parte delantera del jardín, por donde discurría la línea de trincheras, llevó su fuego hacia atrás, de modo que el palacio, que para entonces se encontraba al descubierto una vez que el jardín había quedado completamente arrasado por las granadas, empezó a recibir impactos cada vez más frecuentes. Muchas veces, cuando el maestre de caballería se había echado unas horas a dormir, escuchaba entre sueños el ruido de las explosiones. Naturalmente, aquello no bastaba para despertar a un viejo soldado curtido en el frente, pero cuando por fin se levantaba y recordaba el escándalo que había sentido en no pocas ocasiones a lo largo de la noche y el crujido de las paredes al venirse abajo convertidas en escombros, intentaba buscar un momento, en cuanto sus obligaciones se lo permitían, para pasar a la otra ala, echar un vistazo a las habitaciones de «Madame» —así la llamaba él— y comprobar que no había ocurrido nada. Por fortuna, todo seguía intacto. Más de una vez tuvo la impresión de que aquella quietud que había quedado allí después de que la señora hubiera abandonado el palacio, en una partida a buen seguro precipitada, era más fuerte que todo el acero que llegaba silbando amenazadoramente con una calculada trayectoria; más aún, que, de alguna manera, aquella estancia era invulnerable.
Finalmente, también el señor Von U. se vio en la necesidad de mudarse al sótano.
Al alba, después de pasar la noche en la trinchera, volvió al palacio para dormir un poco en aquel subterráneo tan desapacible. No mucho después comenzaban de nuevo los disparos y esta vez, según parecía, estaban alcanzando su objetivo. Cada pocos minutos se producía un impacto que retumbaba en todo el edificio, las vigas saltaban hechas astillas, las paredes de piedra se desmoronaban y en dos o tres ocasiones se escucharon hundimientos que se producían en la planta de arriba, seguidos por un rumor prolongado, semejante a un murmullo. Pasaron algunas horas, el fuego fue cediendo y, por fin, cesó por completo.
La luz del día iluminó una devastación casi absoluta. El que fuera aposento del maestre de caballería había quedado arrasado, techo y suelo estaban llenos de boquetes, la fachada que daba al jardín se había desplomado dejando las habitaciones al descubierto, el empinado tejado se inclinaba peligrosamente amenazando con desplomarse de un momento a otro. El ala izquierda del edificio parecía ser la más afectada y, junto a ella, probablemente, la parte central. El muro del comedor se había venido abajo. El señor Von U. acudió a toda prisa al punto donde mantenían la posición más adelantada. Allí habían pasado una noche relativamente tranquila. Parecía evidente que el fuego se había concentrado en puntos por los que se accedía al emplazamiento, tal vez porque el enemigo sospechaba que iban a llegar tropas de reserva o porque temía un reagrupamiento aprovechando el parapeto que ofrecía el palacio.
Nada más regresar, el señor Von U. se dirigió inmediatamente a la habitación de Madame. Entraba la luz y olía a aire fresco. Eso fue lo que más le llamó la atención al principio. Era más que suficiente para saber lo que había pasado. Las estancias que daban a la parte delantera habían sufrido pocos daños, aunque encontró un montón de escombros y cascotes en el suelo, y justo encima, en el techo, un agujero del que partían largas grietas. Cuando por fin abrió la habitación que había servido de escritorio a Madame, se encontró, por así decirlo, al aire libre. Un proyectil la había atravesado partiéndola en dos, arrasándola prácticamente por completo. El secreter estaba volcado, hecho astillas, el tablero se había desprendido, y de su interior salía un vasto torrente de color violeta que se derramaba sobre el suelo y llegaba hasta el centro de la habitación.
Eran cartas, todas del mismo color y con la misma forma; había cientos de ellas. Algunas se agitaban temblorosas por el viento que soplaba ligeramente.
El señor Von U. se quedó bastante afectado. Dudó un instante. Luego se agachó y recogió algunas de las cartas. Todas estaban dirigidas al mismo destinatario y habían sido escritas por la misma mano. En el encabezamiento figuraba el nombre del palacio, de modo que un día habían sido enviadas desde aquí, aunque resultaba evidente que las habían devuelto y, al final, se habían guardado todas juntas en aquel escritorio. El maestre de caballería buscó la firma y de esta manera descubrió el nombre de la dama en cuya habitación había pasado momentos tan gratos. Empezó a leer la primera hoja, pero de pronto la apartó de sí y la volvió a meter rápidamente en su sobre. Su vista se detuvo en una carta que aún permanecía en el fondo del cajón del secreter; estaba fechada en el año 1896. Otra que recogió del torrente que se extendía por el centro de la habitación era del año 1912. Lo que tenía a sus pies era parte de una correspondencia amorosa que había durado más de quince años.
El señor Von U. acababa de llegar a esta conclusión y aún seguía inclinado sobre aquella montaña de cartas, embriagado con ese aroma que tan bien conocía por las tardes que había pasado fantaseando junto al secreter, cuando escuchó unos pasos decididos que se acercaban a toda prisa por el corredor. El maestre de caballería se asustó al darse cuenta de que esta vez, con las prisas, había olvidado cerrar la puerta tras de sí.
Era una nota urgente que debía recibir de inmediato. Mientras el soldado que se la había traído miraba a su alrededor asombrado, los ojos del maestre de caballería volaron sobre aquellas líneas.
Las tropas de reserva ya estaban en camino y se concentrarían en este emplazamiento. Eso significaba que tendrían que retirarse al sótano. Era posible que estuviesen planeando dirigir un ataque desde esta posición para corregir una ligera curvatura que habían apreciado en el frente. Todo eso significaba movimiento, llegada de nuevos soldados que inundarían el lugar y seguramente la despedida definitiva de este palacio, que en su ocaso se había vuelto todavía más entrañable.
El señor Von U. permaneció un momento mirando absorto el torrente de cartas que tenía a sus pies. De vez en cuando, el viento movía alguna de las hojas, la levantaba del suelo y la arrastraba como si quisiera llevársela revoloteando hasta el jardín de abajo. El maestre de caballería ordenó que viniera el sargento primero con dos hombres y luego pasó a la habitación contigua. Miró a su alrededor y no tardó en encontrar una especie de cajón, un cofre más o menos grande. Lo recogió, volvió adonde estaban las cartas y empezó a meterlas dentro, repartidas en capas, poniendo mucho cuidado en no dejarse ninguna. En éstas seguía, cuando llegaron sus subordinados. El sargento primero recibió las órdenes oportunas y desapareció inmediatamente; a los dos soldados les ordenó que esperasen. Al principio se quedaron asombrados viendo cómo se comportaba el maestre de caballería, pero luego, sin decir palabra, se pusieron a ayudarle. Entre todos reunieron aquellos pequeños sobres ligeramente perfumados y los fueron colocando unos sobre otros, en sucesivas capas, dentro del cofre. Una vez acabaron, el señor Von U. se encargó de cerrarlo y ordenó que lo bajaran. La llave la arrojó allí mismo, entre los escombros.
Salió de la casa y mandó que cavaran una fosa, luego cruzó el jardín para inspeccionar la línea de trincheras. Cuando regresó, la fosa estaba lista y era lo suficientemente profunda. El cofre se encontraba a un lado. Entretanto, en el frente volvía a cundir la alarma, el bombardeo empezaba de nuevo. Al caer la tarde, el maestre cumplía por fin su propósito.
Una auténtica catarata de proyectiles se abatía sobre el palacio. Agachándose para evitar la metralla, bajó la caja a la tumba, mientras a su espalda los muros y la cubierta de la parte central del edificio se desplomaban pesadamente. Era tanto el estrépito que parecía que el palacio entero fuera a hundirse en la tierra. Nubes de polvo flotaban entre los árboles sin hojas. Se incorporó y, algo ausente, se quitó el casco de acero y bajó la vista a la pequeña tumba. Ya había oscurecido, y al otro lado relampagueaban los cañones de las baterías que hacían fuego sin parar, derramando sobre aquella posición una fragorosa catarata de proyectiles que pasaban sobre su cabeza siguiendo una certera trayectoria.
Cubrió la tumba y pisó la tierra. Ya había terminado, cuando la artillería de su propio ejército abrió fuego para responder al ataque enemigo. El ruido era infernal, la bóveda celeste retumbaba con un eco atronador rasgada por luces que destellaban hasta en el último confín. Un hombre atravesó el jardín envuelto ya en la penumbra y se acercó corriendo hasta él. Traía un mensaje que tuvo que gritarle al oído, ya que una de las ametralladoras del maestre de caballería emplazada en la línea de trincheras había empezado a tabletear apresuradamente. Acababan de llegar los primeros refuerzos y el alto mando había ordenado un ataque para el día siguiente a las cinco de la madrugada. Bajó la vista a la tierra apisonada que tenía a sus pies, pero la oscuridad lo cubría todo y ya no pudo distinguir el lugar donde yacía el cofre. El suelo se había igualado por completo. Se dio la vuelta, y en ese instante escuchó un fuerte impacto. Levantó la mirada y alcanzó a contemplar cómo se venía abajo el extremo del edificio donde en otro tiempo había estado el escritorio de Madame, en medio de una espesa nube de humo y polvo.