UN INSTINTO INFALIBLE

Como todo el mundo sabe, Budapest es una de las ciudades más hermosas de Europa. Pongamos que una tarde, a comienzos de verano, uno tomase asiento en la terraza de cualquiera de los cafés que se encuentran a orillas del Danubio, por encima del puente Petófi, donde llegan los vapores, cerca del puente de las Cadenas, desde donde vería una soberbia ola de colores, distancias y bulliciosa inmediatez rompiendo contra las rocas ante él, bajo un crepúsculo de oro. La corriente entra triunfante en la ciudad, que se entrega a ella sin reservas, recogiendo y repartiendo su pesada, su honorable carga, pues el Danubio que llega aquí, a la capital del antiguo reino de Hungría, ya se ha convertido hace tiempo en una majestuosa corriente que llena la llanura, muy diferente de cómo es en Viena, donde todavía muestra cierta inmadurez juvenil, porque en el fondo aún no se ha liberado por completo del carácter que le insuflan sus afluentes alpinos, y los traviesos espíritus del Inn y del Enns siguen agitando sus aguas, formando remolinos, nada que ver con el dios río de aquí, que ya ha vuelto a su esencia y ha encontrado una expresión propia para su fuerza. Más allá de Gónyü, la transformación es todavía más clara, la corriente rodea la gran isla de Schütt y a continuación extiende aún más su curso, abriéndose a derecha e izquierda en amplias vegas donde crecen árboles cuyas copas erizan el fantástico horizonte de la llanura como si fueran crestas de espuma de color verde azulado.

Cuando la corriente entra en la ciudad, traza una curva cerrada a la derecha, como si quisiera dar a entender que la porción de tierra que se cruza en su camino, la colina de Buda, es demasiado para ella. Está a punto de ver lo más precioso de la capital. El castillo y el grandioso edificio del Parlamento que se extiende a lo largo de la orilla, pilar tras pilar, siglo tras siglo, como si su sobria piedra gris proclamara con dignidad el glorioso pasado del pueblo más lúcido y con más dotes políticas del continente. Al fondo, en lo más alto de la colina de Gellért, san Gerardo sostiene la cruz mirando hacia el Este, contemplando la infinita planicie, ante la que se comprende la música de esta nación, su rumoroso canto, cadencioso como el de la cigarra, quebrado únicamente por las vivas llamas de unos sueños heroicos encantadores. Al mismo tiempo, la cruz que el santo levanta es la profesión de fe de Europa y el símbolo de la antigua alianza, no siempre dichosa, con el Sacro Imperio Romano, aquella alianza que, a pesar de las múltiples dificultades que atravesó y de las pruebas a las que fue sometida, no falló jamás en los momentos decisivos, porque, cuando Oriente se alzaba desafiante y amenazaba con sumirnos en la nada, en una tiniebla que lo absorbía y lo devoraba todo, los primeros que guardaban las puertas del Imperio eran los magiares, actuando como leales caballeros y derramando su sangre por nosotros.

Ahora, sin embargo, la trepidante capital ha perforado esa honorable montaña abriendo un agujero por el que desaparecen el puente y la calle con su tumultuoso tráfico brillando bajo el sol, mientras que otro torrente de personas y vehículos sale por la boca del túnel en dirección opuesta. Si miramos en diagonal desde la mesita que ocupamos en la terraza del café hacia el otro lado de la corriente, tal vez veamos un vapor blanco de grandes dimensiones con las chimeneas abatidas que cruza por debajo del puente justo en ese momento, un jirón de vida que tiembla y se agita colgado del sol de la tarde, cuyo fulgor se concentra en el cristal de una única ventana que destella con un blanco vivo, tal vez el polvo rojizo se eleve en el aire flotando detrás de los veloces vehículos y una motora abra una larga grieta de espuma a través de la corriente que resplandece, en parte hendida y hecha pedazos, en parte inalterada y perfecta, una lámina cristalina que no deja de fluir, y entonces es posible que deseemos poder desprendernos de nuestro propio yo, esa limitación que nos impide actuar en este colorido tapiz de la vida como un modesto hilo, acercándonos a la verdadera existencia, uniéndonos a ella como de hecho lo estamos.

Pues bien, allí me encontraba yo, sentado con mi amigo Géza, un pintor. Los húngaros son un caso aparte. Alegres y despreocupados, así son, lo cual no deja de ser envidiable; de hecho, pueden parecer superficiales, pero en los instantes decisivos, cuando se impone la seriedad, sorprenden por su buen juicio, mostrándose tan sensatos como cualquiera de nosotros. Un auténtico húngaro tiene una sensibilidad especial para distinguir lo correcto, pero se da por satisfecho sabiéndose dueño de ese instinto, no lo guarda en botellas ni lo clasifica en la bodega ideal de un escolástico; muchas veces pasa por encima de sus propias normas de una manera que puede resultar frívola, no le importa pensar una cosa y decir justo lo contrario, y lo hace del modo más jovial, pues, en el fondo, no concede mayor importancia al discurso o a la definición de un concepto, no le va nada en ello. Hay que aprender a aceptarlo tal y como es. Cuando cualquiera de nosotros llega con sus frases rimbombantes, bien pensadas, manejando tales y tales conceptos, apoyándose en determinadas premisas metafísicas sobre las que se eleva como si fueran zancos, el pobre bácsi se asusta, le parecemos monstruos que se levantan sobre mil piernas postizas, miriápodos reflexivos, pues para él, que todavía está unido a una especie de seno materno metafísico, todo eso es connatural y ha de darse por sentado. Cuando hablas con él, descubres que ya sabía todo eso…, sólo que a su manera. Hay que aprender a aceptarlo. Cuando estás con un auténtico húngaro, debes mostrarte tan sencillo como el hombre natural que eres, de esa manera os convertiréis inmediatamente en camaradas.

También yo tuve que aprender a aceptar a Géza, a él y sus ocurrencias, con las que siempre había que contar. Es algo propio de ellos. Son personas osadas, dispuestas a apartarse en cualquier momento del modelo ejemplar, de la línea trazada, sin inmutarse, con toda tranquilidad, por grotesco que parezca.

—¿Te he contado alguna vez la historia del dedo del pie amputado? —dijo Géza de pronto, cuando empezó a sentir el fresco de la tarde que llegaba desde la corriente hasta nosotros.

Esperaba que me hablase de la última calaverada que se le había ocurrido hacer, pero resultó que el asunto era antiguo, venía de la época en la que Géza todavía era estudiante y acudía a la Academia de Bellas Artes, y yo había pasado algunos meses viviendo en Budapest. El hecho es que jamás me había dicho una palabra de aquel asunto.

Una tarde, según dijo, lo había pasado verdaderamente mal por culpa de una muchacha. Estaba muy disgustado, porque la joven a la que pretendía, de momento sin ningún éxito, lo tuvo esperando buena parte de la tarde en el café donde habían quedado —el mismo que frecuentábamos en aquel entonces todos nosotros—, y al final le dio plantón. Además, no era la primera vez que sucedía.

Esa misma mañana, Géza había estado en el Instituto Anatómico Forense, al que debían acudir obligatoriamente todos los estudiantes de Bellas Artes. El caso es que aprovechó su visita para robar el dedo de un pie. Era verdaderamente grande y había pertenecido a un hombre. Lo habían amputado por la articulación con un corte limpio que había dejado una herida lisa, rosada.

Géza se lo había traído al café envuelto en un trocito de papel.

Bien fuera para desahogarse y olvidar de alguna forma el enfado que tenía, bien fuera para buscar algo que lo distrajera un rato, lo cierto es que se le ocurrió meter aquel dedo en el bolsillo de uno de los innumerables abrigos que colgaban de los percheros, amontonados unos sobre otros. Naturalmente, su intención era no perder de vista el abrigo y observar cómo reaccionaba su dueño cuando lo recogiera y se lo pusiera.

Sin embargo, no ocurrió así. Bien fuera porque Géza había vuelto a hundirse en la melancolía, y tal vez por ello también había vuelto a sumergirse en el coñac, bien fuera porque la gente que llenaba los diferentes salones del café no paraba de ir de un lado a otro, cruzándose y formando grupos que le tapaban la vista, el hecho es que, cuando volvió a acordarse de su dedo y quiso echar un vistazo, el perchero que antes estaba atestado de ropa se encontraba ahora vacío y el dueño de aquel abrigo había desaparecido llevándose, junto con la prenda, un dudoso obsequio. Entonces se dio cuenta de que ya habían pasado tres horas; no merecía la pena seguir esperando, su cita no iba a venir. El café se había vaciado. Triste y abatido, decidió marcharse de allí.

Yo había seguido su historia con mucha atención y tampoco dejé de escuchar las consideraciones que añadió más tarde, las sospechas que abrigaba y las preguntas que desde entonces, según me dijo, le venían a la cabeza de vez en cuando. ¿Qué habría sucedido al final? ¿Habría acudido aquel hombre a la policía? ¿O habría tomado una decisión tajante y se habría deshecho del dedo arrojándolo directamente a las aguas del Danubio?

A primera vista, parecía lo más probable, pero él no estaba convencido de que hubiera sido así.

—Curiosamente, toda persona alberga en su interior un poso de mala conciencia que oculta en alguna parte, y estoy convencido de que el dueño del abrigo no volvió a estar tranquilo desde que descubrió el dedo. Por ejemplo, cuando un policía se le acercaba por la calle, sentía que debía esconder su dedo cortado (¡porque ahora ya era el suyo, un asunto que lo comprometía directamente a él!), para no verse implicado en algún turbio asunto. Es increíble —siguió diciendo Géza— lo difícil que resulta deshacerse de un objeto sospechoso cuando lo llevamos encima. Nos sentimos observados. Si nos sorprendieran con un dedo amputado y nos preguntaran por él…, creo que nos sentiríamos abrumados y empezaríamos a tartamudear como un criminal al que han desenmascarado, incluso llegaríamos a mentir sin ninguna necesidad, enredándonos en nuestras propias explicaciones, contradiciéndonos… ¡¿Cómo puede haberle sentado al dueño del abrigo hallar aquel inocente dedo que yo mismo deslicé en su bolsillo?! ¿Cuándo se daría cuenta? ¿Qué estaría haciendo entonces? ¡Seguro que fue corriendo a denunciarlo a la policía! —opinaba Géza—. ¡Es lo más probable! ¡Con toda seguridad!

—Pues te aseguro que no sucedió así —dije yo.

Me miró con los ojos redondos como platos, perplejo por la seguridad con la que le había hablado, sin terminar de comprender. No quise ocultar la verdad por más tiempo y dije:

—Lo sé porque aquel abrigo era el mío.

¡Qué cara puso el pobre Géza! ¡Era para hacerle una foto! Después de la sorpresa inicial, la preocupación se dibujó en su rostro. Sus bondadosos ojos azules se abrieron desmesuradamente, apoyó la mano sobre mi brazo y, por fin, balbució unas palabras.

—¡No sabes cuánto lo siento!

No lo pude evitar y empecé a reírme a carcajadas. Cuando recuperé el aliento, le conté lo que había ocurrido a partir de entonces, cuál había sido mi experiencia, la historia que él acababa de contar, pero vista desde el otro lado, por así decirlo.

Aquella tarde yo también tenía una cita con una joven; sólo que ella, a diferencia de lo que había ocurrido con la pareja de Géza, sí que llegó y debo decir que con suma puntualidad. Habíamos quedado en vernos en el café Gerbaud, en el puente Vórósmarty. Al llegar, le entregué el abrigo al camarero para que lo colgase al fondo, cerca de mi mesa. Esperé en el salón hasta las cinco menos cuarto y luego salí rápidamente por la puerta de atrás. La dama ya estaba esperándome en una de las mesas de la cafetería. Le pedí que me disculpara un momento, porque había intentado hacer una llamada de teléfono desde el salón y no había conseguido comunicar, tenía que solucionar urgentemente un tema de trabajo y quería llamar otra vez desde allí.

Fue entonces, en la cabina, al sacar la calderilla del bolsillo derecho de mi abrigo, cuando salió a la luz aquel dedo.

Cuando lo desenvolví del papel y me di cuenta de qué se trataba, lo examiné minuciosamente al resplandor de la luz eléctrica. La carne era muy pálida, pero lo que más me llamó la atención, aún lo recuerdo hoy por lo significativo que llegaría a ser poco más tarde, fue que sobre aquella carne tan pálida, en la primera falange, hubiera varios pelos largos y negros. Oculté mi hallazgo guardándolo de nuevo en el bolsillo, logré telefonear y volví a la mesa, aunque antes abrí un momento una puerta y me libré del dedo, que desapareció inmediatamente en un torbellino de agua. Al parecer, el asunto estaba resuelto.

Ahora volvía a estar sentado con aquella joven, en la intimidad de la cafetería. Después del té, habíamos pensado tomar el metro en el puente Vórósmarty y salir a los bosques de la ciudad para pasear un rato. De hecho, cuando propuse quedar en el Gerbaud, ya tenía esta intención, pues en aquella época vivía solo en la calle Nagy János, en las afueras, no muy lejos del bosque, y tal vez pudiera invitar a aquella hermosa joven a disfrutar conmigo de una modesta cena casera. Ésos eran mis planes.

Pero entonces todo cambió. Me sentía incapaz de moverme del Gerbaud y busqué todo tipo de pretextos para permanecer allí. No era consciente de lo que ocurría en realidad. Saqué mil temas de conversación para seguir sentado con la joven; la atiborré de dulces, que a ella no le apetecían; hasta le hice creer que, muy a mi pesar, tendríamos que quedarnos allí, al menos de momento, ya que esperaba una llamada telefónica, un asunto importante, temas de trabajo. Fue entonces cuando vi claro que detrás de todo aquello se escondía otra cosa: el dedo. Me acuerdo perfectamente de aquel instante. Ella pensó que, en el fondo, yo no quería salir a dar ese paseo por los bosques (y aún menos que acabara con una cena en mi casa, pues es posible que hubiera intuido cuáles eran mis planes, ¿quién puede saberlo ya?; desde luego, ella sabía por una conversación anterior que yo vivía solo en aquella zona). Al ver que iba a pasarse toda la tarde sentada en el Gerbaud, aburrida, se quitó el sombrero. Luego se volvió hacia el espejo y pude ver su nuca. Era extraordinariamente pálida. Sobre ella destacaba un mechón solitario, bastante largo (¿acaso no había tenido tiempo de ir a la peluquería últimamente?). Aquello me reveló que durante todo ese tiempo había sido el dedo el que, por así decirlo, había estado taladrándome el cerebro y me había robado la alegría, la ilusión por la vida y hasta mi pasión de hombre.

—Como puedes imaginar —concluí, inclinándome sobre la mesa hacia Géza—, mi historia con ella no llegó a nada. Nos quedamos en el Gerbaud hasta el anochecer. Fue una de las últimas veces que vi a Erzsi… Además, dos días más tarde, tuve que viajar a Viena y me quedé allí algún tiempo.

—¡¿Erzsi…?! —exclamó él—. ¿Te refieres a Erzsébet, aquella muchacha de cabello castaño que estuvo tantas veces con nosotros en el café? ¿Fue ella la que…?

—Sí —dije yo.

Él se quedó callado, hundido en sí mismo, como si empollara un huevo que contuviera uno de los enigmas de la vida. Al cabo de un rato me enteré de que aquella tarde, más o menos a esa hora, había estado esperando en el Gerbaud a aquella misma mujer.