EL GOLFO DE NÁPOLES

En última instancia, lo que impulsó a Victorin a bajarse de la cola de aquel tren en el golfo de Nápoles sin que nadie lo advirtiese, justo en el momento en el que ya reemprendía la marcha, es un enigma. Con todo, ya hacía algún tiempo que se daban las condiciones para que tuviera arranques de este tipo, decisiones espontáneas, más o menos descabelladas, a las que no eran ajenos ni su musculatura ni sus nervios, pues está claro que sin ellos no se habrían producido. Siempre que nos sentimos mal, que notamos un vacío dentro de nuestra piel, nos esforzamos por encontrar fuera algún estímulo que nos permita recuperar la vitalidad que nos falta; parece evidente que al actuar así quedamos a merced de la casualidad más ciega, que en la mayoría de los casos no trae consigo más que el mismo vacío que pretendíamos llenar. Eso es precisamente lo que le había sucedido a Victorin en la gran ciudad de P., donde se había dejado engatusar por el anuncio de un «Parque de atracciones» y, sin haberlo previsto, se encontró de pronto en medio de tiovivos que giraban, máquinas estruendosas, muchachas que gritaban y una nube de densos olores procedentes de una cervecería cercana; en suma, en medio de una feria. Un estridente organillo mecánico destacaba por encima del resto, su sonido conseguía captar la atención de todo el que pasaba por allí, también la de Victorin, que, sin darse cuenta, se unió al tropel de gente, de momento sólo para satisfacer su curiosidad. Se encontraban ante algo verdaderamente grandioso. En aquel lugar se acumulaba todo lo que podía despertar el horror en el trastornado cerebro de un pequeñoburgués, una explosión, si se puede decir así, que se concentraba en una especie de panóptico, un escenario abierto, amplio y bien iluminado, en torno al cual se congregaba numeroso público. «El tren de la gruta» o, como también se le conocía, «El tren del dragón», una atracción algo anticuada, pero que, a pesar de todo, no dejaba de causar su efecto. De un extremo del túnel salía justo entonces, iluminado con luces rojas y verdes y dando sacudidas por la fuerza del motor eléctrico que le habían instalado, el dragón que arrastraba detrás de sí unos cuantos vagones que se deslizaban sobre raíles. El tren se detuvo en la rampa. ¡Por fin el cuadro se había completado! Por las paredes de la gigantesca gruta repleta de estalactitas descendían arrastrándose, pintados y también en forma de figuras de escayola, abominables dragones, que se entrelazaban unos con otros. Filas de esqueletos movidos por algún mecanismo se alejaban hacia el fondo, atravesando tenebrosas arcadas, sobre las que se veían volar espectros y fantasmas pálidamente iluminados, que salían huyendo a toda prisa en dirección opuesta. Por todas partes había calaveras y murciélagos revoloteando: estaba claro que no habían ahorrado en esta curiosa decoración. Si uno miraba a la derecha por encima de las cruces del cementerio, alcanzaba a ver el reino de los espíritus, mientras que por la izquierda, envueltas en un resplandor rojizo, del mismo color que la sangre, se distinguían las puertas del infierno, donde un grupo de autómatas caracterizados como diablos martirizaban con unas tenazas a una pobre alma ataviada con vestiduras blancas, haciendo una y otra vez el mismo movimiento, un giro mecánico, que arrancaba de forma brusca y acababa indefectiblemente en un punto muy concreto de aquel cuerpo fingido, mientras otros removían con gesto serio un caldero que seguramente contendría pez, siempre con la misma cadencia, así por toda la eternidad. Por los altavoces sonaba además la obertura de la ópera La chica bohemia, de Balfe, con una potencia tremenda.

Los pasajeros abandonaron inmediatamente el tren y descendieron por los escalones. En sus rostros se veía la expresión que muestran todas las personas adultas cuando abandonan una atracción de feria: es como si cogiéramos la cabeza de un niño y le quitásemos la piel; se parecen a larvas recién salidas de la crisálida, pero, como no quieren que se les note, hacen como si se lo hubieran pasado bomba.

A pesar de todo, Victorin decidió subir. Pronto aquel mundo subterráneo, por llamarlo de algún modo —pues la impresión que uno tenía era la de viajar por el interior de pasadizos excavados en la tierra, de ahí la estrechez, las tinieblas, los ruidos y el eco que éstos producían—, reveló sus secretos y sus encantos. Apareció la Garganta del Lobo, según se describe en El cazador furtivo, una visión escalofriante que superaba todo lo que había contemplado hasta el momento, ya que aquí los esqueletos no sólo volaban por los aires, sino que además estaban acompañados por los de los animales. El tren del dragón se detenía unos instantes delante de cada escenario. El siguiente podría haberse titulado «El fondo del mar»; en él un buzo con una admirable sangre fría apuñalaba a un monstruo marino con multitud de brazos, hundiendo su cuchillo en el cuerpo del animal y retirándolo inmediatamente después, siempre con el mismo movimiento. A continuación pasaron por delante de «Blancanieves y los siete enanitos», un cuadro bastante más amable. Por fin llegó «El golfo de Nápoles», y aquí fue donde Victorin se bajó sin que nadie lo notase.

Los últimos vagones, que iban vacíos, se alejaron deslizándose sobre los raíles y no tardaron en perderse en un recodo; en ese mismo instante, la luz que iluminaba la escena, seguramente automática, se volvió mortecina. Victorin se quedó atrás, de pie, solo y abandonado entre las estrechas vías de aquel inframundo. Estuvo un rato observando el golfo que se abría ante él; momentos antes presentaba un aspecto radiante, con un color azul intenso, orlado de casitas, en cuyas ventanas resplandecía el sol; ahora, sin embargo, parecía envuelto en el crepúsculo del atardecer. Aunque a la maqueta no le faltaba encanto, Victorin frunció el ceño. La estancia olía a cerrado, a aceite lubricante, a cartón y a engrudo. Era un ambiente denso, enrarecido, cualquier cosa menos acorde con lo que se representaba en aquel lugar. Aún se oía el rumor de las ruedas del tren más o menos cerca. De repente, el pánico se apoderó de Victorin. Se quedó escuchando y le pareció que un nuevo tren se aproximaba. Desde luego, por lo que había visto antes, existían varios dragones que funcionaban como locomotoras. El carril por el que circulaban los trenes era bastante estrecho y reducido, ofrecía el espacio justo para el monstruo y los pequeños vagones, los pasadizos eran extremadamente angostos, así que ¿adónde podría ir? ¿Habría de apostarse en algún punto del golfo de Nápoles como un añadido no deseado, llamativo y tal vez incluso ridículo en medio del panorama que el cuadro ofrecía?

Lejos, al final del túnel, que discurría en línea recta durante un largo trecho hasta llegar a un recodo, apareció una luz. Victorin pasó del miedo al enfado, se sentía furioso consigo mismo. Se subió al borde del escenario, caminó a toda prisa a lo largo de él y, en un abrir y cerrar de ojos, consiguió llegar al otro lado del cuadro. Allí, se quedó sorprendido al notar que la superficie que estaba tanteando con la mano cedía a su presión. Al momento se abrió lo que parecía ser una pequeña puerta. En un instante, en lugar de estar en el golfo de Nápoles, se encontraba detrás de él. Ni siquiera había tenido tiempo de tomar aliento cuando las luces iluminaron de nuevo el escenario: el tren se iba acercando. La claridad que se filtraba a través de las bambalinas permitió que Victorin examinase el lugar donde se hallaba: un aposento de dimensiones difíciles de determinar, lleno de todo tipo de cachivaches.

Afortunadamente, se acordó de la linterna eléctrica que llevaba en el bolsillo para iluminar los escalones siempre que salía por la noche, ya que, al instante siguiente, el golfo volvió a sumirse en la oscuridad. Gracias al resplandor del pequeño cono de luz, Victorin avanzó con decisión, embargado por sentimientos cambiantes, todos angustiosos, siempre adelante, tropezando de vez en cuando. Dobló dos esquinas —en todas partes olía a polvo— y, de repente, se vio en un espacio parcamente iluminado frente a una mujer joven que se levantó de un salto y retrocedió muy asustada.

—¡¿Quién es usted?! ¡¿Qué quiere?! —exclamó la muchacha.

—Discúlpeme —dijo Victorin, que creía estar ante una de las empleadas del dueño de la atracción y por ello se vio obligado a adoptar el papel de quien ha sido sorprendido in fraganti—. Cometí la estupidez de bajarme del tren en mitad del recorrido, sólo por divertirme un poco… ¡Y ahora me veo en este trance tan embarazoso! ¿Cómo puedo salir de aquí? En realidad, no sé por qué lo hice, actué sin pensar.

—Muy cierto, sin pensar —respondió ella y, mientras se echaba a reír, su hermoso rostro, algo rudo, se contrajo con una mueca nada agradable.

Se recogió el cabello atándolo con un pañuelo de color rojo que llevaba alrededor del cuello.

—¿Tendría la amabilidad de indicarme cómo puedo salir de aquí? —insistió Victorin.

La muchacha guardó silencio. Aunque disimulaba, no dejó de examinarlo con atención de pies a cabeza. Una pequeña arruga surcaba la base de su nariz. Victorin miró discretamente a su alrededor. En aquel entorno de aspecto fantástico, no se le escaparon ciertas huellas que apuntaban a que alguien había estado viviendo allí, en lo que se podría definir como una especie de campamento: innumerables botellas vacías, latas de conserva… Además, se veían colchones, colchas y una mesa improvisada con una puerta. Al fondo se apilaban montones de objetos de lo más variopinto: decorados pintados, bambalinas, muñecos de tamaño natural, uno de los cuales lucía una magnífica barba larga y blanca, y llevaba una corona de oro sobre la cabeza.

—Dígame lo que quiere y cómo ha sabido que estamos aquí —dijo entonces la muchacha sin apartar los ojos de las manos de Victorin—. Si lo hace, puede que le permita salir —añadió luego, mientras perdía poco a poco parte de la seguridad con la que había actuado hasta ese momento.

Sin embargo, el desconcierto de Victorin había ido en aumento y ya era algo manifiesto, una evidencia que no se podía negar, estaba muy claro que aquel visitante, además de inesperado, era completamente inofensivo. La muchacha volvió a reírse, esta vez de forma más amable.

«¿Ha dicho “estamos”? ¿De modo que no está sola?», iba a preguntar Victorin, cuando fuera, en el golfo de Nápoles, se escuchó un nuevo tren que se acercaba rodando.

Esta circunstancia pareció infundir de repente un inexplicable temor en la desconocida. Se volvió y echó un rápido vistazo a la esfera de un reloj de bolsillo bastante corriente, hecho de hojalata, que colgaba a su espalda de una punta que habían clavado en el marco de la bambalina más próxima.

—¡Vamos, rápido! —exclamó ella con un tono de voz en el que se traslucía una preocupación casi maternal—. Tiene que marcharse ahora mismo. ¡Venga! No le queda otro remedio… Tiene que volver a subir en «El Polo Norte» sin que nadie se dé cuenta, saltando al último vagón…

Sin dejar de hablar, lo sacó de allí a empujones y se lo llevó consigo, mientras al fondo, detrás de ellos, iba creciendo el ruido que hacía el tren al acercarse. Atravesaron otros dos almacenes llenos de trastos, doblaron cuatro esquinas y entonces volvieron a ver el pálido resplandor de la luz que se filtraba a través de las bambalinas de un nuevo escenario. Victorin estaba confuso y seguía las indicaciones de la muchacha sin oponer resistencia. Al cabo de un rato escucharon un tren que se iba aproximando desde el extremo opuesto. «El Polo Norte» apareció bajo una luz blanca y clara. Victorin estaba preparado para saltar, pero justo entonces oyó detrás de sí unas voces ahogadas que parecían discutir agitadamente por algo. Una era la voz de la muchacha, a la que respondía la de un hombre furioso e indignado. El tren del dragón se había detenido delante de «El Polo Norte». Cuando volvía a iniciar la marcha, Victorin oyó unos pasos rápidos, pesados, que resonaban en el vacío y se acercaban por detrás de él. La intensidad de los focos fue disminuyendo y todo quedó envuelto en una luz mortecina. Victorin, cuyo corazón había empezado a palpitar con fuerza, aprovechó para deslizarse por la puerta falsa que daba acceso al escenario. Ya estaba fuera cuando notó detrás de sí una sacudida y creyó sentir una mano que lo agarraba. Tomó impulso y dio un salto para subirse al último vagón del tren, que ya estaba doblando por un recodo. El miedo le dio alas y, sin que nadie lo notase, se sentó en la parte de atrás, mientras el dragón atravesaba los tenebrosos pasadizos con creciente velocidad. Poco después salía al aire libre, donde fue recibido con la obertura de la ópera Zampa, cuya furiosa percusión atronaba en ese momento por los altavoces. Los esqueletos se movían, los espíritus flotaban, los diablos martirizaban a las pobres almas con sus tenazas y seguían removiendo calderos de pez eternamente, por las paredes bajaban arrastrándose los dragones y el público lo observaba todo con curiosidad. Pasó bastante tiempo antes de que Victorin echara en falta su reloj de bolsillo, un reloj de hojalata, que carecía de valor, porque además ya no funcionaba. Se le había caído el día anterior.