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—¿Y ahora qué? —preguntó Duvall.

Los cuatro se encontraban en el comedor, sirviéndose el almuerzo.

—¿A qué te refieres? —preguntó Hester.

—Me refiero a qué vamos a hacer ahora —aclaró Duvall, señalando a Hester—. Tú te has transplantado a un cuerpo nuevo. Tú —dijo, señalando a Dahl— has vuelto de entre los muertos, todos nosotros hemos regresado de una realidad alternativa para impedir una muerte con fines dramáticos. Hemos vencido. ¿Ahora qué?

—No creo que funcione de ese modo —intervino Hanson—. No creo que hayamos ganado nada, aparte de recuperar el control de nuestras propias vidas.

—Exacto —confirmó Hester—. Al final, lo que significa esto es que cualquier día podemos resbalar en el cuarto de baño y abrirnos el cráneo en el retrete, momento en que, satisfechos, nuestro último pensamiento será: «Vaya, vaya, yo y sólo yo soy responsable de esto».

—Cuando lo expones de ese modo no parece que tenga el menor valor —dijo Duvall.

—No me importa abrirme el cráneo en el retrete —dijo Hester—. Siempre y cuando lo haga a los ciento veinte años.

—En tu ciento veinte cumpleaños te visitaré con un bote de cera para aplicar una capa en el cuarto de baño —prometió Duvall.

—No veo el momento —contestó Hester.

—¿Andy? ¿Te encuentras bien? —preguntó Hanson.

—Estoy bien —dijo Dahl con una sonrisa—. Lo siento. Estaba pensando. En eso de ser ficticio y tal.

—Lo hemos superado —contestó Hester—. Ése fue el motivo de que pasásemos por todo lo que hemos pasado.

—Tienes razón —dijo Dahl—. Lo sé.

Duvall miró su teléfono.

—Mierda. Voy a llegar tarde —exclamó—. Tengo que pasear a un nuevo tripulante.

—Ah, los lastres de un ascenso —dijo Hester.

—Es duro, de veras lo es —contestó Duvall, levantándose.

—Te acompaño —dijo Hester—. Así podrás ponerme al corriente de tus responsabilidades.

—Excelente —respondió Duvall.

Ambos se marcharon.

Hanson se volvió hacia Dahl.

—¿Sigues pensando en lo de ser ficticio? —preguntó.

—En cierto modo sí —admitió Dahl—. Pero en lo que he estado pensando en realidad es en ti, Jimmy.

—En mí.

—Sí —dijo Dahl—. Porque mientras me recuperaba de nuestra última aventura, caí en la cuenta de algo relacionado contigo. En realidad tú no encajas.

—Qué interesante —admitió Hanson—. Dime por qué.

—Piénsalo —dijo Dahl—. Piensa en nosotros cinco, que nos conocimos el mismo día, el día en que nos sumamos a la dotación del Intrepid. Todos nosotros hemos resultado ser indispensables de uno u otro modo. Hester, que no parecía tener un propósito, resultó ser la clave de todo. Duvall posee conocimientos médicos y tuvo una relación sentimental con Kerensky, que nos ayudó cuando lo necesitábamos hasta el punto de convertirlo en parte de nuestro grupo cuando fue necesario. Finn nos proporcionó las herramientas y la información que necesitábamos, y su pérdida nos unió lo bastante para pasar a la acción. Jenkins puso contexto a nuestra situación y aportó los medios para hacer algo al respecto.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó Hanson—. ¿Dónde encajas tú?

—Bueno, eso es lo que más me ha costado cuadrar —dijo Dahl—. Me preguntaba qué aporté al grupo. Pensé que tal vez no era más que el tipo al que se le ocurrió el plan, el que esboza los conceptos básicos que luego sigue todo el mundo. La logística. Pero luego me puse a pensar en Kerensky, y en lo que él supone para la serie.

—Es el tipo al que muelen a palos para demostrar que los protagonistas tienen motivos para temer por sus vidas —contestó Hanson.

—Exacto.

—Pero tú no puedes ser Kerensky —dijo Hanson—. Ya tenemos un Kerensky. Se llama Kerensky.

—No se trata de las palizas que recibe Kerensky —dijo Dahl—. Sino de que no muera.

—No te sigo —respondió Hanson.

—Jimmy, ¿cuántas veces tendría que haber muerto desde que subimos a bordo del Intrepid? —preguntó Dahl—. Se me ocurren como mínimo tres. La primera vez fue cuando fui atacado en la colonia Eskridge, cuando Cassaway y Mbeke cayeron. Luego en la sala de interrogatorio del Nantes con Finn y el capitán Abernathy. Y finalmente en la cubierta seis, cuando regresamos al Intrepid con Hester. Tendría que haber muerto tres veces, nada de alternativas, ni síes ni peros. Tendría que haber muerto en tres ocasiones distintas. Pero no lo hice. ¿Herido? Sí. Muy malherido. Pero no muero. Fue entonces cuando caí en la cuenta. Yo soy el protagonista.

—Pero si eres un extra —adujo Hanson—. Todos nosotros lo somos. Lo dijo Jenkins. Lo dijo Charles Paulson. Incluso el actor que interpreta tu papel lo dijo.

—Soy un extra en la serie —dijo Dahl—. Pero en alguna otra parte soy el protagonista.

—¿Dónde? —preguntó Hanson.

—Eso es lo que quiero que me cuentes, Jimmy —dijo Dahl.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

—Ya te lo he dicho: Tú no encajas —insistió Dahl—. Todo el mundo sirve a un propósito a efectos dramáticos. Todos excepto tú. Es como si tú pasaras por aquí, Jimmy. Tienes transfondo, pero en realidad nunca llegó a encajar en nuestras actividades. Hacías cosas muy útiles: te encargabas de investigar los datos de las series, y hablabas sobre gente, y de vez en cuando recordabas a los demás que hicieran cosas. Contribuías lo justo para que diese la impresión de que tomabas parte. Pero cuanto más lo pienso, más comprendo que tú no encajas como nosotros lo hacemos.

—La vida es así, Andy —respondió Hanson—. Un follón. No todo encaja como un rompecabezas.

—No —admitió Dahl—. Sí lo hace. Todos los demás lo hacen. Todos los demás excepto tú. El único modo de que encajes es si haces lo que se supone que debes hacer, y que aún no has hecho. La única manera de que encajes es si hay algo más en marcha aquí. Se supone que todos nosotros debíamos creer que éramos personas normales y corrientes que de pronto descubrían que eran los extras de una serie de televisión. Pero sé que eso ni siquiera empieza a explicarme. Deberían de haber muerto varias veces, como Kerensky o cualquiera de los personajes protagonistas de la serie, pero no lo están, porque el universo los ha escogido como protagonistas. El universo también me ha escogido a mí.

—Puede que tengas suerte —dijo Hanson.

—Nadie es tan afortunado, Jimmy —contestó Dahl—. Así que esto es lo que pienso. Creo que no existe ninguna serie de televisión. No existe una serie de televisión real, quiero decir. Pienso que Charles Paulson y Marc Corey y Brian Abnett y todos los demás allí eran tan ficticios como se supone que lo somos nosotros. Creo que el capitán Abernathy y el comandante Q’eeng, el oficial médico Hartnell y el ingeniero jefe West son los secundarios aquí, y que Maia, Finn, Jasper y yo somos quienes realmente cuentan. Y creo que al final, en realidad existes por una razón.

—¿De qué razón se trata, Andy? —preguntó Hanson.

—Para decirme que tengo razón —dijo Dahl.

—A mis padres les sorprendería tu conclusión —respondió Hanson.

—A mis padres les sorprendería todo esto —dijo Dahl—. Nuestros padres no tienen nada que ver.

—Andy, hace años que nos conocemos —repuso Hanson—. Creo que sabes perfectamente quién soy.

—Jimmy —insistió Dahl—. Por favor. Dime que tengo razón.

Hanson permaneció sentado un minuto, sin apartar la vista de Dahl.

—No creo que vaya a hacerte más feliz que te diga que tienes razón —dijo finalmente.

—No quiero ser feliz —contestó Dahl—. Tan sólo quiero saberlo.

—Y aunque tuvieras razón, ¿qué ibas a hacer al respecto? —preguntó Hanson—. ¿No te basta con creer que has logrado algo, que has alcanzado el final feliz que se te prometió? ¿Por qué te empeñas en forzarlo más?

—Porque necesito saberlo —dijo Dahl—. Siempre he necesitado hacerlo.

—Porque ésa es tu forma de ser —adujo Hanson—. Buscas la verdad. Eres un hombre espiritual.

—Sí.

—Alguien que necesita saber si realmente es dueño de su propio destino, o…

—Dime que no te dispones a hacer el chiste que creo que vas a hacer.

Hanson sonrió.

—Lo siento —dijo—. No iba a decepcionarte. —Apartó la silla y se levantó—. Andy, eres mi amigo. ¿Eso lo crees?

—Sí —respondió Dahl—. Lo hago.

—Entonces quizá puedas creer lo que me dispongo a decirte —apuntó Hanson—. Si eres un extra o un héroe, esta historia está a punto de acabar. Cuando haya terminado, aquello que quieras ser dependerá de ti y sólo de ti. Sucederá al margen de los ojos de cualquier audiencia y al margen de la mano de ningún escritor. Serás dueño de tu propio destino.

—Si existo cuando dejen de escribirme —concluyó Dahl.

—Eso sí —dijo Hanson—. He ahí una interesante cuestión filosófica. Pero si tuviera que aventurar una respuesta, supongo que tu creador te diría que él quiere que vivas feliz y comas perdiz.

—Eso es una suposición tuya —respondió Dahl.

—Puede que sea algo más que una suposición —dijo Hanson—. Pero te diré esto: tenías razón.

—¿Respecto a qué?

—Que ahora he hecho lo que suponía que debía hacer —dijo Hanson—. Pero ahora debo ir a hacer otra cosa que se supone que debo hacer, o sea, ocupar mi puesto. ¿Nos vemos a la hora de cenar, Andy?

—Sí —respondió Dahl con una sonrisa burlona—. Si es que alguno de nosotros sigue por aquí.

—Estupendo —concluyó Hanson—. Nos vemos entonces. —Y se alejó caminando.

Dahl permaneció sentado unos minutos más, pensando en todo lo que había pasado y en todo lo que Hanson había dicho. Después se levantó y fue a ocupar su puesto en el puente, porque, ficticio o no, a bordo de una nave espacial, en una serie de televisión o dondequiera que fuera, aún tenía trabajo que hacer, rodeado por sus amigos y la dotación del Intrepid.

Y eso fue precisamente lo que hizo, hasta que un día, al cabo de seis meses, un fallo de los sistemas hizo que el Intrepid pusiera proa a un pequeño asteroide que pulverizó la nave, acabando instantáneamente con las vidas de todos sus tripulantes.