22
—Cinco misiles en camino —anunció Dahl, combatiendo el mareo cuando la lanzadera descendió en picado, decidido a leer el panel del copiloto.
—Lo sé —respondió Kerensky.
—Motores a potencia mínima —dijo Dahl—. Los hemos quemado al atravesar el umbral.
—Lo sé —repitió el teniente.
—¿Opciones defensivas?
—Es una lanzadera —informó Kerensky—. Yo soy las opciones defensivas. —Hizo girar violentamente la nave auxiliar.
Los misiles cambiaron de rumbo para seguirlos, extendiéndose a partir de su configuración original.
Apareció un mensaje en la pantalla de Dahl.
—Tres misiles con el blanco fijado —dijo—. Impacto en seis segundos.
Kerensky levantó la vista, como quien mira al cielo.
—Qué coño, ¡soy uno de los personajes principales! ¡Tengo que hacer algo!
El Intrepid proyectó un haz luminoso, destruyendo al misil más próximo. Kerensky alabeó la lanzadera y cambió el rumbo para evitar la explosión y los restos. El haz del Intrepid alcanzó a continuación otros cuatro misiles, que también redujo a átomos.
—Joder, suerte que eso ha funcionado —dijo Kerensky.
—Si llegas a saberlo antes, ¿verdad? —respondió Dahl, que también estaba asombrado.
El teléfono de la lanzadera se activó.
—¿Kerensky? —preguntó la voz de Abernathy.
—Kerensky al habla —contestó.
—No nos sobra precisamente el tiempo —dijo Abernathy—. ¿Tiene al portador?
«¿El portador?», pensó Dahl, que recordó a continuación que Hester llevaba en su cuerpo células invasivas cuyo ADN era en realidad un mensaje cifrado que detallaba la última voluntad y testamento del líder del cisma situado más a la derecha de Forshan, el cual, en el caso de ser descifrado, podía poner fin a las guerras religiosas del planeta, lo cual a su vez no sería conveniente para ninguno de los demás líderes del conflicto, razón que justificaba la presencia de esas naves y de su misión: la de derribar la lanzadera.
Entonces Dahl recordó que hasta ese preciso momento en el tiempo absolutamente nada de todo aquello era cierto.
A pesar de lo cual, ahora lo era.
—Tenemos al portador —respondió Kerensky—. El tripulante Hester. Sí. Pero está muy enfermo, capitán. Mucho. Apenas logramos mantenerlo con vida.
Se encendió una luz en uno de los paneles del copiloto.
—¡Han lanzado tres nuevos misiles! —informó a Kerensky, que viró con agresividad la lanzadera, efectuando nuevas maniobras evasivas.
—Kerensky, al habla el oficial jefe médico Hartnell —intervino una nueva voz—. El sistema inmunológico del tripulante Hester está combatiendo a esas células, y en este momento está perdiendo la batalla. Si no logra traerlo ahora mismo a bordo, acabarán matándolo, y luego las células también morirán.
—Nos están atacando —dijo Kerensky—. Eso dificulta que podamos viajar.
Un nuevo haz de pulso parpadeó en el Intrepid, pulverizando los tres misiles recién lanzados.
—Usted ocúpese de llegar a bordo del Intrepid, Kerensky —ordenó Abernathy—. Nosotros nos preocuparemos por los misiles. Corto y cierro.
—¿El portador? —preguntó Duvall desde la popa de la lanzadera—. ¿Lleva células en su cuerpo con un mensaje cifrado en el ADN? ¡Eso ni siquiera tiene sentido!
—Nick Weinstein ha tenido que escribir este episodio a toda prisa —dijo Dahl—. Dale un respiro.
—¿También ha escrito esto? —preguntó Kerensky, señalando las pantallas que mostraban las imágenes de la batalla espacial que se desarrollaba en ese momento—. Si vuelvo a verlo le daré una buena patada en el culo.
—Concéntrate —ordenó Dahl—. Tenemos que alcanzar el Intrepid sin perecer en el intento.
—¿Crees que el hijo de Paulson está en el antiguo cuerpo de Hester? —preguntó Kerensky.
—¿Qué?
—¿Crees que el cambiazo ha dado resultado? —volvió a preguntar Kerensky, mirando a Dahl.
Dahl volvió la vista hacia el cuerpo tendido en la camilla.
—No lo sé —contestó—. ¿Tal vez?
—Me basta con ese «tal vez» —dijo Kerensky, que puso fin a las maniobras evasivas y aceleró todo lo posible, proa al Intrepid.
A su alrededor las naves de Forshan arrojaron misiles, dispararon haces y proyectiles. El Intrepid se iluminó como un árbol de navidad, disparando todas las armas disponibles para abatir los misiles, inutilizar los haces y las armas de proyectil de las naves de Forshan.
—Es un plan nefasto —dijo Dahl a Kerensky, que no apartaba la vista del frente, manteniendo al Intrepid sobre la proa de la nave auxiliar.
—Vamos a vivir o morir —contestó el teniente—. ¿Por qué andarse con bobadas?
—Me caías mejor antes de convertirte en un fatalista —dijo Dahl.
Un misil explotó a estribor, desviando a la lanzadera de su rumbo. Los compensadores inerciales de a bordo flaquearon, arrojando a Hester, Duvall y Hanson hasta la parte posterior.
—¡Deja ya de tropezar con los misiles! —protestó Duvall.
—¡Échale la culpa al guionista! —replicó Kerensky.
—¡Menuda excusa de mierda! —exclamó Duvall.
La lanzadera sufrió una nueva sacudida debido a la onda expansiva de la explosión de otro misil.
La nave auxiliar atravesó el cordón de naves, haciendo avante hacia el Intrepid.
—El muelle de lanzaderas está a popa —apuntó Dahl—. Y no nos dirigimos a popa.
—Aquí es donde vamos a descubrir hasta qué punto cree ese guionista que soy un piloto excepcional —dijo Kerensky, que tiró del mando para iniciar una espiral Fibonacci invertida sobre la parte superior del Intrepid.
Dahl lanzó un gruñido cuando el Intrepid llenó toda la pantalla. Los misiles hicieron vibrar la lanzadera cuando pasaron por su lado, fallando por poco. Dahl estaba seguro de que iban a atravesar el casco del Intrepid, pero entonces alcanzaron el muelle de lanzaderas, cuya cubierta golpearon. El vehículo auxiliar chirrió al deslizarse con violencia por la superficie, y afuera algo se desprendió de ella.
Kerensky lanzó un grito y apagó los motores.
—¡Eso es televisión de la buena! —exclamó.
—No pienso volver a volar contigo —dijo Duvall desde la parte trasera de la lanzadera.
—No hay tiempo que perder —apremió Kerensky, cambiando su comportamiento de forma tan repentina que Dahl no tuvo duda de que la narrativa acababa de adueñarse de él—. Tenemos que llevar a Hester a la enfermería. Dahl, tú conmigo en la parte izquierda de la camilla. Duvall, Hanson, vosotros a la derecha. Vamos, gente: a paso ligero.
Dahl desató el cinturón de seguridad y echó a correr hacia la camilla con un inesperado atolondramiento. Kerensky había utilizado el apellido de Hester estando sometido a la influencia de la narrativa.
Mientras corrían con la camilla por los corredores, oyeron los estampidos y golpetazos de los ataques que sufría el Intrepid.
—Con nosotros a bordo, todas esas naves se dedican a atacar al Intrepid —dijo Kerensky—. Tenemos que apresurarnos.
La nave volvió a sufrir una sacudida, esa vez más severa.
—Han tardado lo suyo —les reprochó el oficial jefe médico Hartnell cuando los cuatro llegaron con la camilla a la enfermería—. Unos minutos más y no quedará en pie ni la enfermería. O ningún otro rincón de la nave.
—¿No podemos limitarnos a irnos de aquí? —se oyó decir Dahl a sí mismo mientras introducían la camilla.
—Hemos perdido potencia en los motores durante el ataque —intervino Hartnell—. No tenemos adónde ir. Si no logramos extraer el mensaje que lleva en su interior, podemos darnos por muertos. ¡Levantadlo! —Levantaron el cuerpo de Hester para colocarlo en la mesilla metálica.
Hartnell tecleó en la tableta y el cuerpo de Hester adoptó una postura rígida.
—Bueno, ya está en estasis —dijo Hartnell—. Permanecerá estable hasta que todo esto haya terminado. —Consultó la lectura de la tableta y arrugó el entrecejo—. ¿A qué coño vienen todas estas fracturas y el trauma cerebral? —preguntó.
—Hemos tenido un trayecto de vuelta muy difícil —apuntó Kerensky.
Hartnell miró a Kerensky como si fuera a decir algo, pero entonces toda la nave sufrió una fuerte sacudida, arrojando a todos los presentes, a excepción de Hester, sobre la cubierta.
—Vaya, eso no es bueno —dijo Duvall.
El teléfono de Hartnell se activó.
—Al habla el capitán —se oyó a Abernathy a través del teléfono—. ¿En qué situación se encuentra el portador?
—El tripulante Hester está vivo y en estasis —informó Hartnell—. Me dispongo a tomar una muestra de las células invasivas para iniciar el proceso de descodificación.
Hubo otra fuerte sacudida a bordo.
—Tendrá que trabajar un poco más rápido —inquirió Abernathy—. Estamos recibiendo daños que no podemos permitirnos. Necesitamos que descifre eso ahora.
—Ahora va a ser imposible —dijo Hartnell—. ¿Cuánto tiempo puede darme?
Otra sacudida. Las luces parpadearon.
—Puedo darle diez minutos —contestó Abernathy—. Procure no apurarlos. —El capitán cortó la comunicación.
Hartnell miró a todos los presentes.
—Estamos jodidos —dijo.
Dahl no pudo evitar esbozar una sonrisa torcida al oír eso.
«Seguro que no estaba en la narrativa cuando ha dicho eso», pensó.
—Andy —intervino Hanson—. La Caja.
—Mierda —dijo Dahl—. La Caja.
—¿Qué pasa con esa caja? —preguntó Hartnell.
—Tome una muestra y démela —dijo Dahl a Hartnell.
—¿Por qué?
—La llevaré al laboratorio de xenobiología y la analizaré allí —explicó Dahl.
—Aquí contamos con el mismo equipamiento —objetó Hartnell.
Dahl pidió ayuda a Kerensky con la mirada.
—Usted désela, Hartnell —dijo Kerensky—. Antes que haga que nos maten a todos.
Hartnell arrugó el entrecejo y tomó el aparato de las muestras, cuyo extremo hundió en el brazo de Hester. Sacó la ampolla y se la confió a Dahl.
—Aquí tiene. Ahora, por favor, que alguien me cuente de qué va todo esto.
—Andy —dijo Hanson—. Para llegar a xenobiología desde aquí tendrás que pasar por la cubierta seis.
—Cierto —admitió Dahl, que se volvió hacia Kerensky—. Teniente, acompáñeme, por favor.
—¿Quién va a explicarme lo que está pasando? —preguntó Hartnell.
Pero Dahl y Kerensky habían salido por la puerta.
—¿Qué pasa con la cubierta seis? —preguntó Kerensky mientras corrían.
—Tiene tendencia a saltar por los aires cuando nos están atacando —explicó Dahl—. Como en este momento.
—Otra vez me estás utilizando como amuleto de la buena suerte, ¿no? —preguntó Kerensky.
—No exactamente —dijo Dahl.
Había explosiones en la cubierta seis, que además estaba envuelta en llamas.
—¡Los corredores están bloqueados! —exclamó Kerensky, imponiendo la voz al estruendo.
—Vamos.
Dahl golpeó el botón de acceso a los túneles de cargamento. Notaron una corriente de aire caliente en la espalda procedente de la puerta abierta que daba a la cubierta seis. Kerensky atravesó el acceso a los túneles y Dahl cerró la puerta de acceso en el preciso instante en que se produjo una explosión en el vestíbulo.
—Por aquí —dijo Dahl.
Ambos se abrieron paso entre los carros de cargamento hasta una puerta situada al otro lado de la cubierta, por la que salieron al corredor principal.
La teniente Collins no parecía muy contenta de volver a ver a Dahl.
—¿Qué está haciendo usted aquí? —preguntó.
Dahl la ignoró y fue al almacén, de cuyo interior sacó la Caja.
—Eh, no puede usarla estando Kerensky presente —le advirtió Collins, acercándose a Dahl.
—Si intenta acercárseme, sáquela de aquí —dijo Dahl a Kerensky, a quien volvía a tratar con el debido respeto a un oficial superior.
—De acuerdo —aceptó Kerensky.
Collins se detuvo en seco.
—Coja su tableta —dijo Dahl.
Kerensky siguió sus instrucciones.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Dahl.
Puso la Caja en una superficie de inducción.
—Siete minutos —le informó Kerensky.
—Tiempo suficiente —dijo Dahl, que deslizó la muestra en la Caja y presionó el botón verde. Caminó hacia Kerensky, tomó la tableta de Collins, salió de su cuenta e introdujo sus datos para identificarse con la suya.
—¿Y ahora qué? —preguntó Kerensky.
—Ahora esperamos —dijo Dahl.
—¿Cuánto tiempo?
—Todo lo que sea necesario a efectos del drama —contestó Dahl.
Kerensky miró la Caja de reojo.
—Así que ésa es la cosa que impidió que me convirtiera en polvo cuando contraje la plaga meroviana.
—Exacto —confirmó Dahl.
—Es ridículo —dijo Kerensky.
Collins miró a Kerensky, boquiabierta.
—¿Lo sabía? —preguntó—. Se supone que no debía saberlo.
—En este momento sé mucho más que usted —replicó Kerensky.
La Caja hizo ping y la tableta se vio inundada de datos. Dahl apenas los miró.
—Todo en orden —dijo—. Volvamos a la enfermería.
Salieron corriendo de xenobiología, de vuelta al corredor de acceso para regresar a la cubierta seis.
—Casi hemos llegado —dijo Kerensky cuando salieron del corredor de acceso a las llamas que se extendían en la cubierta seis.
La nave sufrió una fuerte sacudida y el corredor principal de la cubierta seis se derrumbó sobre Dahl, aplastándolo. Una esquirla de metal le atravesó el hígado. Dahl se quedó mirándola un instante, y luego levantó la vista hacia Kerensky.
—Tenías que decir que casi habíamos llegado —susurró.
Las palabras surgieron entre gotas de sangre.
—Dios mío, Dahl —exclamó Kerensky, que se dispuso a apartar los restos de escombros.
—Déjalo —dijo Dahl. Kerensky le ignoró—. Basta —insistió con mayor énfasis. Kerensky obedeció. Dahl tendió la tableta a Kerensky—. No hay tiempo. Llévales los resultados. Introdúcelos en el ordenador de la enfermería. No dejes que Hartnell te lo discuta. Cuando el ordenador de la enfermería disponga de los datos, la narrativa se adueñará de la situación. Nuestra labor estará hecha. Pero ve, rápido. Date prisa.
—Dahl… —dijo Kerensky.
—Por eso te he traído aquí —admitió Dahl—. Porque sabía que independientemente de lo que me sucediese, tú regresarías. Ve. Sálvalos, Kerensky. Sálvalos.
Kerensky cabeceó en sentido afirmativo, tomó la tableta y se alejó a la carrera.
Dahl yació allí, con el hígado perforado, y en sus últimos instantes de conciencia intentó concentrarse en el hecho de que Hester viviría, la nave se salvaría y sus amigos lograrían pasar el resto de sus vidas sin tener que someterse a la narrativa. Y lo único necesario era la última muerte de un extra. Su muerte dramática.
«Es un trato justo», pensó, intentando reconciliarse con el modo en que se habían desarrollado las cosas. Un trato justo. Salvar a sus amigos. Salvar a Matthew Paulson. Salvar al Intrepid. Un trato justo.
Pero cuando todo se volvió gris y se sumió en la negrura, un último pensamiento burbujeó desde el fondo de lo que quedaba de sí mismo.
«A la mierda. Quiero vivir», decía.
Pero entonces todo se volvió negro.
* * *
—Deja de ser tan dramático —dijo la voz—. Sabemos que estás despierto.
Dahl abrió los ojos.
Hester se encontraba de pie sobre él, acompañado por Duvall y Hanson.
Dahl sonrió a Hester.
—Ha funcionado —dijo—. Eres tú. Ha funcionado de verdad.
—Pues claro que ha funcionado —contestó Hester—. ¿Por qué no iba a hacerlo?
Dahl rio sin ganas al escuchar aquello. Intentó levantarse, pero no pudo.
—Es una silla de estasis médico —apuntó Duvall—. Tu hígado se está regenerando, por no mencionar las quemaduras de la piel y las costillas fracturadas. Si te movieras no te sentirías muy cómodo.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí sentado?
—Cuatro días —contestó Hanson—. Estabas hecho un asco.
—Pensé que iba a morir.
—Y habrías muerto si no llega a rescatarte alguien —dijo Duvall.
—¿Quién me rescató?
Asomó otro rostro.
—Jenkins —respondió Dahl.
—Lo encontré justo a la salida del túnel de cargamento —confirmó Jenkins—. Pensé que, bueno, que podía echarle una mano.
—Gracias.
—No es necesario que me dé las gracias —dijo Jenkins—. Lo hice por puro interés personal. Si llega a morirse, nunca habría sabido si tuvo ocasión de entregar mi mensaje.
—Lo hice.
—¿Y cómo fue? —preguntó Jenkins.
—Pues muy bien —confirmó Dahl—. Se supone que debo darle un beso de su parte.
—Ah, bueno, tal vez en otro momento —dijo Jenkins.
—¿De qué estáis hablando, si puede saberse? —preguntó Duvall.
—Luego te lo cuento —dijo Dahl, volviéndose hacia Jenkins—. Veo que ha salido usted de su escondrijo.
—Sí —admitió—. Ya iba siendo hora.
—Estupendo.
—Y la gran noticia es que todos nosotros somos héroes —dijo Hester—. El «mensaje» fue extraído de mi cuerpo y retransmitido por el Intrepid, lo que puso fin a la guerra religiosa en Forshan. Ya ves qué afortunada ha sido nuestra intervención.
—Asombroso —dijo Dahl.
—Por supuesto, nada de todo esto tiene el menor sentido si te detienes a pensarlo —añadió Hester.
—Nunca lo ha tenido.
Más tarde, después de que sus amigos se hubiesen marchado, Dahl recibió otra visita.
—Oficial científico Q’eeng —le saludó Dahl.
—Alférez —dijo Q’eeng—. ¿Se está curando?
—Eso me han dicho —respondió Dahl.
—El teniente Kerensky me ha contado que fue usted quien descifró el código del testamento del líder del cisma derecho que retransmitimos —dijo Q’eeng.
—Supongo que sí —asintió Dahl—, aunque si le soy sincero no puedo aceptar todo el mérito.
—Sea como fuere, por su valentía y sacrificio he escrito una recomendación que, si es aprobada, y lo será, supondrá para usted un ascenso. Así que permítame ser el primero en felicitarle, teniente.
—Gracias, señor —dijo Dahl.
—Hay otra cosa —añadió Q’eeng—. Hace apenas unos minutos recibí un mensaje enviado por el Alto Mando de la Unión Universal. Se me informó que debía leerle dicho mensaje a usted, y sólo a usted, en voz alta.
—De acuerdo, señor —dijo Dahl—. Estoy preparado.
Q’eeng sacó el teléfono, presionó la pantalla y leyó el texto que apareció escrito: «Andy, no sé si llegarás a leer estas palabras. Nick escribió esta escena y nosotros la filmamos, pero obviamente no aparecerá en televisión. No sé si bastará con filmarlo, y supongo que no hay modo de que puedas decirnos si ha funcionado. Quiero que sepas dos cosas. Una, que lamento todo por lo que te hemos hecho pasar: Nick sintió que teníamos que apretar con la acción para evitar que los televidentes empezasen a hacer demasiadas preguntas sobre lo que estaba pasando. Tal vez no te parezca un buen argumento, teniendo en cuenta dónde estás. Pero en ese momento tenía sentido».
»Dos. No tengo palabras para expresar mi agradecimiento a Jasper y a todos vosotros por todo lo que habéis hecho por mi familia y por mí. Me habéis devuelto a mi hijo, y al hacerlo nos lo habéis dado todo. Cumpliremos con nuestra parte del trato. Haremos todo lo que dijimos que haríamos. No sé qué más decir, excepto esto: Gracias por darnos un final feliz. Haremos lo mismo por vosotros. Con afecto y gratitud, Charles Paulson».
—Gracias —dijo Dahl a Q’eeng al cabo de unos instantes.
—De nada —contestó Q’eeng, guardando el teléfono—. Es un mensaje de lo más curioso.
—Supongo que podría decirse que está cifrado, señor —dijo Dahl.
—¿Tiene usted permiso para decir a su oficial superior de qué se trata?
—Es un mensaje de Dios —dijo Dahl—. O, a efectos prácticos, de alguien muy próximo a él.
Q’eeng miró a Dahl con admiración.
—A veces tengo la sensación de que hay cosas que suceden en el Intrepid que no tendría que saber —dijo—. Sospecho que ésta es una de ellas.
—Señor, y conste que lo digo con todos mis respetos —confirmó Dahl—, no sabe usted cuánta razón tiene.