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El taxi giró desde North Occidental Boulevard para tomar Easterly Terrace, y frenó hasta detenerse frente a un bungalow amarillo.

—Ya hemos llegado —anunció el taxista.

—¿Le importa esperar? —preguntó Dahl—. Sólo serán unos minutos.

—El taxímetro seguirá corriendo —le advirtió el conductor del taxi.

—De acuerdo. —Dahl salió del vehículo y anduvo por la acera de adoquines hasta la entrada de la casa. Una vez allí, llamó a la puerta.

Al cabo de unos instantes, una mujer abrió la puerta.

—No necesito más ejemplares de La Atalaya.

—¿Disculpe? —preguntó Dahl.

—Ni del libro de los mormones —añadió—. Gracias. Agradezco el interés, pero no necesito nada.

—Tengo una entrega que hacer, pero no es ninguna de esas cosas —dijo Dahl—. Pero antes, dígame si es usted Samantha Martínez.

—Sí.

—Yo soy Andy Dahl. Podría decirse que de algún modo casi tenemos un amigo común. —Le tendió una cajita.

Ella no la aceptó.

—¿De qué se trata?

—Ábrala —sugirió Dahl.

—Lo siento, señor Dahl, pero soy algo suspicaz cuando los extraños llaman a mi puerta el sábado por la mañana, preguntando por mí con paquetes extraños —dijo Martínez.

Dahl sonrió.

—De acuerdo —aceptó.

Abrió la cajita, dejando al descubierto media esfera negra y pequeña que Dahl reconoció como un proyector de imágenes holográficas. Lo activó; la imagen de alguien que se parecía a Samantha Martínez apareció y flotó en el aire sobre el proyector. Llevaba puesto un traje de boda y sonreía junto a un hombre parecido a una versión rasurada de Jenkins. Dahl lo sostuvo en alto para que ella pudiera verlo.

Martínez observó unos instantes la imagen sin decir nada.

—No comprendo —dijo.

—Es complicado —admitió Dahl.

—¿Ha introducido con Photoshop mi cara en esa imagen? —preguntó—. ¿Y cómo hace todo esto? —Señaló la proyección flotante—. ¿Se trata de uno de esos nuevos inventos de Apple?

—Si me pregunta si he alterado la imagen, la respuesta es no —dijo Dahl—. Y en lo que respecta al proyector, probablemente será mejor decir que se trata de un prototipo. —Tocó la superficie del proyector y la imagen cambió para transformarse en una de Jenkins y la doble de Martínez, mirándose con cara de felicidad. Al cabo de unos segundos, la imagen cambió.

—No lo entiendo —dijo de nuevo Martínez.

—Usted es actriz —dijo Dahl.

—Lo fui —confirmó ella—. Hice de actriz un par de años, pero mi carrera se estancó. Ahora soy maestra.

—Cuando era actriz interpretó un papel en Crónicas Intrépidas —preguntó Dahl—. ¿Se acuerda?

—Sí —dijo Martínez—. Pegaron un tiro a mi personaje. Participé en ese episodio un minuto.

—Éste es aquel personaje —explicó Dahl—. Se llamaba Margaret. El tipo de la imagen es su marido. —Acercó el proyector a Martínez, que lo aceptó y volvió a mirarlo, antes de dejarlo en la mesita situada al otro lado de la puerta. Una vez allí se volvió hacia Dahl.

—¿Se trata de una broma? —preguntó.

—No es ninguna broma —dijo Dahl—. No intento tomarle el pelo ni venderle nada. Después del día de hoy, no volverá a verme. Lo único que pretendo es entregarle esto.

—No lo entiendo —repitió Martínez—. No entiendo cómo tiene usted todas estas fotografías mías con alguien que ni siquiera conozco.

—No me pertenecen, son de él —explicó Dahl, ofreciéndole la cajita en la que había guardado el proyector—. Tenga, hay una nota suya en la caja. Creo que le aclarará mejor las cosas de lo que pueda hacerlo yo.

Martínez aceptó la caja, de cuyo interior sacó una hoja plegada, llena de texto manuscrito.

—Es de él —supuso.

—Sí.

—¿Por qué no ha venido a entregármela en persona? —preguntó Martínez.

—Es complicado —repitió Dahl—. Pero aunque hubiese podido venir, creo que habría tenido miedo. Pienso que verla le habría roto el corazón.

—Es por ella —dijo Martínez.

—Sí.

—¿Quiere conocerme? —preguntó la mujer—. ¿Es éste su modo de presentarse?

—Creo que es su manera de presentarse, sí —dijo Dahl—. Pero me temo que no puede conocerla.

—¿Por qué?

—Tiene que estar en otra parte —explicó Dahl—. Es la mejor manera de explicarlo. Tal vez su carta aclare mejor las cosas.

—Siento repetirme como un disco rayado, pero sigo sin comprender —reiteró Martínez—. Usted se presenta en mi puerta con fotografías de alguien que se me parece, y me dice que es la persona que interpreté en el minuto que pasé trabajando de actriz en una serie de televisión, pero resulta que ha muerto y su marido me envía un regalo. ¿Se da cuenta de lo extraño que suena?

—Sí.

—¿Por qué iba a hacer algo así? —se preguntó Martínez—. ¿Qué sentido tiene?

—¿Me está pidiendo mi opinión?

—Sí.

—Porque echa de menos a su mujer —dijo Dahl—. Echa de menos a su mujer tanto que le ha vuelto la vida del revés. En cierto modo cuesta explicarlo, porque usted está aquí y está viva, lo que significa que en cierto modo la vida de su mujer continúa. Así que se la envía a usted. Quiere entregarle la parte de la vida que vivió con ella.

—Pero ¿por qué?

—Porque es la manera que tiene de despedirse de ella —dijo Dahl—. Se la entrega a usted con tal de poder seguir adelante.

—Él se lo explicó de este modo.

—No. Pero creo que ésa es la razón de que lo hiciera.

Martínez se apartó rápidamente de la puerta. Cuando regresó al cabo de un minuto, llevaba un pañuelo de papel en la mano con el que se secó los ojos. Levantó la vista a Dahl y esbozó una sonrisa poco convincente.

—Definitivamente ésta es la mañana de sábado más rara que recuerdo en mucho tiempo.

—Lamento oír eso —dijo Dahl.

—No, no pasa nada —contestó Martínez—. Sigo sin comprender. Pero supongo que estoy ayudando a su amigo, ¿verdad?

—Creo que sí —dijo Dahl—. Gracias por ello.

—Lo siento. —Martínez se hizo a un lado—. ¿Quiere entrar?

—Me gustaría, pero no puedo —se disculpó Dahl—. Tengo un taxi con el taxímetro corriendo y me están esperando unos amigos.

—Vuelve usted a su complejo y misterioso lugar —dijo Martínez.

—Sí. Eso me recuerda que el proyector y esa carta probablemente desaparezcan dentro de un par de días.

—¿Será como si se evaporaran? —preguntó Martínez—. ¿Como la carta que se autodestruirá en cinco segundos?

—Algo por el estilo —dijo Dahl.

—¿Es espía o algo así? —Martínez sonreía.

—Es complicado —dijo de nuevo Dahl—. En cualquier caso sugiero hacer copias de todo. Probablemente pueda proyectar las imágenes sobre una pared blanca, sacarles fotos y escanear la carta.

—Lo haré —aseguró Martínez—. Gracias por advertirme.

—De nada —dijo Dahl, dándose la vuelta para marcharse.

—Espere un momento —pidió Martínez—. Su amigo. ¿Lo verá cuando vuelva?

—Sí.

Martínez se acercó a Dahl para darle un beso en la mejilla.

—Dele un beso de mi parte —dijo—. Y dígale que se lo agradezco. Y que cuidaré de Margaret por él.

—Lo haré —aseguró Dahl—. Lo prometo.

—Gracias. —Se puso de puntillas y le dio un beso en la otra mejilla—. Y ése es para usted.

Dahl sonrió.

—Gracias.

Martínez esbozó una sonrisa traviesa y regresó al interior del bungalow.

* * *

—Entonces estás listo para esto —preguntó Dahl a Hester en la lanzadera.

—Pues claro que no. Si todo sale según el plan, en cuanto volváis a nuestro universo yo seré transportado desde este cuerpo perfectamente funcional a uno que sufre serios daños tanto físicos como cerebrales, momento en el cual lo único que puedo esperar es que no nos hayamos equivocado mucho sobre la capacidad para curarme de la medicina del siglo XV. Si todo no sale según el plan, entonces en cuarenta y ocho horas todos mis átomos explotarán con un ruido seco. Me gustaría preguntarte cómo crees tú que alguien se prepara para cualquiera de ambas opciones.

—Buena pregunta —admitió Dahl.

—Quiero saber cómo te las has ingeniado para convencerme —dijo Hester.

—Debe de ser que soy muy persuasivo —propuso Dahl.

—Claro que también soy el tipo a quien Finn convenció para esconderle las drogas, con el argumento de que se trataba de golosinas —admitió Hester.

—Si no recuerdo mal tenían una capa de azúcar —dijo Dahl.

—Soy crédulo y no tengo voluntad, a eso me refiero —explicó Hester.

—No estoy de acuerdo con esa valoración —dijo Dahl.

—Bueno, es normal que digas eso, después de haberme convencido para tomar parte en tu ridículo plan.

Ambos se encontraban junto al cuerpo de Matthew Paulson, cuya camilla estaba rodeada por una unidad móvil de aparatos de soporte vital. Duvall comprobaba el funcionamiento de los aparatos, así como el estado en el que se encontraba el cuerpo comatoso.

—¿Cómo está? —preguntó Dahl.

—Estable —respondió Duvall—. De momento la maquinaria hace todo el trabajo, y la lanzadera tiene adaptadores que podría usar, así que no tenemos que preocuparnos por el hecho de que se gasten las baterías. No habrá problemas mientras no se produzca una emergencia médica importante entre este momento y el transcurso del viaje de vuelta.

—¿Y si se produce esa emergencia médica? —preguntó Hester.

Duvall se volvió hacia él.

—Entonces haré cuanto pueda con los conocimientos de que dispongo —respondió ella, extendiendo el brazo para darle una palmada en la espalda—. No te preocupes. No te decepcionaré.

—Tíos, ha llegado la hora de despedirse —dijo Kerensky desde el asiento del piloto de la lanzadera—. Nuestro viaje desde Griffith Park no pasó desapercibido, y al menos he detectado tres aviones que nos siguen el rastro. Disponemos de otro par de minutos antes de que las cosas se pongan feas.

—Entendido —dijo Dahl, volviéndose hacia Hester—. De modo que estás preparado —dijo.

—Sí —confirmó Hester.

Ambos salieron al jardín de la finca que Charles Paulson tenía en Malibú. Charles y su familia se hallaban presentes, esperando a Hester. Hanson, que les había estado haciendo compañía, se despidió para reunirse con Dahl. Por su parte Hester fue a reunirse con la familia de Paulson.

—¿Cuándo lo sabremos? —preguntó Paulson a Dahl.

—Si llevamos los motores a capacidad máxima rumbo al agujero negro que usamos llegaremos en menos de un día —contestó Dahl—. Supongo que en cuanto su hijo empiece a comportarse como lo haría su hijo usted se dará cuenta.

—Si funciona —dijo Paulson.

—Siempre y cuando lo haga —confirmó Dahl—. Actuemos como si fuera a hacerlo.

—Sí, hagámoslo —corroboró Hester.

—Bueno, ahora estamos de acuerdo en todo —dijo Dahl a Paulson.

—Sí —afirmó Paulson—. Ninguno de sus personajes morirá de resultas de viajar hacia adelante. La serie dejará de matar extras al azar. Y la propia serie cerrará la próxima temporada y no haremos más series ambientadas en el mismo universo en un período comprendido en cien años respecto a su línea temporal.

—¿Y este episodio? —preguntó Dahl—. En el que sucede todo lo que planeamos.

—Nick me ha enviado un mensaje hace unos minutos al respecto —dijo Paulson—. Dice que ya casi lo tiene esbozado. En cuanto esté terminado ambos lo puliremos, y luego lo pondremos en manos de producción en cuanto… bueno, en cuanto sepamos si su plan ha funcionado o no.

—Funcionará —aseguró Dahl.

—Va a echar por tierra nuestro calendario de producción —dijo Paulson—. Acabaré pagando este episodio de mi propio bolsillo.

—Valdrá la pena —aseguró Dahl.

—Lo sé —dijo Paulson—. Si todo funciona será un episodio tremendo.

—Por supuesto —dijo Dahl. Hester puso los ojos en blanco.

—He oído helicópteros —intervino Hanson.

Procedente de la lanzadera llegó el ruido de motores. Dahl se volvió hacia Hester.

—Buena suerte —dijo Hester.

—Hasta ahora —respondió Dahl, dirigiéndose hacia la lanzadera.

Y desaparecieron antes de que los helicópteros pudiesen alcanzarlos.

* * *

—Ha llegado el momento —anunció Kerensky cuando se acercaron al agujero negro.

—Que todo el mundo se prepare para la transición. Dahl, ocupa el asiento del copiloto.

—No sé pilotar una lanzadera —dijo Dahl.

—No necesito que pilotes nada —repuso Kerensky—. Sino que presiones el botón que activa la secuencia automática de localización y aterrizaje, en caso de que ese cabrón de guionista haya incluido algo que explote y me deje inconsciente.

Dahl se levantó, volviéndose hacia Duvall.

—¿Hester se encuentra bien? —preguntó.

—Está bien, todo está en orden —contestó Duvall—. Y creo que no es Hester, aún.

—De todos modos lo llamaremos Hester —dijo Dahl—. Tal vez eso tenga importancia.

—Tú mandas —admitió Duvall.

Dahl se acomodó en el asiento del copiloto.

—Recordarás cómo se hace —dijo a Kerensky.

—Apuntas al hueco que hay entre el disco de acreción y el radio de Schwarzschild, y aumenta la potencia de los motores hasta el ciento diez por ciento —respondió Kerensky, hosco—. Lo tengo controlado. Aunque me hubiera sido de gran ayuda ver cómo fue la última vez que lo hicimos. Claro que ahora que lo pienso me teníais encerrado en un contenedor. Sin pantalones.

—Siento aquello —se disculpó Dahl.

—Ya no importa —dijo Kerensky—. Soy vuestro amuleto de la suerte, ¿recuerdas? Y hasta ahora no nos ha ido mal.

—Espero que el resto tampoco se nos tuerza.

—¿Cómo sabremos que este plan tuyo ha funcionado?

—Cuando revivamos a Hester y resulte ser el mismo Hester de siempre —respondió Dahl.

Se oyó el pitido de un sensor.

—Transición en diez segundos —anunció Kerensky—. De modo que no lo averiguaremos hasta regresar al Intrepid.

—Probablemente —dijo Dahl.

—¿Probablemente?

—Pensé en un modo de averiguar si la transferencia no había tenido lugar —apuntó Dahl.

—¿Cómo?

La lanzadera alcanzó el borde desigual que mediaba entre el disco de acreción y el radio de Schwarzschild y realizó la transición de inmediato.

El planeta Forshan se perfilaba imponente en la pantalla, y sobre él una docena de naves, incluida el Intrepid, se hallaban trabadas en combate.

Cada sensor de la lanzadera encendió sus luces rojas y emitió las señales sonoras de alarma.

En una de las naves cercanas hubo un pestañeo luminoso, y una salva de misiles surgió en dirección a la lanzadera.

—Si al atravesar al otro lado el mundo presenta un aspecto similar a éste —respondió finalmente Dahl.

Kerensky lanzó un grito, y Dahl se sintió mareado cuando el teniente emprendió una serie de maniobras evasivas.