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—Odio esta ropa —dijo Kerensky.

—Te sienta bien —adujo Dahl para calmarlo.

—No, no me sienta nada bien. Da la impresión de que la he escogido a oscuras. ¿Cómo puede vestir así la gente?

—Deja de quejarte —dijo Duvall—. ¿O es que en el lugar del que venimos no te ponías otra ropa aparte del uniforme?

—La ropa interior me pica —se quejó Kerensky, torciendo el gesto.

—Si llego a saber que eras tan quejica, nunca me habría acostado contigo.

—Si llego a saber que ibas a drogarme, secuestrarme y llevarme de vuelta a la edad oscura sin llevar puestos los pantalones, nunca me habría acostado contigo —replicó Kerensky.

—Tíos —exclamó Dahl, señalando con la mirada al taxista, que se esforzaba por ignorar a los tipos raros que viajaban en el asiento trasero—. Dejad de mencionar la edad oscura de las narices.

En Sunset, el taxi giró a la izquierda hacia Vine.

—Seguro que Marc Corey sigue allí, ¿verdad? —preguntó Kerensky.

—Brian dijo que su amigo llamaría en cuanto llegase, y que volvería a hacerlo si se marchaba —dijo Dahl—. Brian no me ha llamado desde entonces, así que podemos dar por sentado que sigue en el club.

—No creo que esto vaya a salir bien —dudó Kerensky.

—Verás como si —dijo Dahl—. Lo sé.

—Todo ha ido bien con el tuyo, pero con éste podría ser distinto —señaló Kerensky.

—Por favor —dijo Duvall—. Si se parece algo a ti, se quedará aturdido cuando te vea. Será como mirarse a un espejo que puede tocar.

—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Kerensky.

—Significa que el hecho de que estés fascinado contigo mismo no va a solucionar nuestro problema —contestó Duvall.

—No te caigo muy bien, ¿verdad? —preguntó Kerensky tras unos instantes de silencio.

Duvall sonrió y le dio una palmadita en la mejilla.

—Me caes bien, Anatoly. De veras. Pero ahora mismo, necesito que te concentres. Piensa en esto como si fuera otra misión de desembarco.

—Siempre salgo malherido en las misiones de desembarco —protestó Kerensky.

—Quizá —dijo Duvall—. Pero siempre sobrevives.

—El Vine Club —anunció el taxista, frenando junto a la acera.

Los tres salieron del taxi, y Dahl se acercó a la ventanilla del conductor para pagar la carrera. Desde el interior del club llegaba el estruendo de la música. Una fila compuesta por jóvenes atractivos muy estirados aguardaba fuera.

—Vamos —apremió Dahl, dirigiéndose hacia el tipo que hacía de portero en la entrada, seguido por Duvall y Kerensky.

—La fila empieza allí —dijo el portero, señalando la hilera de clientes que aguardaban.

—Ya, pero es que me han dicho que debía hablar con usted —interrumpió Dahl, que tendió la mano con un billete de cien dólares doblado en ella, tal como Abnett le había dicho que hiciera—. Mitch, ¿verdad?

Mitch el portero miró imperceptiblemente la mano de Dahl, luego la estrechó, arrastrando hacia su propia mano el billete sin que nadie lo viera.

—Claro —aceptó Mitch—. Hablemos.

—Se supone que debo decirle que estos dos son amigos de Roberto —dijo Dahl, mencionando el nombre del amigo camarero de Abnett, inclinando la cabeza para señalar a Kerensky y Duvall—. Los está esperando.

Mitch miró a Kerensky y Duvall. Si reparó en el parecido de Kerensky con Marc Corey se guardó mucho de mencionarlo. Volvió la mirada hacia Dahl.

—Sólo la primera planta —dijo—. Si intentan acceder a la segunda planta saldrán con la cabeza por delante. Si se les ocurre bajar al sótano, saldrán con la cabeza por delante y sin unos cuantos dientes.

—Primera planta —repitió Dahl, asintiendo.

—Tú no —dijo Mitch—. No te me ofendas.

—Ofensa ninguna —contestó Dahl.

Mitch señaló a Kerensky y Duvall, y retiró el cordón entre las sonoras protestas que se alzaron entre los integrantes de la fila.

—¿Tú te encargas? —preguntó Dahl a Duvall, cuando ella pasó por su lado.

—Confía en mí, lo tengo controlado —dijo—. No te separes del teléfono.

—No lo haré —aseguró Dahl. Ambos desaparecieron en la penumbra del Vine Club. Mitch cerró el cordón tras ellos.

—Eh —le dijo Dahl—. ¿Dónde puede ir un ser humano normal a tomar algo?

Mitch sonrió al oír aquello y señaló.

—A ese pub irlandés de ahí —contestó—. El que atiende la barra se llama Nick. Dile que vas de mi parte.

—Gracias —dijo Dahl, que echó a caminar calle arriba.

El pub era ruidoso y estaba concurrido. Dahl se abrió paso hasta la barra, y una vez allí se hurgó el bolsillo en busca de dinero.

—Eh, Brian, ¿verdad? —preguntó alguien.

Dahl levantó la vista y vio que el camarero lo estaba mirando con una sonrisa.

—Finn —dijo Dahl.

—Nick —corrigió el barman.

—Lo siento —reaccionó Dahl tras un instante—. Lapsus mental.

—Va con la profesión —dijo Nick—. Te conocen por tu papel.

—Sí —afirmó Dahl.

—Oye, ¿te encuentras bien? Pareces algo… —Movió ambas manos— aturdido.

—Estoy bien —dijo Dahl, que se esforzó por sonreír—. Lo siento. Es que es un poco raro verte aquí.

—Es la vida de actor —dijo Nick—. Te quedas sin trabajo y tienes que atender una barra. ¿Qué vas a tomar?

—Escógeme una cerveza —pidió Dahl.

—He aquí un hombre valiente.

—Confío en ti.

—Famosas últimas frases —dijo Nick antes de alejarse en dirección a los tiradores.

Dahl lo observó mientras tiraba la cerveza, procurando no perder los nervios.

—Aquí la tienes —anunció Nick al cabo de un minuto, sirviéndole una pinta—. Es de cosecha propia. La llamamos Starlet Stout.

Dahl la probó.

—No está mal —dijo.

—Ya pondré al corriente al cervecero de tu comentario. Quizá lo recuerdes. Hicimos aquella escena juntos. Él murió víctima de un enjambre de robots.

—El teniente Fischer —dijo Dahl.

—El mismo —aseguró Nick, señalando con la cabeza el vaso de Dahl—. Su nombre real es Jake Klein. Pero su cerveza de elaboración propia está despegando, así que ahora se dedica exclusivamente a eso. Me estoy planteando echarle una mano.

—¿Y dejar de ser actor?

Nick se encogió de hombros.

—No es como si estuvieran arrastrándose a mis pies para que trabaje con ellos —dijo—. Llevo nueve años aquí y ese papel del Intrepid es lo mejor que he conseguido hasta ahora, y no es para echar cohetes. A mí me mató una cabeza explosiva.

—Ya me acuerdo —dijo Dahl.

—Eso fue lo último que hice. —Nick se puso a fregar vasos en el lavamanos de la barra para dar la impresión de estar ocupado mientras charlaba—. Hicimos diez tomas de esa escena. Cada vez que lo hacíamos tenía que echarme hacia atrás como si se hubiese producido una explosión de verdad. Y cuando íbamos por la séptima toma, pensé: «Tengo treinta años y lo que me propongo hacer con mi vida es fingir que muero en una serie de televisión que ni siquiera miraría si no saliese en ella.» En cierto momento tienes que preguntarte a ti mismo por qué. A ver, ¿por qué lo haces?

—¿Yo? —preguntó Dahl.

—Claro —contestó Nick.

—Lo hago porque durante mucho tiempo no supe que tenía elección —dijo Dahl.

—Ahí está —dijo Nick—. Lo pillas. ¿Continúas en la serie?

—Por ahora.

—Pero también te van a matar —afirmó Nick.

—Dentro de un par de episodios —aceptó Dahl—. A menos que logre evitarlo.

—No lo evites —dijo Nick—. Cuando te maten podrás decidir qué hacer el resto de tu vida.

Dahl esbozó una sonrisa.

—Para algunos eso no es tan sencillo —dijo antes de tomar un sorbo.

—La hipoteca, ¿eh?

—Algo así.

C’est la vie —dijo Nick—. Dime, ¿qué te trae a Hollywood y Vine? Creí que me habías dicho que estabas en Toluca Lake.

—Tengo unos amigos que querían visitar en el Vine Club.

—¿No te han dejado entrar? —preguntó Nick.

Dahl se encogió de hombros.

—Tendrías que habérmelo dicho. Mi amigo es el portero.

—Mitch.

—El mismo —aseguró Nick.

—Precisamente fue él quien me sugirió venir al pub —dijo Dahl.

—Vaya, lo siento.

—Yo no. Me alegro de volver a verte.

Nick esbozó una sonrisa torcida y fue a atender a otros clientes.

Dahl reparó en la vibración del teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo y atendió la llamada.

—¿Dónde estás? —preguntó Duvall.

—En el pub que hay siguiendo por la calle —contestó Dahl—. Todo esto es raro de cojones. ¿Por qué lo preguntas?

—Tienes que volver. Acaban de echarnos a patadas del club —dijo Duvall.

—¿A Kerensky y a ti? —preguntó Dahl—. ¿Qué ha pasado?

—No sólo a Kerensky y a mí —contestó Duvall—. También a Marc Corey. La emprendió a golpes con Kerensky.

—¿Qué?

—Nos acercamos al sitio donde estaba Corey. Vio a Kerensky y dijo: «Así que tú eres el capullo de la foto de Gawker», y se le echó encima —explicó Duvall.

—¿Qué coño es eso de Gawker?

—A mí no me preguntes, no es mi siglo —respondió Duvall—. Total, que nos echaron a todos y ahora Corey está inconsciente en la acera. A nuestra llegada ya estaba borracho como una cuba.

—Levantadlo de la acera y buscad en sus bolsillos el ticket del aparcacoches —dijo Dahl—. Subid todos a su coche y esperadme. Estaré hay en un par de minutos. Intentad que no os arresten.

—No te prometo nada —dijo Duvall, colgando la llamada.

—¿Problemas? —preguntó Nick, que había vuelto mientras Dahl hablaba por teléfono.

—Por lo visto mis amigos se han enzarzado en una pelea en el Vine Club, y han acabado echándolos —explicó Dahl—. Tengo que ir a buscarlos antes de que llegue la policía.

—Menuda nochecita.

—No tienes ni idea —contestó Dahl—. ¿Qué te debo por la cerveza?

Nick hizo un gesto para quitarle importancia.

—Invita la casa —dijo—. Así no podrás decir que no te has pasado algo bueno esta noche.

—Gracias —dijo Dahl, que guardó silencio mientras contemplaba el teléfono, antes de levantar la vista hacia Nick—. ¿Te importaría sacarte una foto conmigo?

—Vaya, eso sí que suena raro. —A pesar del comentario, Nick sonrió y se inclinó hacia adelante. Dahl levantó el teléfono y tomó la fotografía.

—Gracias —dijo de nuevo Dahl.

—No hay problema —contestó Nick—. Ahora será mejor que te largues antes de que arresten a tus amigos.

Dahl salió apresuradamente del pub.

Dos minutos después se encontraba a la entrada del Vine Club, viendo cómo Duvall y Kerensky se peleaban con Marc Corey junto a un elegante automóvil negro, ante la atenta mirada de Mitch y un aparcacoches. Las personas que hacían cola para entrar en el local habían sacado los teléfonos y filmaban lo sucedido.

—Tío, pero qué pasa —dijo Mitch al ver que Dahl se les acercaba—. Tus amigos no llevaban aquí dentro ni diez minutos cuando ese tipo se les ha echado encima, arremetiendo contra todo lo que se interponía en su camino.

—Siento oír eso —se disculpó Dahl.

—Y toda esta mierda de los clones pone los pelos de punta —dijo Mitch.

—Mis amigos habían entrado a buscar a Marc —mintió Dahl, que señaló a Kerensky—. Ése es su doble público. Lo usan a veces para temas publicitarios. Nos enteramos de que estaba algo alborotado y hemos venido a buscarlo porque mañana lo necesitan en el estudio.

—Pues estaba muy tranquilito hasta que han aparecido tus amigos —aseguró Mitch—. ¿Y para qué necesita ese tipo un doble? Es el secundario de una serie de ciencia ficción de tres al cuarto. No es como si fuera famoso.

—Tendrías que ver el éxito que tiene en la Comic-Con —dijo Dahl.

Mitch lanzó un bufido.

—Pues que lo disfrute, porque aquí no volverá a entrar —aseguró—. Cuando tu amigo hable con coherencia, dile que si asoma la cara por aquí alcanzará la velocidad warp gracias al impulso de mi pie en su trasero.

—Recordaré emplear esas mismas palabras.

—Hazlo —dijo Mitch, que volvió a concentrarse en su labor.

Dahl se acercó a Duvall.

—¿Se puede saber qué pasa? —preguntó.

—Está borracho y no tiene aguante —respondió Duvall, que forcejeaba con Corey—. Pero está lo bastante lúcido para discutir con nosotros.

—¿No puedes encargarte de un piltrafilla borracho? —preguntó Dahl.

—Claro que sí —contestó Duvall—. Pero acabas de decir que no querías que nos arrestaran.

—Estaría bien que me echaras una mano —dijo Kerensky, antes de que Corey le hundiera un dedo en la nariz.

Dahl asintió, abrió la puerta del vehículo negro y empujó hacia adelante el asiento del pasajero. Duvall y Kerensky aferraron a Corey, lo enderezaron y lo arrojaron al asiento trasero. Corey desapareció en el coche con la cabeza por delante y el culo al aire. Gimoteó unos instantes y finalmente exhaló un quejido débil. Había vuelto a perder el conocimiento.

—No pienso sentarme con él —les advirtió Kerensky.

—No te preocupes, no lo harás. —Dahl estiró la mano para sacar del bolsillo del pantalón la cartera de Corey, que tendió a Kerensky—. Tú conduces.

—¿Por qué tengo que conducir yo?

—Porque así, si nos para la policía, tú eres él —explicó Dahl.

—Claro —dijo Kerensky, tomando la cartera de manos del alférez.

—Yo pagaré al aparcacoches —se ofreció Duvall.

—Dale una buena propina —dijo Dahl.

Al cabo de un minuto, Kerensky comprendió qué significaba la «D» del cambio de marchas y los cuatro se desplazaron en coche por Vine.

—No superes el límite de velocidad —advirtió Dahl a Kerensky.

—No tengo ni idea de por dónde debo ir —admitió Kerensky.

—Pues tú eres el astronavegante —dijo Duvall.

—Ya, pero circulamos por carretera —protestó Kerensky.

—Un momento —advirtió Duvall, sacando el teléfono—. Esto tiene un mapa. Deja que lo ponga en marcha.

Kerensky lanzó un gruñido mientras conducía.

—Ha sido una velada interesante —dijo Duvall a Dahl, mientras introducía en el teléfono la dirección del Best Western—. ¿Y tú qué has hecho?

—He ido a ver a un viejo amigo —respondió Dahl, mostrando a Duvall la foto que se había sacado con Nick.

—Vaya —dijo Duvall, quedándose con el teléfono. Luego se volvió hacia el asiento trasero y le tomó la mano—. Andy, ¿estás bien?

—Estoy bien —dijo.

—Es clavado a él —dijo Duvall, mirando de nuevo la fotografía.

—Sí. —Dahl miró a través de la ventanilla, con las piernas de Corey sobre el regazo.