16

16

—Vale, ya lo veo —dijo Duvall, señalando Camarillo Street arriba—. Es el de la bicicleta.

—¿Estás segura? —preguntó Dahl.

—Sé qué aspecto tienes, por mucho que te pongas uno de esos cascos de bicicleta —aseguró Duvall—. Confía en mí.

—Ahora recuerda que no debes asustarlo —advirtió Dahl.

Se había puesto una gorra de béisbol y llevaba un ejemplar de Los Angeles Times. Ambos estaban de pie delante del edificio de apartamentos donde vivía Brian Abnett.

—Y tú me dices que no lo asuste, pero no soy yo quien se parece tanto a él que podría ser su clon.

—No quiero que se asuste hasta que me vea —dijo Dahl.

—No te preocupes, los hombres se me dan bien —aseguró Duvall—. Ahora ve ahí y procura no parecer… —Hizo una pausa.

—Que intente no parecer… ¿qué? —preguntó Dahl.

—No parecer un clon —concluyó Duvall—. Al menos durante un par de minutos.

Dahl esbozó una sonrisa burlona. Dio un paso atrás y levantó el periódico para fingir que leía.

—Hola —oyó Dahl decir a Duvall un minuto después.

Echó un vistazo por el borde del periódico y la vio caminar hasta Brian Abnett, que se bajaba de la bicicleta antes de quitarse el casco.

—Hola —saludó Abnett, dirigiéndole otro vistazo—. Espera, no me lo digas —añadió con una sonrisa—. Tú y yo hemos trabajado juntos.

—Tal vez —contestó Duvall fríamente.

—Hace poco —dijo Abnett.

—Tal vez —repitió Duvall.

—En el anuncio de la crema para las hemorroides —aventuró Abnett.

—No —dijo Duvall.

—¡Espera! —exclamó Abnett, señalándola—: Crónicas intrépidas. Hace unos meses. Tú y yo hicimos juntos esa escena en la que nos perseguían los robots asesinos. Dime que no me equivoco.

—Se parece mucho a lo que yo recuerdo —contestó Duvall.

—Gracias —dijo Abnett—. Odio olvidarme de la gente con la que trabajo. Sigues con ellos, ¿verdad? Creo haberte visto en el plató de vez en cuando.

—Podría decirse que sí —respondió Duvall—. ¿Y tú qué me cuentas?

—Tengo un papelillo recurrente en la serie —explicó Abnett—. Llevo unas cuantas tomas en lo que va de temporada, y por supuesto matarán a mi personaje dentro de un par de episodios, pero mientras dure no está mal. —Señaló el edificio de apartamentos—. Me permite alojarme aquí hasta que termine el año, al menos.

—¿Van a matar a tu personaje? —preguntó Duvall—. ¿Estás seguro?

—Eso me dice mi agente. Dice que aún trabajan en el episodio, pero que prácticamente está hecho. No pasa nada porque dice que quiere presentarme a un par de papeles en películas, y que seguir en el Intrepid se interpondría en ese plan.

—Lástima lo del personaje —dijo Duvall.

—Bueno, así son las series de ciencia ficción —dijo Abnett—. Alguien tiene que ser el de la camisa roja.

—¿La qué?

—La camisa roja —explicó Abnett—. Ya sabes, en la serie original de Star Trek siempre enviaban de misión a Kirk, Bones, Spock y algún pobre diablo con una camisa roja que acababa desintegrado antes del primer corte publicitario. La lección de la historia consistía en evitar ponerse una camisa roja. O tomar parte en una misión de desembarco cuando eras el único cuyo nombre no figuraba en los créditos iniciales.

—Ah —dijo Duvall.

—¿Nunca has visto Star Trek? —preguntó Abnett, sonriendo.

—Se había quedado algo pasadilla en mi época —dijo Duvall.

—Bueno, qué te trae a mi barrio, hmm… —preguntó Abnett.

—Maia.

—Maia —repitió Abnett—. No estarás interesada en el apartamento que está a la venta, ¿verdad? Probablemente no deba decirte nada, pero creo que tal vez prefieras otro sitio. Estoy seguro de que el último inquilino se dedicaba a hacer metanfetaminas en la bañera. Es un milagro que todo el edificio no saltara por los aires.

—No me quedaré mucho tiempo —dijo Duvall—. De hecho, había venido a verte.

—¿De veras? —exclamó Abnett, con una expresión que mediaba entre el halago por el hecho de que una mujer atractiva hubiese ido expresamente a verle, y la preocupación de que una loca pudiera saber dónde vivía.

Duvall interpretó perfectamente la ambigüedad de su reacción.

—No te estoy acosando —aseguró a Abnett.

—Eso es todo un alivio.

Duvall señaló con la cabeza a Dahl, que seguía medio oculto bajo el sombrero y tras el periódico.

—Ahí mi amigo es muy fan tuyo y quería conocerte. Si no te importa… Le darías una alegría.

—Vale, claro, cómo no —aceptó Abnett sin quitar ojo de Duvall—. ¿Cómo se llama tu amigo?

—Andy Dahl —contestó Duvall.

—¿De verdad? Qué raro. Ése es el nombre de mi personaje en Crónicas intrépidas.

—Por eso quiere conocerte —explicó Duvall.

—Y eso no es lo único que compartimos —intervino Dahl, que se había acercado a Abnett. Se quitó la gorra y dejó caer el Times al suelo—. Hola, Brian. Yo soy tú, versión camisa roja.

* * *

—Sigo sin verlo claro —dijo Abnett. Estaba sentado en la habitación del Best Western con los miembros de la dotación del Intrepid—. Me refiero a que no lo veo nada, pero que nada claro.

—Si tú sigues sin verlo claro —expuso Hester, tuteándolo como hacían los demás— ponte en nuestro lugar. Al menos no eres un personaje de ficción.

—¿Os dais cuenta de lo absurdo que es todo esto? —preguntó Abnett.

—Bueno, llevamos conviviendo un tiempo con la idea —dijo Dahl.

—Entonces comprenderéis por qué reacciono así.

—Si quieres podríamos hacer otra comprobación de pecas —propuso Dahl, refiriéndose al momento, poco después de presentarse, en que Abnett y él se habían comparado todas las pecas, lunares y marcas visibles que compartían hasta asegurarse de que coincidían al milímetro.

—No, tengo que acostumbrarme a la idea —dijo Abnett.

Hester miró a Dahl, rápidamente a Abnett y, luego, otra vez a Dahl, dándole a entender con ese gesto que consideraba al otro un auténtico pelele. Dahl se encogió de hombros. Después de todo, qué podía esperarse de un actor.

—¿Sabéis qué es lo que me convence de que podríais estar diciendo la verdad?

—¿El hecho de que estés sentado en una habitación con una copia exacta de ti mismo? —preguntó Hester.

—No —dijo Abnett—. Bueno, sí. Eso. Pero lo que hace que me convenza de la verdad es él. —Abnett señaló a Kerensky.

—¿Yo? —preguntó Kerensky, sorprendido—. ¿Por qué yo?

—Porque el auténtico Marc Corey no se dejaría pillar muerto en una habitación del Best Western, intentando gastar una broma a un extra cuyo nombre ni siquiera se molesta en recordar —dijo Abnett—. No te ofendas, pero tu otro yo es un gilipollas.

—Éste también lo es —aseguró Hester.

—Eh —le advirtió Kerensky.

—Ya resulta difícil encajar que haya otro como yo —dijo Abnett, señalando de nuevo a Kerensky—: Pero ¿otro como él? Eso ya no lo es tanto.

—Entonces no nos cree —dijo Duvall.

—No sé si les creo —dudó Abnett—. Lo que sí sé es que todo esto es lo más raro que me ha pasado nunca, y quiero saber qué pasa a continuación.

—Así que nos ayudará —intervino Dahl.

—Quiero ayudarles, pero no sé si puedo —dijo Abnett—. Miren, no soy más que un extra. Me permiten acceder al lugar de rodaje para trabajar, pero no creo que pueda llevar allí a nadie. De vez en cuando me escriben unas líneas, pero por lo demás no debemos incordiar a nadie. Y nunca he cruzado palabra con los que llevan la serie: los productores, guionistas… Nadie. Aunque quisiera no podría presentárselos. Y aunque pudiera hacerlo, no creo que ninguno de ellos fuera a creer esta historia porque es una locura. Si se lo cuentan a alguien me echan a patadas.

—Eso podría servir para que no te maten dentro de un par de episodios —señaló Hanson, mirando a Dahl.

Abnett negó con la cabeza.

—No, me sustituirán por otro actor que se me parezca —dijo—. Lo matarán igualmente, a menos que se quede aquí.

Dahl negó con la cabeza.

—Caducamos dentro de cinco días.

—¿Caducan?

—Es complicado —respondió Dahl—. Tiene que ver con los átomos.

—Pues cinco días no es mucho tiempo que digamos. Sobre todo si se proponen cancelar una serie de televisión.

—Díganos algo que no sepamos —propuso Hester.

—Quizá no pueda ayudarnos de manera directa —dijo Duvall—. ¿Conoce a alguien que pueda? A pesar de ser un extra, conocerá a la gente situada por encima en la cadena trófica.

—Si se lo acabo de decir. El caso es que no. No conozco a nadie que pueda llevarles a hablar con los responsables. —Su mirada descansaba en Kerensky, cuando de pronto inclinó la cabeza—. Pero ¿saben una cosa? Tal vez conozca a alguien al margen de la serie que pueda ayudarles.

—¿Por qué me mira de ese modo? —preguntó Kerensky, alarmado por la mirada de Abnett.

—¿Ésa es la única ropa que tiene?

—No tuve opción de hacerme el petate —repuso Kerensky—. ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo mi uniforme?

—Nada si está en la Comic-Con, pero no servirá para el club en el que estoy pensando —dijo Abnett.

—¿Qué club? —preguntó Dahl.

—¿Qué es la Comic-Con? —preguntó Kerensky.

—El Vine Club —respondió Abnett—. Uno de esos clubes secretos donde no entran los simples mortales. Yo no puedo entrar. Pero Marc Corey sí, por los pelos.

—Por los pelos —repitió Dahl.

—Eso significa que tiene acceso a la primera planta, pero no a la segunda, y definitivamente no al sótano —explicó Abnett—. Para la segunda planta tienes que ser una estrella con serie propia, no un mero actor secundario. Para el sótano tienes que hacer veinte millones por película y embolsarte parte de los beneficios.

—Sigo queriendo saber que es eso de la Comic-Con —intervino Kerensky.

—Luego, Kerensky —dijo Hester—. Por Dios. —Se volvió hacia Abnett—. Entonces, ¿qué? ¿Hacemos que Kerensky se haga pasar por Marc Corey y nos colamos allí? ¿De qué va a servirnos?

Abnett negó con la cabeza.

—No tiene que hacerse pasar por Corey. Tienen que ir al club y hacerle a él lo que Andy me ha hecho a mí —propuso—. Lo sacan de ahí, lo ponen al corriente de su situación, a ver si se implica, y entonces quizá les ayude. Yo no le diría que se han propuesto acabar con la serie, porque eso supone que se quedará sin trabajo. Pero por lo demás cabe la posibilidad de que logren que les presente a Charles Paulson. Es el creador de la serie y el productor ejecutivo. Es la persona con quien tienen que hablar. Es él a quien tienen que convencer.

—Bueno, cómo podemos colarnos en ese club.

—Yo no puedo —dijo Abnett—. Como ya he dicho no tengo nivel suficiente. Pero un amigo mío trabaja de camarero allí, y el pasado verano le conseguí un papel en un anuncio. Eso impidió que perdiera la casa, así que me debe una. Él podrá colarles. —Miró a los presentes de arriba abajo, antes de señalar a Kerensky—. Vale, él puede ir. —Luego señaló a Duvall—. Tal vez ella también.

—¿Impide que su amigo pierda la casa, y basta con colar en su club a dos personas para que estén a la par? —preguntó Hester.

—Bienvenidos a Hollywood —dijo Abnett.

—De acuerdo, lo haremos —dijo Dahl—. Gracias, Brian.

—Encantado de ayudaros —dijo Brian, tuteándolos—. Supongo que me siento ligado a vosotros después de ver que sois de carne y hueso y tal.

—Me alegra oír eso.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Claro.

—El futuro —dijo Abnett—. ¿Realmente es como cuentan en la serie?

—El futuro es como cuentan en la serie —aseguró Dahl—. Lo que no sé es si realmente se trata del futuro.

—Pero esto es vuestro pasado —objetó Abnett—. Nosotros formamos parte de vuestro pasado. Me refiero al año 2012.

—El año 2012 está en nuestro pasado, pero no este 2012 —dijo Dahl—. En nuestro pasado no existe ninguna serie de televisión titulada Crónicas intrépidas. No existe en nuestra línea temporal.

—Entonces eso significa que yo podría no existir en vuestra línea temporal —dijo Abnett.

—Tal vez.

—Así que tú eres lo único que existe de mí allí —expuso Abnett—. La única parte de mí que ha existido allí.

—Supongo que cabe esa posibilidad —contestó Dahl—. Igual que tú eres la única parte de mí que ha existido en este lugar.

—¿Eso no te da qué pensar? —preguntó Abnett—. ¿Saber que existes y que no, que eres real y que no lo eres, todo al mismo tiempo?

—Sí, y estoy acostumbrado a enfrentarme a cuestiones profundas y existenciales —dijo Dahl—. Ahora mismo lo afronto de la siguiente manera: no me importa si existo o no, ser real o un personaje de ficción. Ahora mismo lo único que me importa es ser yo quien decida mi propio destino. Eso es algo en lo que puedo trabajar. Estoy trabajando en eso ahora.

—Creo posible que seas más listo que yo —advirtió Abnett.

—Ah, no pasa nada —dijo Dahl—. Porque creo que eres más atractivo que yo.

Abnett sonrió.

—Acepto el trato —aseguró—. Y ya que hablamos de atractivos, creo que ha llegado la hora de que os lleve por ahí de compras. Puede que esos uniformes sean muy útiles en el futuro, pero en el presente todo el mundo os tratará como a bichos raros que llevan años sin salir del sótano. ¿Tenéis dinero?

—Tenemos noventa y tres mil dólares —contestó Hanson—. Menos los setenta y ocho que ha costado el almuerzo.

—Creo que bastará con eso —dijo Abnett.