15
Tres horas y media después, Dahl llamó a la puerta de la cabina del teniente Kerensky. Hester y Hanson estaban situados detrás de él, cargando con un contenedor que transportaban en un carro de cargamento.
La puerta de la cabina se abrió lentamente. Duvall estaba en el interior.
—Por el amor de Dios, entrad, rápido —les apremió.
Dahl echó un vistazo en la cabina.
—Aquí no cabremos todos —dijo.
—Entonces entra tú solo —repuso ella—. Pero trae el contenedor. —Miró a Hanson y a Hester—. Vosotros dos, a ver si actuáis como si no estuvierais haciendo algo que bastaría para conduciros al paredón.
—Calma —pidió Hester.
Dahl empujó el contenedor hasta el interior de la cabina, y, una vez dentro, cerró la puerta.
En la cama, sin el pantalón e inconsciente, estaba el teniente Kerensky.
—¿No podías ponerle los pantalones? —preguntó Dahl.
—Andy, la próxima vez que quieras drogar hasta la inconsciencia a la persona a la que te estés tirando, podrás hacerlo como quieras —dijo Duvall—. Lo que me recuerda que esto se trata de uno de esos favores por los que me debes un polvo.
—Qué irónico, teniendo en cuenta las circunstancias —dijo Dahl, inclinando la cabeza en dirección a Kerensky.
—Qué gracioso —dijo Duvall.
—¿Cuánto lleva dormido?
—Ni cinco minutos. Ha sido increíble. Puse la pastilla en su copa porque quería que echase antes un trago conmigo. Pero el tío no quería perder el tiempo. Podría contarte lo que tuve que hacer para que tomase esa copa, pero dice más acerca de mí de lo que estoy segura que quieres saber.
—Te aseguro que intento imaginar qué puede suponer eso y no tengo la menor idea —admitió Dahl.
—Mejor así —contestó Duvall—. En fin. Está dormido y si yo soy prueba de lo efectivas que son esas pastillitas, seguirá inconsciente al menos varias horas.
—Estupendo —dijo Dahl—. Pongamos manos a la obra.
Duvall asintió y retiró las sábanas y mantas de la cama de Kerensky, con las que forró el interior del contenedor.
—¿Tendrá suficiente oxígeno? —preguntó.
—No se cierra herméticamente —dijo Dahl—. Pero tal vez sería buena idea ponerle el pantalón.
—Aún no —pidió Duvall.
—No estoy muy seguro de adónde nos lleva esto.
—Cierra el pico y metámoslo ahí dentro.
Al cabo de cinco minutos, Dahl y Duvall habían logrado introducir al teniente en el contenedor. La alférez arrebujó los pantalones y la camisa de Kerensky para guardarlos en un petate.
—¿Dónde está su teléfono? —preguntó Dahl.
Duvall lo recogió del escritorio de Kerensky y se lo arrojó a Dahl, que abrió un mensaje de texto para redactar una nota y enviarla.
—Ya —exclamó—. Kerensky acaba de enviar una nota informando que se encuentra indispuesto para efectuar su próxima guardia. Eso nos proporciona al menos doce horas hasta que alguien se acerque a ver cómo se encuentra.
—Pobre desgraciado —dijo Duvall, mirando el contenedor—. Todo esto hace que me sienta fatal. Es egoísta y no tiene muchas luces, pero no es mala persona. Y no es malo en la cama.
—Eso no me interesa.
—Mojigato.
—Ya se lo compensarás después —dijo Dahl, abriendo la puerta, al otro lado de la cual encontraron a Hester esperándoles.
—Creía que habíais empezado a jugar al parchís ahí dentro —se quejó.
—No empecemos —le advirtió Duvall—. Subámoslo al carro.
Minutos después, los cuatro guiaron el carro con su inconsciente cargamento hasta el acceso al muelle.
—Preparad la lanzadera —ordenó Dahl a Hester, antes de volverse hacia Hanson y Duvall—. Subid el cargamento al aparato y procurad hacer el menor ruido posible, por favor.
—Mira éste, qué mandón se nos ha vuelto —dijo Duvall.
—Por ahora finjamos que respetáis de veras mi autoridad —propuso Dahl.
—¿Y tú adónde vas? —preguntó Hanson.
—Tengo que hacer una visita rápida —respondió el alférez—. Debo ir a recoger unos suministros extra.
Hanson asintió, dispuesto a meter el contenedor en la bodega de carga de la lanzadera, ayudado por Hester y Duvall. Dahl anduvo hasta localizar un túnel de cargamento, cuya puerta de acceso abrió en silencio.
Jenkins se hallaba al otro lado.
—Sabrá que eso que hace es muy inquietante —dijo Dahl.
—Intento no hacerle perder el tiempo —contestó Jenkins, que levantó un maletín que llevaba—. Son los restos de la misión que llevaron a cabo Abernathy, Q’eeng y Hartnell. Teléfonos y dinero. Los teléfonos funcionarán con las redes de comunicaciones e información que había en esa época. Esas redes son lentas y rudimentarias, así que mejor será que tengan paciencia con ellas. El dinero es físico, es el que usan aún allí a donde van.
—¿Se darán cuenta de que no es auténtico? —preguntó Dahl.
—La última vez no lo hicieron.
—¿Cuánto hay aquí dentro?
—Unos noventa y tres mil dólares —dijo Jenkins.
—¿Eso es mucho?
—Suficiente para que aguanten seis días —aseguró Jenkins.
Dahl tomó el maletín y se dio la vuelta, dispuesto a alejarse.
—Una última cosa —dijo Jenkins, tendiéndole una cajita.
—¿De veras quiere que lo haga? —preguntó Dahl, aceptándola con la mano libre.
—Yo no voy a acompañarle —dijo Jenkins—, así que tendrá que hacerlo en mi nombre.
—Tal vez no tenga tiempo.
—Lo sé. Pero si lo tiene…
—Y no durará —dijo Dahl—. Usted sabe que no lo hará.
—No tiene que durar —contestó Jenkins—. Sólo tiene que durar lo necesario.
—De acuerdo.
—Gracias —dijo Jenkins—. Y ahora creo que será mejor que abandonen la nave en cuanto puedan. Dejar esa nota en nombre de Kerensky ha sido una buena idea, pero no tiente más de lo necesario al destino. Y ya lo ha tentado bastante.
* * *
—No pueden hacerme esto —dijo con voz ahogada Kerensky desde el interior del contenedor.
Llevaba cinco minutos despierto después de dormir diez horas. Hester lo había estado incordiando desde entonces.
—Qué gracia que diga eso —contestó Hester—, teniendo en cuenta dónde está.
—Sáquenme de aquí —exigió Kerensky—. Es una orden.
—No deja de decir cosas graciosas. Desde dentro de un contenedor —dijo Hester, con énfasis—. Un contenedor del que no puede salir.
Tras esas palabras hubo unos instantes de silencio.
—¿Dónde están mis pantalones? —preguntó Kerensky con tono lastimero.
Hester se volvió hacia Duvall.
—Voy a dejar que tú respondas a eso —dijo.
Duvall puso los ojos en blanco.
—Tengo que mear. Tengo muchas ganas de mear —exclamó Kerensky.
Duvall suspiró.
—Anatoly —dijo—. Soy yo.
—¿Maia? ¿También te han secuestrado? No te preocupes. No permitiré que estos cabrones te hagan daño. ¿Me estáis oyendo, hijos de puta?
Hester se volvió hacia Dahl con expresión incrédula. Dahl se encogió de hombros.
—Anatoly —contestó Maia con mayor énfasis en el tono de voz—. No, nadie me ha secuestrado.
—¿Cómo? —Kerensky aguardó un minuto para añadir—: Ah.
—Ah —repitió Duvall—. Vale, ahora presta atención, Anatoly. Voy a abrir el contenedor para que salgas de ahí, pero necesito que no hagas tonterías ni que te pongas nervioso. ¿Crees que podrás hacerlo?
Hubo una pausa.
—Sí —respondió Kerensky.
—Anatoly, esa breve pausa me ha sugerido la posibilidad de que te hayas planteado hacer algo realmente estúpido en cuanto te saquemos de ahí —dijo Duvall—. Así que para asegurarnos, dos de mis amigos te apuntarán con armas de pulso. Si se te ocurre hacer alguna idiotez, dispararán. ¿Entendido?
—Sí —afirmó Kerensky, resignado.
—De acuerdo —contestó Duvall, acercándose al contenedor.
—¿Armas de pulso? —preguntó Dahl.
Nadie había embarcado con armas de pulso.
Entonces fue Duvall quien se encogió de hombros.
—Sabes que está mintiendo —intervino Hester.
—Por eso me he quedado con sus pantalones —dijo mientras se disponía a abrir el contenedor.
Kerensky salió del contenedor, giró sobre sus talones, reparó en la puerta y echó a correr hacia ella, para atravesarla corriendo después de abrirla. Todos los presentes lo vieron salir.
—¿Ahora qué hacemos? —preguntó Hanson.
—La ventana —propuso Dahl.
Se levantaron y anduvieron hacia la ventana, tirando de la palanca para que pudiera abrirse.
—Bastará con esto —aseguró Hester.
Treinta segundos después, Kerensky apareció de nuevo y salió corriendo a la calle, momento en que frenó en seco totalmente confundido. Un coche le dio un bocinazo para que se apartase. El teniente reculó hasta la acera.
—Vuelve aquí, Anatoly —dijo Duvall a través de la ventana—. Por el amor de Dios, mírate. Pero si vas sin pantalones.
Kerensky se dio la vuelta, atento a la voz de la alférez.
—Esto no es una nave —gritó a la ventana.
—No, es Best Western Media Center Inn and Suites —contestó Duvall—. En Burbank.
—¿Eso es un planeta? —preguntó a gritos Kerensky—. ¿En qué sistema está?
—Santo Dios —murmuró Hester—. Estás en la Tierra, zoquete —gritó a Kerensky.
Kerensky miró incrédulo a su alrededor.
—¿Es que ha habido un Apocalipsis?
—¿De veras te has acostado con ese imbécil? —preguntó Hester a Duvall.
—No ha tenido un buen día —lo disculpó ella, que seguidamente se volvió hacia Kerensky—. Hemos viajado en el tiempo, Anatoly —dijo—. Estamos en el año 2012. Éste es el aspecto que tiene. Ahora vuelve dentro.
—Me has drogado y me has secuestrado —dijo Kerensky con tono acusador.
—Lo sé, y lo siento de veras —se disculpó Duvall—. No había tiempo y teníamos prisa. Tienes que volver aquí. Vas semidesnudo, y por mucho que estemos en el año 2012 podrían arrestarte por ello. No querrás que te arresten en 2012, Anatoly. No es una buena época para estar en prisión. Vuelve dentro, ¿vale? Nos encontrarás en la habitación 215. Sube por la escalera.
Kerensky miró a su alrededor, se miró de cintura para abajo, y luego entró corriendo en Best Western.
—No pienso compartir litera con él —les advirtió Hester—. Sólo quiero que quede claro.
Un minuto después se oyó un golpe en la puerta. Hanson fue a abrirla. Kerensky entró en la habitación.
—Primero, quiero mis pantalones —exigió Kerensky.
Todo el mundo se volvió hacia Duvall, quien dirigió a los demás una mirada con la que pretendía decir que se metieran en sus asuntos, antes de sacar del petate el pantalón de Kerensky y arrojárselo.
—Segundo —añadió Kerensky, vistiéndose con torpeza—. Quiero saber qué hacemos aquí.
—Estamos aquí porque hemos aterrizado con la lanzadera en Griffin Park y éste es el hotel más cercano —explicó Hester—. Y menos mal que está tan cerca, porque el contenedor en el que lo habíamos metido no era precisamente liviano.
—No me refería al hotel —dijo, enfadado, Kerensky—, sino a este lugar. A la Tierra en el año 2012. A Burbank. Necesito una explicación.
Todos se volvieron hacia Dahl.
—Ah —dijo—. Verá, es algo complicado.
* * *
—Come algo, Anatoly —dijo Duvall, ofreciéndole los restos de la pizza.
Se hallaban sentados a una mesa de la pizzería Número Uno que encontraron cruzando la calle desde el hotel. Kerensky llevaba puesto el pantalón.
El teniente apenas miraba la pizza.
—No estoy seguro de que sea buena idea.
—En el siglo XX había leyes que regían el control de los alimentos —apuntó Hanson—. Al menos en Estados Unidos.
—Paso —dijo Kerensky.
—Dejad que se muera de hambre —intervino Hester, que alcanzó la última porción.
Pero Kerensky se le adelantó en el último momento.
—Lo tengo —anunció Dahl, mostrándoles una imagen en la pantalla de su teléfono, de su aparato del siglo XXI—. Crónicas intrépidas. —Consultó de nuevo la pantalla—. Lo emiten los viernes a las nueve en algo llamado cadena Corwin Action, que según parece se trata de un «canal básico de cable». Se estrenó en 2007, lo que significa que va por la sexta temporada.
—Esto es absolutamente ridículo —dijo Kerensky mientras masticaba la pizza.
Dahl se volvió hacia él y mostró en pantalla otro artículo.
—Y en el papel de teniente Anatoly Kerensky de Crónicas intrépidas el actor Marc Corey —leyó, mostrando a Kerensky en pantalla la imagen de su sonriente doble, vestido con americana y camisa con el cuello desabotonado—. Nacido en 1985 en Chatsworth, California. Me pregunto si eso estará cerca.
Kerensky tomó el teléfono y, ceñudo, leyó el artículo.
—Esto no demuestra nada —dijo—. No sabemos hasta qué punto esta información es veraz. Que nosotros sepamos. —Recuperó en pantalla el encabezado de la página donde figuraban los datos— la información de la base de datos Wikipedia podría haberla recopilado un puñado de idiotas. —Le devolvió el teléfono.
—Podríamos intentar localizar al tal Corey —propuso Hanson.
—Antes quiero probar con otro —intervino Dahl, tecleando de nuevo en el teléfono—. Si Marc Corey es un habitual de la serie, probablemente nos cueste dar con él. Creo que tal vez sería mejor no apuntar tan alto.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Duvall.
—Me refiero a que creo que podríamos empezar por mí —propuso Dahl, que les mostró de nuevo una imagen en la pantalla del teléfono, aunque en esa ocasión correspondía a su propio rostro—. Os presento a Brian Abnett.
Los amigos de Dahl contemplaron la fotografía.
—Es algo inquietante, ¿no os parece? —preguntó Hanson tras unos instantes—. Eso de mirar la foto de alguien que es clavado a ti pero no eres tú.
—Y que lo digas —admitió Dahl—. Por supuesto todos vosotros tenéis a los vuestros.
Al escuchar aquello, todos encendieron los teléfonos.
—¿Qué dice Wikipedia sobre él? —preguntó Kerensky, burlón, pronunciando con énfasis el pronombre.
Era el único que no tenía teléfono propio.
—Nada —contestó Dahl—. Por lo visto no cumple con los mínimos. Seguí el enlace que había en la página de Crónicas intrépidas hasta una base de datos llamada IMDB, que entre otras cosas incluye información sobre los actores de series. Tiene página allí.
—¿Cómo nos ponemos en contacto con él? —preguntó Duvall.
—En esa página no figuran los datos de contacto —explicó Dahl—, pero déjame introducir su nombre en el campo de búsqueda.
—Acabo de encontrarme —anunció Hanson—. Soy un tipo llamado Chad.
—Conocí a un Chad una vez —intervino Hester—. Tenía por costumbre arrearme.
—Lo siento.
—No eras tú —dijo Hester—. Ninguno de vosotros dos, quiero decir.
—Tiene página propia —dijo Dahl.
—¿Chad? —preguntó Hanson.
—No, Brian Abnett. —Dahl hojeó la página hasta encontrar una etiqueta titulada «Contacto». La presionó y apareció una ventana con una dirección—. Es de la agencia.
—¡Guau!, incluso entonces los actores tenían agente —dijo Duvall.
—Incluso ahora, querrás decir —corrigió Dahl, que volvió a presionar en la pantalla—. Su agencia tan sólo está a un par de millas de aquí. Podemos ir andando.
—¿Qué haremos al llegar allí? —preguntó Duvall.
—Pues obtendremos su dirección —dijo Dahl.
—¿Te la darán así por las buenas?
—Claro que sí —aseguró Dahl—. No ves que yo soy él.