12

12

El muelle del Nantes estaba vacío a excepción de varios carros automatizados de cargamento que circulaban por su superficie.

—Finn y Dahl, ustedes me acompañarán —ordenó el capitán Abernathy, que señaló entonces al alférez que quedaba—: Grover, usted irá con Kerensky y Q’eeng.

—A la orden, señor —respondió el alférez Grover, que se vio empujado hacia atrás cuando el arma de pulso lo alcanzó tras el disparo de uno de los carros automatizados.

Al caer, Dahl creyó ver la mirada sorprendida y confusa en los ojos del alférez.

Entonces Dahl echó a correr, acompañado por Finn y Abernathy, buscando un lugar donde ponerse a cubierto. Lo encontraron a varios metros de distancia, tras unos contenedores de almacenaje. Varios carros de cargamento armados se dirigían hacia ellos, mientras otros iban al lugar donde Kerensky y Q’eeng se habían escondido.

—¿A alguien se le ocurre algo? —preguntó Abernathy.

—Esos carros están dirigidos por control remoto —dijo Finn—. Si podemos alcanzar el despacho que el intendente debe de tener en este mismo muelle, podríamos anular la señal de los carros que circulen por aquí.

—Sí —aseveró Abernathy, señalando la pared opuesta—. Si este muelle está concebido como el del Intrepid, tiene que estar allí.

—Yo me encargo —propuso Finn.

Abernathy levantó la mano.

—No —dijo—. Hoy ya hemos perdido a un miembro de la tripulación. No quiero poner en peligro la vida de otro.

«¿Cómo? ¿Y en su lugar prefiere arriesgar la de nuestro capitán?», pensó Dahl, que no obstante guardó silencio.

Abernathy levantó el arma de pulso.

—Ustedes dos cúbranme cuando eche a correr hacia allí. A la de tres. —Empezó a contar.

Dahl miró a Finn, que se encogió de hombros mientras preparaba el arma de pulso.

A la de tres, Abernathy abandonó a la carrera la protección que le ofrecían los contenedores y corrió en zigzag por el muelle. Los carros de cargamento abandonaron sus anteriores objetivos para abrir fuego sobre el capitán, fallando una y otra vez. Dahl y Finn apuntaron, dispararon y derribaron un carro por cabeza.

Abernathy alcanzó el despacho del intendente, rompiendo la ventana y saltando a través de ella en lugar de molestarse en perder el tiempo abriendo la puerta. Al cabo de algunos segundos, los carros de cargamento se desactivaron ruidosamente.

—Todo despejado —anunció Abernathy, asomando al saltar de nuevo a través del marco de la ventana. Los miembros de la dotación del Intrepid se reunieron junto al cadáver de Grover, en cuyo rostro aún se dibujaba una expresión de incredulidad.

—Finn, parece que su amigo Jer Weston se ha convertido en un asesino —dijo Abernathy, hosco.

—No es amigo mío, señor —puntualizó Finn.

—Pero usted lo conoce —repuso Abernathy—. Si lo encuentra, ¿estará dispuesto a capturarlo? ¿Vivo?

—Sí, señor.

—Estupendo.

—Capitán, tenemos que movernos —apremió Q’eeng—. Podría haber más carros como ésos. De hecho, estoy dispuesto a apostar que Weston ha utilizado los carros como su propio ejército robot para controlar a la tripulación de la nave.

—Sí, eso es —dijo Abernathy, inclinando levemente la cabeza ante Q’eeng—. Usted y yo nos abriremos paso hasta el puente, para ver si podemos localizar a la capitana Bullington, y luego ayudarla a recuperar el control de la nave. Kerensky, usted llévese a Finn y Dahl y localicen a Weston. Lo quiero vivo.

—Sí, señor —dijo Kerensky.

—Bien. Pues pongámonos en marcha.

Q’eeng y él echaron a correr a paso ligero hacia el acceso al muelle, y desde allí lo harían por los corredores que transitaba la tripulación, poblados, sin duda, por más carros armados.

Finn se volvió hacia Kerensky.

—Bueno, ¿cuál es el plan? —preguntó.

—¿Plan? —Kerensky parpadeó varias veces.

—Si realmente existe esa narrativa, está claro que en este momento no depende de él —dijo Dahl, refiriéndose a Kerensky.

—Pues no —convino Finn, volviéndose hacia su compañero—. ¿Y tú qué me dices?

—Ya sabes lo que pienso —dijo Dahl, señalando los carros de cargamento.

—Crees que Jer está imitando a Jenkins —aventuró Finn—. Escondido en las paredes.

—Bingo.

—¿Qué? ¿Cómo? —preguntó Kerensky—. ¿De qué están hablando?

Dahl y Finn no respondieron, sino que se volcaron por separado en la labor de acceder a los registros de a bordo, de lo cual se encargó Dahl, mientras Finn recuperaba todo aquello de los carros que pudiesen aprovechar.

—Ya está —dijo Finn, levantando la mano al terminar—. Tres identificadores de los carros. Vamos a tener que desprendernos de los teléfonos para que cuando accedamos a los túneles de cargamento no nos identifiquen los sensores. Los carros armados nos tomarán por uno de los suyos y no intentarán acabar con nosotros.

—Jenkins conocía este truco —dijo Dahl.

—Sí, pero yo desmonté los identificadores de los carros desactivados —aseguró Finn—. Acabamos de destruir estos carros. Sus identificadores siguen introducidos en el sistema. No creo que Jer haya tenido tiempo de hacerlo.

—¿Hacer qué? —se interesó Kerensky.

—Creo que tienes razón —contestó Dahl, que puso en la pantalla de su teléfono un mapa de los túneles de cargamento—. Tampoco parece que haya tenido tiempo de borrar su madriguera de los planos de a bordo, puesto que éstos conservan la ubicación de todos los centros de distribución de los carros.

—O sea, siete centros de distribución —dijo Finn—. ¿Por cuál quieres empezar?

Dahl consultó la información sobre Weston.

—Su puesto se encontraba aquí, en el muelle, así que yo propongo probar con el centro de distribución más cercano —dijo al tiempo que recuperaba el plano y destacaba en él el centro de distribución al que se refería—. Empecemos por aquí.

—Tiene buena pinta —exclamó Finn.

—Les ordeno que me digan qué están planeando —dijo Kerensky, muy serio.

—Nos disponemos a ayudarle a apresar a Jer Weston —respondió Finn—. Probablemente eso le haga granjearse un ascenso.

—Ah —dijo Kerensky, irguiéndose un poco más—. Entonces no cabe duda de que eso será lo que hagamos.

—Y vengar la muerte de Grover —añadió Dahl, haciendo un gesto para señalar el cadáver del alférez.

—Sí, eso también —apostilló Kerensky, contemplando el cuerpo del fallecido—. Pobre hombre. Ésta ha sido su última misión de desembarco.

—Pues… sí. Sin duda —dijo Finn.

—No, me refería a que su período de servicio finalizaba en un par de días —se explicó Kerensky—. Yo lo asigné para que pudiera disfrutar de su última misión, para que la recordara. Un último gesto desafiante. Intentó convencerme de que no lo hiciera, pero no le hice caso.

—Pura malicia por su parte —contestó Dahl.

Kerensky asintió. O bien no conocía el significado de esa palabra, o bien no la había oído, sumido como estaba en sus pensamientos.

—Una auténtica lástima. Además iba a casarse.

—Basta ya, por favor —dijo Finn—. O voy a tener que darle.

—¿Cómo? —preguntó Kerensky, levantando la vista hacia Finn.

—Creo que se refiere a que tendríamos que ponernos en marcha, señor —intervino Dahl.

—Claro. Bueno, y ¿adónde vamos?

* * *

—Ustedes dos esperen aquí —susurró Kerensky en la esquina del corredor, tras el cual se hallaba el centro de distribución al que se estaban infiltrando—. Yo lo sorprenderé y lo aturdiré. Luego nos pondremos en contacto con el capitán.

—No podemos ponernos en contacto con el capitán porque hemos dejado los teléfonos en el muelle —le recordó Finn.

—Y probablemente antes tendríamos que desactivar todos los carros armados.

—Sí, sí —afirmó Kerensky, algo molesto—. Pero antes yo me encargo de él.

—Suena bien —dijo Dahl.

—Nosotros le seguimos de cerca.

Kerensky asintió al tiempo que empuñaba el arma y saltó al corredor pronunciando el nombre de Jer Weston. Hubo un intercambio de fuego de armas de pulso. Los haces alcanzaron puntos cada vez más inverosímiles. Procedente de la parte superior del corredor cayó una lluvia de chispas cuando el impacto de un arma de pulso rebotó en el conducto, que se derrumbó sobre Kerensky, clavándolo en la posición. Tras lanzar un gruñido perdió el conocimiento.

—Realmente es un inútil —dijo Finn.

—¿Qué quieres que hagamos ahora?

—Tengo un plan. Vamos. —Finn se levantó y echó a caminar con el arma de pulso a la espalda.

Dahl lo siguió.

Tras dar unos pasos, la curva del corredor reveló a un despeinado Jer Weston, de pie en el centro de distribución, arma de pulso en mano, sopesando claramente si debía o no matar a Kerensky.

—Eh, Jer —saludó Finn, caminando hacia él—. Soy yo, Finn.

Weston le miró con ojos bizcos.

—¿Finn? ¿De veras? ¿Aquí? —Sonrió—: Por Dios, tío. ¿Qué posibilidades había?

—¡Ya! —exclamó Finn, que abrió fuego con el arma de pulso ajustada para aturdir.

Weston cayó desplomado.

—¿Éste era tu plan? —preguntó Dahl al cabo de unos segundos—. ¿Esperar a que te saludara tras reconocerte antes de disparar sobre ti?

—Visto así, el plan tenía significativos problemas logísticos —admitió Finn—. Por otro lado ha surtido efecto, y bien está lo que bien…

—No está tan bien cuando se fundamenta en la estupidez —objetó Dahl.

—Bueno, el caso es que esto demuestra lo que te decía. Si yo iba a morir en esta misión, probablemente éste habría sido mi momento, ¿no? Yo enfrentado a mi antiguo compañero de tripulación. Pero aquí estoy, vivo y coleando, y él está aturdido y capturado. Ya ves de qué sirve tu «narrativa» y eso de morir en el momento dramáticamente más apropiado. Espero que hayas aprendido la lección.

—Sí —dijo Dahl—. Es posible que me haya dejado llevar un poco. De todos modos no volveré a seguirte en combate.

—Probablemente sea la decisión más sabia que puedas tomar —admitió Finn, que consultaba la pantalla del miniordenador que había en el centro de distribución, el cual había empleado Weston para controlar los carros de cargamento—. Mira a ver si puedes desconectar la señal de los carros asesinos, mientras yo doy con una solución para que podamos sacar de aquí a Jer.

—Podrías utilizar un carro —propuso Dahl, ya ante la consola del ordenador.

—Es una idea —aceptó Finn.

Dahl desconectó los carros de toda la nave, y oyó un gruñido que provenía de Kerensky.

—Parece que alguien se está despertando —dijo a Finn.

—Estoy ocupado embutiendo a Jer en el carro como a un pavo en la cazuela —dijo Finn—. Encárgate tú, si puedes.

Dahl se acercó a Kerensky, que seguía aplastado por la derrumbada parte superior del conducto.

—Buenos días, señor.

—¿Lo he logrado? —preguntó el teniente.

—Felicidades, señor —dijo Dahl—. Su plan ha funcionado a la perfección.

—Excelente —contestó Kerensky, que ahogó un gruñido, consciente de la presión en sus pulmones de la pila escombros.

—¿Quiere que le ayudemos a retirar los escombros, señor?

—Por favor —respondió Kerensky.

* * *

—No hay nada en el historial del tripulante Weston que apunte a sus simpatías por la causa rebelde calendriana —dijo Sandra Bullington, capitana del Nantes—. He solicitado por hiperonda un informe a la oficina de investigación de la Doble U. Weston no es un hombre religioso ni político. Ni siquiera vota.

Bullington, Abernathy, Q’eeng, Finn y Dahl se hallaban de pie ante una sala acristalada del calabozo donde habían encerrado a Jer Weston. Estaba sentado en una silla de estasis, único mobiliario en toda la estancia. Estaba aturdido pero sonriente. A Kerensky lo habían ingresado en la enfermería con fractura de costillas.

—¿Qué hay sobre sus familiares y amigos? —preguntó Q’eeng.

—Nada del otro mundo —dijo Bullington—. Proviene de una larga estirpe de metodistas del extremo opuesto de la Doble U. Ninguna de sus amistades tiene relación con Calendria o sus luchas políticas o religiosas.

Abernathy miró a Weston a través del cristal.

—¿Ha dado explicaciones de algún tipo?

—No —respondió Bullington—. Ese hijo de puta se carga a dieciocho miembros de mi tripulación y ni siquiera es capaz de decir el porqué. Hasta el momento ha invocado su derecho a no incriminarse a sí mismo. Pero dice que está dispuesto a confesarlo todo con una condición.

—¿De qué se trata? —quiso saber Abernathy.

—De que sea usted ante quien se confiese —dijo Bullington.

—¿Por qué yo?

Bullington se encogió de hombros.

—No lo ha dicho. Si tuviera que aventurar una posibilidad, diría que se debe a que usted es el capitán de la nave insignia de la flota, y que sus hazañas son conocidas en toda la Unión. Quizá tan sólo quiera que alguien famoso lo lleve ante la justicia.

—Señor, le recomiendo que no lo haga —recomendó Q’eeng.

—Lo hemos registrado de la cabeza a los pies —dijo Bullington—. No tiene nada en las cavidades, e incluso si lo hiciera, está sentado en una silla de estasis. En este momento no puede mover nada por debajo del cuello. Si se mantiene al margen de su dentadura, no tendrá problemas.

—Sigo recomendándole que no lo haga —insistió el oficial científico del Intrepid.

—Vale la pena correr el riesgo para llegar al fondo de este asunto —aseguró Abernathy, volviéndose hacia Finn y Dahl—. Me haré acompañar por estos dos, armados. Si sucede algo, confío en que uno de ellos me proteja.

A Q’eeng no pareció hacerle muy feliz la perspectiva, pero dejó de protestar.

Al cabo de dos minutos, Abernathy, Dahl y Finn atravesaron la puerta. Weston sonrió y se dirigió a Finn.

—Finn, has disparado sobre mí —dijo.

—Lo siento —se disculpó Finn.

—No pasa nada —dijo Weston—. Supuse que sucedería. Pero no sabía que serías tú quien se encargase de hacerlo.

—La capitana Bullington nos ha dicho que está dispuesto a confesarse, pero que quería hacerlo ante mí —intervino Abernathy—. Aquí me tiene.

—Sí, en efecto —dijo Weston.

—Díganos qué relación tiene con los rebeldes calendrianos.

—¿Los quiénes?

—Los rebeldes calendrianos —repitió Abernathy.

—No tengo la menor idea de quién me habla —dijo Weston.

—Usted ha abierto fuego sobre la nave pontificia después de que el Intrepid perdiese los motores a manos de los rebeldes —explicó Abernathy—. No esperará que creamos que ambos sucesos no guardan relación.

—Tienen relación —dijo Weston—. Pero no de ese modo.

—Me está haciendo perder el tiempo —se quejó Abernathy, dándose la vuelta para marcharse.

—¿No quiere saber cuál es la relación? —preguntó el reo.

—Sabemos cuál es la relación —dijo Abernathy—: Los rebeldes calendrianos.

—No —contestó Weston—. La conexión es usted.

—¿Cómo? —Abernathy lo miró con los ojos entornados.

—Lamento que te hayas visto involucrado —dijo Weston a Finn, antes de parpadear alternativamente los ojos, primero dos veces el izquierdo, luego tres el derecho, luego una el izquierdo, seguido por tres el derecho y tres el izquierdo.

—¡Una bomba! —gritó Finn.

Dahl se arrojó sobre el capitán cuando la cabeza de Weston saltó por los aires. Sintió el intenso calor que fundió la tela que le cubría la espalda, el calor abrasador en la piel, cuando la onda expansiva lo arrojó sobre Abernathy, aplastando a ambos contra la pared.

Al cabo de un tiempo indeterminado, Dahl oyó que alguien gritaba su nombre; levantó la vista y vio que Abernathy le sacudía. Abernathy tenía quemaduras en las manos y brazos, pero por lo demás parecía estar bien. Dahl lo había protegido de lo peor de la explosión. Al caer en la cuenta de ello, sintió un dolor lacerante en la espalda.

Dahl apartó a Abernathy y se arrastró en dirección a Finn, que seguía tendido en cubierta, con el rostro y la frente quemados. Era el que más cerca había estado de la explosión. Cuando Dahl se acercó a su amigo, vio que el único ojo que conservaba le había estado mirando. Un temblor sacudió la mano de Finn, y Dahl la aferró, provocando un espasmo de dolor en su amigo. Dahl intentó romper el contacto, pero Finn no le soltó. Sus labios se movieron.

Dahl acercó su rostro a los labios de su amigo para escuchar lo que tuviera que decir.

—Esto es ridículo —fue todo cuanto susurró Finn.

—Lo siento —se disculpó Dahl.

—No es culpa tuya —dijo, al cabo, Finn.

—Ya, pero aun así lo siento mucho.

Finn aferró con fuerza la mano de Dahl.

—Encuentra el modo de acabar con esto —dijo.

—Lo haré.

—Vale. —Y Finn exhaló su último aliento.

Abernathy se acercó para apartar a Dahl del cadáver de Finn. A pesar del dolor, Dahl lanzó un puñetazo a Abernathy, pero no le alcanzó y perdió la conciencia antes de que su brazo completara su recorrido.