10
—¡Alerta roja! —gritó el capitán Abernathy cuando la nave rebelde calendriana disparó sus torpedos al Intrepid—. ¡Maniobras evasivas! ¡Ahora!
Dahl, de pie en el puente en su puesto como encargado científico, basculó el peso del cuerpo para compensar la inercia de la nave, que desplazó su masa para evitar los ágiles proyectiles que se dirigían hacia ella.
«Repararán en que los compensadores inerciales del Intrepid no funcionan tan bien en situaciones de crisis», recordó oír decir a Jenkins. «La nave realiza a menudo tirabuzones y virajes vertiginosos sin que ustedes se den cuenta. Pero siempre que se produce un evento dramático sentirán cómo se tambalea todo.»
—¡Mantienen su rumbo hacia nosotros! —gritó el alférez Jacobs, sentado a la consola de armamento, rastreando la trayectoria de los torpedos.
Abernathy golpeó el botón del asiento que abría el canal general de a bordo.
—¡Toda la dotación debe prepararse para el impacto!
Dahl y todos los demás en el puente se aferraron a las consolas, preparados.
«No estaría mal tener cinturones de seguridad. O algo», pensó Dahl.
Se oyó un golpe seco, lejano, cuando los torpedos alcanzaron al Intrepid. La cubierta donde estaba situado el puente acusó una fuerte sacudida.
—¡Informe de daños!
«Las cubiertas seis a doce casi siempre sufren daños durante un ataque», le había dicho Jenkins. «Eso se debe a que se trata de las cubiertas que tienen decorados en la serie. Pueden cortar directamente la imagen desde el puente para mostrar tomas de las explosiones y cómo la dotación sufre la sacudida.»
—Las cubiertas seis, siete y nueve han sufrido serios daños —informó Q’eeng—. Las cubiertas ocho y diez han sufrido daños moderados.
—¡Más torpedos! —avisó Jacobs—. ¡Cuatro en total!
—¡Contramedidas! —ordenó a gritos Abernathy—. ¡Fuego!
«¿Por qué no ha desplegado las contramedidas desde el principio?», se preguntó Dahl.
Fue Jenkins quien se encargó de elaborar una respuesta en su mente.
«Cada batalla está diseñada a efectos de alcanzar un punto álgido dramático», dijo. «Esto es lo que sucede cuando la narrativa se hace con el control. Las cosas dejan de tener sentido. Las leyes de la física se toman un respiro. La gente deja de utilizar la lógica y empieza a comportarse dramáticamente.»
«La narrativa» era el término de Jenkins para denominar el momento y el período de tiempo en que la serie de televisión se adueñaba de sus vidas, barriendo por completo la racionalidad y las leyes de la física, empujando a la gente a saber, hacer y decir cosas que no hubieran sabido, hecho o dicho en cualquier otra circunstancia.
«Alguna vez les habrá sucedido», había dicho Jenkins. «Algo que no sabían hasta entonces aflora a la superficie. Toman una decisión o emprenden una acción que de otro modo no habrían tomado o hecho. Es como un impulso irresistible porque es un impulso irresistible: su voluntad no les pertenece, no son más que los peones que un escritor mueve a su antojo.»
En la pantalla, tres bolas de luz anaranjada se iluminaron con intensidad cuando las contramedidas del Intrepid burlaron a los torpedos.
«Tres, no cuatro», pensó Dahl. «Porque el hecho de que uno de los torpedos burle las defensas dota de mayor dramatismo a la escena.»
—¡Queda un torpedo que se mantiene en rumbo! —exclamó Jacobs—. ¡Nos alcanzará en breve!
Hubo un fuerte estampido cuando el torpedo alcanzó el casco varias cubiertas por debajo del puente. Jacobs lanzó un grito cuando su consola explotó con lluvia de chispas, empujándolo hacia atrás en la cubierta del puente.
«Habrá una explosión en el puente», les había dicho Jenkins. «Allí es donde pasa la cámara casi todo su tiempo. Tiene que haber daños allí, tenga o no sentido.»
—¡Redirigid el control de armas! —ordenó Abernathy.
—¡Redirigido! —respondió Kerensky—. Todo mío.
—¡Fuego! ¡Fuego a discreción!
Kerensky presionó los botones adecuados en la consola.
La pantalla se iluminó cuando las armas de pulso y los misiles de neutrino encararon a la nave rebelde calendriana, explotando segundos después en una constelación de impactos.
—¡Impactos directos! —informó Kerensky, consultando la información en la consola—. Parece que la peor parte se la ha llevado el motor, capitán. Tenemos alrededor de un minuto antes de que explote.
—Sáquenos de aquí, Kerensky —ordenó Abernathy antes de volverse hacia Q’eeng—. ¿Daños adicionales?
—La cubierta doce ha sufrido serios daños —dijo Q’eeng.
Se abrió la puerta que daba al puente, y entró el ingeniero jefe West.
—Y nuestros motores se han llevado una buena tunda —añadió, como si todo el mundo pudiera escuchar la conversación que mantenían Abernathy y Q’eeng a través de la puerta mientras los sistemas de alarma rugían en la nave—. Hemos tenido suerte de que no hayan explotado, capitán.
—¿Cuánto tiempo necesitamos para arreglarlos? —quiso saber Abernathy.
«Lo suficiente para introducir una complicación en la trama», pensó Dahl.
—Diez horas sería un cálculo generoso —informó West.
—¡Maldición! —Abernathy descargó un nuevo golpe en el brazo del asiento—. A esas alturas tendríamos que estar escoltando al pontífice calendriano a las conversaciones de paz.
—Está claro que existe una facción rebelde que aún no ve las conversaciones de paz con buenos ojos —dijo Q’eeng, volviéndose hacia la pantalla que mostraba la nave enemiga explotando de forma espectacular.
—Sí, está claro —afirmó Abernathy—. Pero fueron ellos quienes decidieron que se celebrasen las conversaciones. ¿Por qué ponerlas en peligro en este momento? ¿Y por qué nos han atacado?
«De vez en cuando, Abernathy o uno de los otros oficiales dirán algo dramático, o retórico, o con segundas, y entonces tanto él como todos los demás guardarán silencio unos instantes», les había dicho Jenkins. «Ésa es la señal que anuncia la llegada de un corte publicitario. Cuando eso sucede, la narrativa desaparece. Atentos a lo que hagan a continuación.»
Al cabo de unos segundos, Abernathy parpadeó, relajó la postura y se volvió hacia West.
—En fin, probablemente debería asignar a sus hombres a las labores de reparación de los motores. —Su tono era notablemente menos tenso, menos dramático.
—Eso mismo —confirmó West, que salió por la puerta.
Al hacerlo miró a su alrededor, como preguntándose por qué había tenido la necesidad de recorrer todo el espacio que lo separaba del puente para dar una información que podría haber trasladado perfectamente a través del teléfono.
Abernathy se volvió hacia Q’eeng.
—Y también habría que asignar cuadrillas de reparación a las cubiertas dañadas.
—Así se hará —contestó Q’eeng.
—Y ya puestos, que suba alguien a reparar la consola de armamento —dijo Abernathy—. Y mire a ver si es posible forrar la instalación de cable aislante. No creo que haya motivo para que todo en el puente tenga que explotar con una lluvia de chispazos cada vez que libramos una batalla.
Dahl no pudo contener la risa, pero logró ahogarla en seguida.
—¿Algún problema, alférez? —preguntó el capitán, mirando a Dahl como si lo viera por primera vez en su vida.
—No, señor —contestó Dahl—. Lo siento, señor. Es la tensión que sigue al combate.
—Usted es Dill, de xenobiología —preguntó Abernathy.
—Dahl, señor. Y ése era mi anterior destino, sí.
—Entonces es su primer día en el puente.
—En efecto, señor.
—No se preocupe, no siempre es así —dijo Abernathy—. A veces es mucho peor.
—Sí, señor.
—De acuerdo —dijo Abernathy, inclinando la cabeza hacia Jacobs, que estaba tendido en el suelo y gemía de dolor—. Échenos una mano y acompañe a Jackson a la enfermería. Parece que lo necesita.
—Ahora mismo, señor —confirmó Dahl, que se acuclilló junto a Jacobs.
—¿Cómo está? —preguntó Abernathy cuando vio que Dahl le ayudaba a levantarse.
—Maltrecho —dijo Dahl—. Pero creo que vivirá.
—Bueno, eso es estupendo —repuso el capitán—. Es más de lo que puedo decir acerca del último especialista en armamento. O del anterior, para el caso. A veces, Dill, me pregunto qué coño pasa con esta nave. Es como si una jodida maldición pendiera sobre nosotros.
* * *
—No demuestra nada —protestó Finn, después de que Dahl les pusiera al corriente de lo sucedido durante el ataque.
Los cinco se habían sentado a una mesa del comedor de tripulantes dispuestos a tomar algo.
—¿Cuántas pruebas más necesitáis? —preguntó Dahl—. Fue como repasar una lista de comprobaciones prevuelo: ¿Compensadores inerciales que no funcionan? Visto. ¿Consolas que explotan entre lluvias de chispazos? Visto. ¿Daños en las cubiertas seis a doce? Visto. ¿Una larga pausa antes de pasar a los anuncios? Visto.
—Pero nadie ha muerto —intervino Hanson.
—Nadie tenía que hacerlo —dijo Dahl—. Creo que esta batalla no era más que la presentación del capítulo. El trecho que media hasta el primer corte publicitario. La base sobre la que se asienta lo que sucede a continuación.
—¿Como qué? —preguntó Duvall.
—A saber. Eso pregúntaselo al guionista.
—Jenkins lo sabría —dijo Hester—. Tiene esa colección de… episodios.
Dahl asintió. Jenkins les había mostrado una línea temporal del Intrepid con separaciones intercaladas a intervalos regulares. «Ahí es donde se entromete la narrativa», dijo, aumentando el tamaño de la imagen en una de las separaciones, que de cerca se extendía a lo largo de la línea de base como un conjunto de raíces. «Va y viene, como podrán apreciar. Cada uno de estos pequeños sucesos conforman una escena. Todos ellos se juntan para dar forma al arco narrativo.» Jenkins redujo el aumento. «Seis años. Con un promedio de veinticuatro eventos importantes al año. Además de un par de eventos menores, que creo que corresponden a las novelas que se publican al finalizar cada temporada.»
—¿Tú también? No —se quejó Finn a Hester, interrumpiendo los pensamientos de Dahl—. Ya es bastante malo que Andy esté convencido de ello. ¿Tú también vas a pasarte al bando de la locura?
—Finn, si el calzado encaja pensaré que se trata de un zapato, ¿vale? —protestó Hester—. No creo en sus conclusiones, pero su conocimiento de los detalles es impresionante. El último enfrentamiento se desarrolló tal como Jenkins dijo que lo haría. Predijo lo sucedido hasta la explosión con lluvia de chispas de la consola del puente. Claro que es posible que nadie esté escribiendo nada, que tal vez Jenkins ha abandonado su medicación antes de tiempo. Pero me apuesto a que tiene una idea más que aproximada de cómo se desarrollará esta aventura con la nave rebelde.
—Así que a partir de ahora vas a dedicarte a consultarle qué hacer a continuación cada vez que suceda algo —dijo Finn—. Si realmente quieres seguir al líder de una secta, las hay mejores que un tipo que se ha pasado cuatro años sin comer más que desperdicios de raciones y que caga en un inodoro portátil.
—Entonces, ¿cómo te lo explicas? —preguntó Hester a Finn.
—No lo hago —contestó Finn—. Mira. Servimos en una nave jodidamente rara. En eso estamos todos de acuerdo. Pero lo que tú intentas hacer es imponer la causalidad en eventos aleatorios, igual que ha estado haciendo todo el mundo.
—La suspensión de las leyes de la física no es un evento aleatorio, Finn —le advirtió Hester.
—¿Qué pasa? ¿Ahora resulta que eres físico? —replicó Finn, mirando a su alrededor—. Mirad, estamos en una puta nave espacial. ¿Alguno de nosotros podría explicar cómo funciona todo? Nos topamos con toda clase de vida alienígena en planetas que acabamos de descubrir. ¿Debería sorprendernos no entenderlo? Formamos parte de una civilización que se extiende a lo largo de años luz. Si lo pensáis bien eso de por sí resulta bastante extraño. De hecho es inverosímil.
—No mencionaste nada de todo esto cuando nos reunimos con Jenkins —apuntó Dahl.
—Iba a hacerlo, pero en ese momento todos estabais decididos a prestar atención a sus palabras y ya no tuvo sentido.
Algo molesto, Dahl arrugó el entrecejo.
—Mira, coincido en que aquí pasa algo raro —admitió Finn—. Todos nosotros somos conscientes de ello. Pero es posible que eso se deba a que la nave se ha sumido en una especie de bucle de la locura. Que lleve años alimentándose a sí misma. En una situación así, si buscáis pautas para unir sucesos improbables vais a encontrarlos. No ayuda nada que exista alguien como Jenkins, que está loco pero funciona con la suficiente coherencia para proponer una explicación que en cierto modo tiene sentido, eso sí, pillada por los pelos. Luego se aísla para trabajar por su cuenta, sigue los pasos de los oficiales y del resto de los tripulantes, lo cual no hace sino empeorar su estado. De pronto irrumpe en escena Andy, que está dispuesto a creer todas las bobadas que le cuenten.
—¿Qué significa eso? —preguntó Dahl, tieso.
—Significa que te has pasado años metido en un seminario, con la cabeza enterrada en misticismos —explicó Finn—. Y no el misticismo al que estamos acostumbrados, sino el auténtico misticismo alienígena. Allí tuviste que exponer tanto la mente a nuevos conocimientos que las locuras elucubradas por Jenkins lo han tenido fácil. —Levantó ambas manos, consciente de la irritación de Dahl—. Me caes bien, Andy, no me malinterpretes. Creo que eres un buen tipo. Pero también pienso que tu historial te está jugando una mala pasada. Eso por no mencionar que, lo sepas o no, estás conduciendo a tus compañeros, aquí presentes, al desastre.
—Hablando de historiales, eso fue lo que más me hizo sospechar de Jenkins —intervino Duvall.
—¿Qué nos conozca tan bien? —preguntó Hanson.
—Me refiero al nivel de detalle con que nos conocía —aclaró Duvall—. Y a su opinión de lo que eso significaba.
«Todos ustedes son extras, pero extras de lujo», les había asegurado Jenkins. «Un extra del montón sólo existe para dejarse matar, por tanto no tienen trasfondo. Pero todos ustedes lo tienen.» Fue señalándolos uno a uno. «Usted fue novicio de una religión alienígena. Usted una sabandija que se ha granjeado enemigos en toda la flota. Usted el hijo de uno de los hombres más acaudalados del universo. Usted abandonó su anterior nave después de un altercado con su oficial superior, y ahora se está acostando con Kerensky.»
—Lo que pasa es que te jode que dijera en público que te estabas tirando a Kerensky —dijo Hester—. Sobre todo porque le habías despreciado en nuestra presencia.
Duvall puso los ojos en blanco.
—Una tiene sus necesidades.
—Recientemente ha padecido tres enfermedades de transmisión sexual —le advirtió Finn.
—Te aseguro que le obligué a pincharse una nueva batería de medicamentos —dijo Duvall, volviéndose hacia Dahl—. De cualquier modo, no la tomes conmigo por buscar una solución a mis necesidades. Ninguno de vosotros parecía dispuesto a dar un paso al frente.
—Eh, yo estaba ingresado en la enfermería cuando te liaste con Kerensky —protestó Dahl—. A mí no me mires.
Duvall esbozó una sonrisa torcida al escuchar eso.
—Y de todos modos no era esa parte la que me preocupaba —añadió—. Sino la otra.
«No se limitarán a matarlos sin más», les había dicho Jenkins. «A la audiencia televisiva no le basta que los guionistas maten cada episodio a algún pobre diablo. De vez en cuando tienen que hacer que parezca que el muerto es alguien real. Así que toman a un puñado de secundarios, les dan cierto empaque para que la audiencia se encariñe con ellos, y luego los matan. Ahí entran ustedes. Porque ustedes tienen bagaje. Probablemente un episodio entero girará en torno a su muerte.»
—Menuda bobada —dijo Finn.
—A ti eso te resulta fácil decirlo —repuso Hester—. Soy el único de nosotros que carece de un trasfondo interesante. No tengo nada. En la próxima misión de desembarco a la que me asignen estaré bien jodido.
Vuelto hacia Dahl, Finn señaló a Hester.
—¿Lo ves? A esto me refiero. Has doblegado a una mente débil y febril.
Dahl sonrió.
—Sí, y tú eres la solitaria voz de la cordura.
—¡Sí! —exclamó Finn—. Quiero que pienses en qué significa el hecho de que sea yo quien esté abogando por ser realistas. Soy la persona menos responsable que conozco. No me gusta nada ser la voz de la razón. Pero nada de nada.
—Débil y febril —murmuró Hester.
—Fuiste tú quien habló de zapatos y calzado.
Sonó el timbre del teléfono de Duvall, que se separó de sus amigos un momento. Al volver estaba pálida.
—De acuerdo —contestó—. Esto ha sido demasiada coincidencia para mi gusto.
—¿Qué pasa? —preguntó Dahl.
—Kerensky —dijo—. Quieren que asista a una sesión informativa con los oficiales superiores.
—¿Para? —preguntó Hanson.
—Cuando la nave rebelde atacó al Intrepid sufrimos daños en los motores, así que enviaron otra nave a escoltar a la nave del pontífice calendriano a las conversaciones de paz —explicó Duvall—. Esa nave acaba de atacar la embarcación del pontífice y la ha dejado maltrecha.
—¿De qué nave se trata? —preguntó Dahl.
—Del Nantes —explicó Duvall—. Fue mi último destino.