9
—Vamos —dijo Jenkins, con un golpe en la pantalla del panel.
Sobre la mesa parpadeó una imagen holográfica que no tardó en morir. Jenkins golpeó de nuevo la mesa.
Dahl se volvió hacia Duvall, quien, acompañada por Hanson, Finn y Hester, estaba embutida en el diminuto cubículo dónde vivía Jenkins. La joven puso los ojos en blanco.
—Lo siento —murmuró Jenkins, que lo hizo en parte para los cinco tripulantes que lo visitaban, pero sobre todo para sí mismo—. Obtengo mi equipo cuando los demás se deshacen de él. Los carros me lo traen. Luego tengo que repararlo, y a menudo surgen problemas.
—No pasa nada —contestó Dahl, repasando su entorno con la mirada.
Además de Jenkins y sus cuatro amigos, la zona de almacenamiento de los carros de reparto estaba hasta el techo de los objetos personales de Jenkins: la imponente mesa holográfica, situada entre él y los cinco tripulantes, un colchón fino, una especie de armario con cajas de toallitas higiénicas apiladas encima, un palé con las raciones que se distribuía a los equipos de desembarco de la Unión Universal, y un inodoro portátil. Dahl se preguntó cómo vaciaría y limpiaría el inodoro. De hecho, no estaba seguro de querer averiguarlo.
—¿Falta mucho para que esto arranque? —preguntó Hester—. Pensaba que a estas alturas habríamos acabado y tengo que ir a echar una meada.
Jenkins señaló el inodoro.
—Adelante —dijo.
—Mejor no.
—Puede decirnos lo que quiere que sepamos —sugirió Dahl—. No hace falta que nos monte una presentación.
—No, se equivoca —respondió Jenkins—. Si me limito a contárselo me tomarán por loco. Los gráficos, las imágenes, le darán un envoltorio más… creíble, creo.
—Perfecto —dijo Finn, que miró a Dahl como diciendo «Gracias por meternos en este lío».
Dahl se encogió de hombros.
Otro golpe sobre la mesa por parte de Jenkins, y la imagen holográfica por fin se estabilizó.
—¡Ajá! —exclamó Jenkins—. Vale, listo.
—Gracias a Dios —dijo Hester.
Jenkins deslizó las manos por la superficie, accediendo a un panel de imágenes en dos dimensiones paralelo a la parte superior de la mesa. Encontró una que buscaba y la levantó para que todos pudieran verla.
—Éste es el Intrepid —afirmó, señalando la imagen giratoria que flotaba sobre la mesa holográfica—. Nave insignia de la Flota Espacial de la Unión Universal, una de las naves de mayor calado de la flota. Por lo demás, sin embargo, es una más de las miles de embarcaciones de que dispone la Unión Universal. Durante los primeros años de su existencia, aparte del nombramiento de nave insignia, no tenía nada de particular, al menos desde un punto de vista estadístico.
La imagen del Intrepid se encogió, sustituida por un gráfico que mostraba dos líneas que poco a poco se acercaban: una representaba la nave, la otra el conjunto de la flota.
—Tenía la misión, trazada a grandes rasgos, de explorar y, en ocasiones muy puntuales, de tomar parte en acciones militares. En ambas situaciones sufrió bajas de la tripulación que coincidían con los estándares de la Doble U, si bien eran inferiores, debido a que la Doble U considera un símbolo a su nave insignia, y por lo general no le asigna las labores más arduas. Entonces, hace cinco años, pasó esto.
La gráfica se extendió para abarcar los últimos cinco años. La línea del Intrepid experimentó un ascenso repentino hasta alcanzar un nivel que era muy superior al del resto de las naves de la flota.
—¡Guau! —exclamó Hanson.
—Eso mismo me dije yo —admitió Jenkins.
—¿Qué sucedió? —quiso saber Dahl.
—El capitán Abernathy fue lo que pasó —respondió Duvall—. Hace cinco años, el capitán Abernathy asumió el mando del Intrepid.
—Por poco pero se equivoca —dijo Jenkins, que deslizó las manos por la mesa, repasando los elementos visuales hasta encontrar el que deseaba—. Abernathy asumió el mando de la nave hace cinco años. Antes fue capitán del Griffin durante cuatro años, lugar donde se labró una reputación de ser un líder poco convencional, amigo de correr riesgos, pero efectivo.
—Amigo de correr riesgos. ¿Podría tratarse de un eufemismo para decir que lograba que los suyos murieran a menudo? —preguntó Hester.
—Podría, pero no es así —respondió Jenkins, que les mostró una imagen de un crucero de batalla—. He aquí al Griffin —dijo. Una gráfica circulaba detrás de la imagen, como la que había hecho lo propio cuando mostró al Intrepid—. Y como pueden ver, a pesar de la reputación de ser amigo de correr riesgos, la tasa de mortalidad de la tripulación no era peor que la de cualquier otra nave de la flota. Lo cual es impresionante, teniendo en cuenta que el Griffin es un crucero de batalla, un buque de guerra de la Doble U. Hasta que Abernathy llegó al Intrepid no se produjo a bordo el aumento masivo del índice de mortalidad.
—Quizá se haya vuelto loco —aventuró Finn.
—Sus informes psicológicos correspondientes a los últimos cinco años son impecables —dijo Jenkins.
—¿Cómo lo sa…? —Finn calló, levantando la mano—. Claro que lo sabe, no me haga ni caso. Era una pregunta tonta.
—No está loco y no está poniendo en peligro aposta a su tripulación, si es a eso a lo que se refiere —apuntó Dahl—. Pero recuerdo haber oído decir a la teniente Collins que cuando la gente se quejaba de la elevada tasa de mortalidad a bordo del Intrepid se les decía que, en calidad de nave insignia, la nave encaraba misiones más arriesgadas. —Señaló la pantalla—. Me está diciendo que eso no es verdad.
—Es cierto que las misiones de desembarco comportan un riesgo mayor de sufrir bajas —reconoció Jenkins—. Pero no se debe a que las misiones de por sí sean más peligrosas. —Movió las manos para mostrar en pantalla las imágenes de varias naves—. Éstas son algunas de nuestras naves de combate e infiltración —dijo—. Su rutina consiste en efectuar misiones de alto riesgo. Y éstas son las tasas de mortalidad a lo largo del tiempo. —Las gráficas aparecieron tras las imágenes—. Comprobarán que las bajas superan el promedio de la Doble U. Pero… —Jenkins arrastró la imagen del Intrepid—, sus bajas entre tripulantes siguen siendo sustancialmente inferiores a las del Intrepid, cuyas misiones por lo general se considera que no comportan riesgos tan elevados.
—Entonces, ¿por qué sigue muriendo gente? —preguntó Duvall.
—Por lo general, las misiones por sí solas no comportan riesgos —dijo Jenkins—. Lo que pasa es que siempre se tuerce algo.
—Por tanto se trata de un problema de competencia —aventuró Dahl.
Jenkins invocó una imagen que se desplazaba lentamente para mostrar a los oficiales y jefes de sección del Intrepid, junto a las medallas y menciones honoríficas que tenían.
—Estamos hablando de la nave insignia de la Doble U —dijo—. Si eres un incompetente no tienes cabida en su tripulación.
—Entonces se debe a la mala suerte —intervino Finn—. El Intrepid tiene el peor karma del universo conocido.
—La segunda parte podría ser cierta —admitió Jenkins—. Pero no creo que la suerte tenga nada que ver con ello.
Dahl pestañeó al recordar haber dicho eso mismo, después de arrastrar a Kerensky hasta la lanzadera.
—Pasa algo con los oficiales de esta nave —dijo.
—Con cinco de ellos, sí —confirmó Jenkins—. Abernathy, Q’eeng, Kerensky, West y Hartnell. Desde un punto de vista estadístico tienen algo de aberrante. Cuando toman parte en misiones de desembarco, la posibilidad de que la misión experimente un fallo crítico aumenta exponencialmente. Si tres de ellos, o más, forman parte de la misión, es casi seguro que alguien morirá.
—Pero nunca uno de ellos —puntualizó Hanson.
—Eso es —confirmó Jenkins—. Sí, lo habitual es que Kerensky encaje lo suyo. Pero ¿morir? No, ninguno de ellos. Nunca.
—Y todo esto no es normal —afirmó Dahl con cierto tono interrogativo.
—¡Pues claro que no! —exclamó Jenkins, que invocó en pantalla los retratos de los cinco oficiales coronando columnas compuestas de gráficos—. Cada uno de ellos ha experimentado tasas de mortalidad exponencialmente superiores en misiones de desembarco a cualquier otro oficial que ocupe la misma posición en otras naves. Hablo de toda la flota, desde que la flota existe como tal desde la formación de la Doble U hace casi doscientos años. Hay que remontarse a los tiempos de las flotas que navegaban por el mar para encontrar tasas de mortalidad del mismo tipo, y en ellas ni siquiera los propios oficiales escapaban a la muerte. Los capitanes y los oficiales superiores morían continuamente.
—Eso se debe al escorbuto y las enfermedades —señaló Hester.
—No sólo al escorbuto —dijo Jenkins, que señaló con un gesto los retratos de los oficiales—. Ya saben que hoy en día también mueren oficiales. Ostentar un rango entraña un leve cambio de las pautas de mortalidad, pero no las elimina del todo. Desde un punto de vista estadístico, estos cinco tipos tendrían que haber muerto dos o tres veces ya. Quizá uno o dos de ellos habrían sobrevivido a todas las experiencias que han vivido hasta el momento. Pero ¿los cinco? Las posibilidades de que algo así suceda son inferiores a que te alcance un rayo.
—Un rayo al que sobrevivirían —dijo Finn.
—Pero no el tripulante que estuviese a su lado —añadió Duvall.
—Veo que lo van entendiendo.
—Por tanto, lo que está diciendo es que todo esto es imposible —dijo Dahl.
Jenkins negó con la cabeza.
—Nada es imposible —admitió—. Pero hay cosas que son jodidamente improbables. Ésta es una de ellas.
—¿Cómo de improbable? —quiso saber Dahl.
—En todas mis investigaciones sólo hay una nave que presentara remotamente las mismas pautas estadísticas en misiones de desembarco —contestó Jenkins.
Repasó de nuevo los elementos gráficos, y no tardó en mostrar uno en pantalla. Todos se quedaron mirándolo.
Duvall arrugó el entrecejo.
—No reconozco esa nave —dijo—. Creía conocer todos los modelos de la Doble U. ¿Es nuestra?
—No exactamente —respondió Jenkins—. Es de la Federación de Planetas Unidos.
Duvall parpadeó, volcada su atención en Jenkins.
—¿De quién, dice?
—No existe —confirmó Jenkins, señalando de nuevo la nave—. Y tampoco esta nave existe. Se trata de la nave Enterprise. Es ficticia. Pertenece a una serie de ciencia ficción. Como nosotros.
* * *
—De acuerdo —dijo Finn al cabo de unos instantes—. No sé qué opinarán los demás, pero estoy dispuesto a etiquetar oficialmente a este tipo como un puto loco.
Jenkins se volvió hacia Dahl.
—Ya le dije que le parecería una locura —repuso, señalando la pantalla—. Pero ahí tiene las estadísticas.
—Las estadísticas muestran que algo huele a podrido en esta nave —dijo Finn—. No sugieren que seamos las estrellas de una jodida serie de ficción.
—Ojo, yo no he dicho que nosotros fuésemos las estrellas —advirtió Jenkins. Señaló las imágenes flotantes de Abernathy, Q’eeng, Kerensky, West y Hartnell—. Ellos son los protagonistas. Ustedes son los extras.
—Perfecto —intervino Finn, levantándose—. Muchas gracias por hacerme perder el tiempo. Ahora voy a ver si duermo un rato.
—Espera —dijo Dahl.
—¿Que espere? ¿En serio, Andy? —preguntó Finn—. Sé que todo esto hace tiempo que te tiene obsesionado, pero una cosa es estar al borde del precipicio, y otra muy distinta arrojarse a él. Aquí nuestro peludo amigo no sólo se ha arrojado al precipicio, sino que pretende que nos reunamos con él.
—Sabes cuánto detesto tener que darle la razón a Finn —intervino Hester—. Pero estoy de acuerdo con él. Esto no encaja. Ni siquiera puedo decir que este hombre esté equivocado.
Dahl se volvió hacia Duvall.
—Yo también creo que está loco, Andy —contestó ella—. Lo siento.
—¿Jimmy? —preguntó Dahl, mirando a Hanson.
—Claro, está como una cabra —dijo Hanson—. Pero cree que está diciendo lo correcto.
—¡Por supuesto que sí! Por eso está loco —protestó Finn.
—No me refiero a eso —matizó Hanson—. Cuando estás loco tu razonamiento es consistente con tu propia lógica interna, pero se trata de una lógica interna, la cual no tiene el menor sentido fuera de tu propia cabeza. —Señaló a Jenkins—. Su lógica es externa y muy razonable.
—Exceptuando la parte en que todos nosotros somos ficticios —apuntó, burlón, Finn.
—Yo nunca he dicho eso —dijo Jenkins.
—Bah —dijo Finn, señalando la Enterprise—. Ficticio, menudo gilipollas.
—Es ficticio —insistió Jenkins—. Usted es real. Pero una serie de televisión se entromete en nuestra realidad hasta adueñarse por completo de ella.
—Espere —intervino Finn, sacudiendo las manos como si fuera incapaz de creer lo que oía—. ¿Televisión? ¿Me está tomando el pelo? Hace cien años que la televisión desapareció.
—La televisión empezó en 1928 —dijo Jenkins—. La última vez que se usó este medio con el propósito de entretener fue en 2105. En algún punto situado entre estas dos fechas existió una serie de televisión que seguía las aventuras de la dotación del Intrepid.
—Quiero saber qué es lo que fuma, y lo digo en serio —dijo Finn—. Porque sea lo que sea, apuesto a que haría una pasta vendiéndola por ahí.
Jenkins se volvió de nuevo hacia Dahl.
—Así no hay quien trabaje —se quejó.
—Que todo el mundo cierre la boca un momento —ordenó Dahl. Finn y Jenkins se calmaron—. Mirad. Sé que parece una locura. Incluso él admite que lo parece. —Dahl señaló a Jenkins—. Pero pensad en todo lo que hemos pasado en esta nave. Pensad en cómo actúa la gente aquí. Lo que no encaja en este lugar no es que este tipo piense que estamos en una serie de televisión. Aquí lo que no encaja es que, al menos que yo sepa, llegados a este punto es la explicación más racional que tenemos para explicar lo que sucede. Ahora decidme que me equivoco.
Dahl miró a sus amigos. Todo el mundo permaneció en silencio. Finn apenas parecía capaz de morderse la lengua.
—De acuerdo —sentenció Dahl—. Así que al menos escuchemos el resto de lo que tenga que decir. Quizá a partir de aquí la cosa empeore. Puede que empiece a tener mayor sentido. Sea como sea, es mejor que lo que tenemos ahora, que es nada.
—Muy bien —dijo finalmente Finn—. Pero nos debes una paja a todos. —Se recostó en el asiento.
—¿Una paja? —preguntó Jenkins a Dahl.
—¿Es una larga historia.
—Bueno, en fin —siguió Jenkins—. Acierta en una cosa. Es tremendo pensar que la explicación más racional para justificar lo que sucede a bordo es que una serie de televisión se entromete en nuestra realidad hasta envolverla por completo. Aunque eso no es lo peor.
—Santo Dios —dijo Finn—. Si eso no es lo peor, entonces ¿qué es?
—Que deduzco que no se trata de una serie muy buena.