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—Aquí están los planos del Intrepid que descargué de la base de datos de a bordo —dijo Dahl a Finn y Duvall en el comedor, mostrándoles la copia impresa. Sacó un segundo conjunto de planos—. Y aquí tengo los planos que he recibido del Archivo de la Academia. A ver si sois capaces de reparar en ello.

—Pues no —contestó Finn al cabo de un minuto.

—Pues no —añadió Duvall poco después.

Dahl exhaló un suspiro y señaló.

—Los túneles de cargamento —dijo—. Los utilizamos para transportar el cargamento a través de la nave, pero no hay razón que impida a nadie entrar en ellos. La tripulación encargada del mantenimiento entra continuamente en ellos para acceder físicamente a los sistemas de a bordo. Están diseñados de ese modo para que los de mantenimiento no entorpezcan las tareas del resto de los tripulantes.

—¿Crees que Jenkins está ahí? —preguntó Duvall.

—¿Dónde sino iba a estar? Sólo sale cuando le apetece; por lo demás nadie lo ve. Pensad en la de gente que hay en la nave. La única manera de desaparecer consiste en quedarse en un lugar que la tripulación no suela frecuentar.

—El problema de este razonamiento es que los túneles de cargamento son eso: túneles —dijo Finn—. Y aunque no haya gente allí, siguen frecuentados por carros de reparto autónomos. Si se queda en un lugar mucho tiempo, bloquearía el tráfico o acabaría siendo arrollado.

Dahl levantó un dedo para interrumpirle.

—Hay algo en lo que no habéis reparado. Mirad… —Señaló una casilla inscrita en el interior de un laberinto de túneles de cargamento—. Cuando los carros no están de reparto, tienen que ir a alguna parte. No los dejan en mitad de los corredores. Y acaban en estos centros de distribución. Los centros son lo bastante espaciosos como para que alguien pueda esconderse ahí.

—Siempre y cuando no estén atestados por una montaña de carros —dijo Duvall.

—Exacto. Y mirad. En los planos del Intrepid que tenemos a bordo, existen seis centros de distribución de carros, pero según los que me han enviado de los archivos hay siete, no seis. —Tamborileó con la yema del dedo índice la ubicación del séptimo centro—. Este centro de distribución se encuentra alejado de los sistemas principales de la nave, lo que significa que los de mantenimiento no tienen motivos para acercarse. Está tan lejos como pueda estarse de cualquier lugar sin abandonar la propia nave. Ahí es donde está Jenkins. El fantasma de la máquina. Ahí es donde lo encontraremos.

—No veo por qué no le pides a tu jefa que te lo presente —propuso Duvall—. Dijiste que técnicamente Jenkins estaba bajo su mando.

—Ya lo intenté, pero no conseguí gran cosa —dijo Dahl—. Al final, Collins me contó que Jenkins sólo aparece cuando quiere hacerlo, y que por lo demás lo dejan en paz. Los ayuda a rastrear al capitán, a Q’eeng y al resto de los oficiales. No quieren disgustarlo hasta el punto de optar por dejarlos con el culo al aire.

—Hablando del rey de Roma… —dijo Finn, gesticulando con la cabeza.

Al volverse, Dahl vio que se le acercaba el oficial científico Q’eeng e hizo ademán de levantarse.

Q’eeng le dirigió un gesto para que se sentara.

—Descanse, alférez. —Reparó en los planos—. ¿Estudiando la configuración de la nave?

—Estaba buscando un modo de hacer mi trabajo con mayor eficacia —dijo Dahl.

—Admiro esa iniciativa —dijo Q’eeng—. Alférez, estamos a punto de llegar al sistema Eskridge para atender la llamada de socorro de la colonia que tenemos allí. Los informes de la colonia son algo confusos, pero sospecho de la existencia de un agente biológico, así que estoy reuniendo a un grupo de su departamento para que me acompañe. Usted formará parte de ese grupo. Dentro de media hora reúnase conmigo en el muelle.

—Sí, señor —contestó Dahl.

Q’eeng inclinó levemente la cabeza, antes de marcharse.

El alférez se volvió hacia Duvall y Finn, quienes le miraban con extrañeza.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Un grupo de desembarco encabezado por Q’eeng —dijo Duvall.

—Una repentina misión de desembarco con Q’eeng, qué coincidencia —añadió Finn.

—Vamos a intentar no ser demasiado paranoicos —dijo Dahl.

—Eso tiene gracia, teniendo en cuenta las circunstancias —dijo Finn.

Dahl empujó los planos hacia Finn.

—Mientras esté fuera, mira a ver si encuentras el modo de que podamos acercarnos a Jenkins sin que él se dé cuenta. Quiero hablar con él, pero aparte de la advertencia que nos hizo no creo que quiera hablarnos. Por tanto, no quiero darle ocasión de escoger.

* * *

—Sabrás que todo esto es culpa tuya —susurró Cassaway a Dahl.

Cassaway, Mbeke y él conformaban el grupo de abordaje que acompañaba a Q’eeng, además de un tal Taylor que se encargaba de la seguridad. Q’eeng pilotaba la lanzadera rumbo a la colonia, Taylor ocupaba el asiento del copiloto y los xenobiólogos iban en la parte trasera. Los otros dos xenobiólogos no le habían dirigido la palabra durante la misión informativa previa a la misión, ni durante la mayoría del descenso en la lanzadera a la superficie del planeta. Eran las primeras palabras que pronunciaban en todo el viaje.

—¿Por qué me echáis la culpa? —preguntó Dahl—. Yo no ordené al capitán poner rumbo a este lugar.

—¡Es culpa tuya por haberte interesado tanto por ese Jenkins! —le recriminó Cassaway—. Has logrado sacarlo de sus casillas con tanta pregunta.

—O sea que ahora ya ni siquiera puedo preguntar por él.

—Basta de hacer preguntas que puedan empujarle a defenderse de nosotros —intervino Mbeke.

—Cállate, Fiona —dijo Cassaway—. Que esto también es culpa tuya.

—¿Cómo? —preguntó Mbeke con incredulidad—. ¡No soy yo quien va por ahí haciendo todas estas preguntas estúpidas!

Cassaway señaló a Dahl con un dedo acusador, sin dejar de mirar a Mbeke.

—¡Fuiste tú quien puso a Dahl al corriente de la existencia de Jenkins! ¡Y en dos ocasiones, nada menos!

—Fue un despiste —se excusó Mbeke—. La primera vez estábamos charlando. La segunda no pensé que importara porque ya lo sabía.

—Pues mira adónde nos ha llevado eso, Fiona. —Cassaway abarcó con un gesto el interior del vehículo auxiliar—. Y ahora dime que no tiene importancia. A Sid Black nunca le hablaste de Jenkins.

—Sid Black era un capullo —dijo Mbeke.

—¿Y éste no? —preguntó Cassaway, señalando de nuevo a Dahl.

—Eh, que estoy aquí. Lo digo por si lo habían olvidado.

—Que te jodan —dijo Cassaway a Dahl, tratándolo con mayor familiaridad de la habitual entre los compañeros del laboratorio. Se volvió de nuevo hacia Mbeke—. Y que te jodan a ti también, Fiona. Tendrías que haber pensado con la cabeza en lugar de hacerlo con los pies.

—Yo sólo estuve charlando con él —se excusó de nuevo ella, rota, encorvada y con la cara hundida en las manos.

Dahl observó unos segundos a ambos.

—No sabían que Q’eeng se dirigía hacia el laboratorio, ¿verdad? —preguntó, al cabo—. No hubo tiempo para que Collins y Trin fueran a por café, o para que ustedes se encerrasen en el almacén. Q’eeng se presentó en el laboratorio, sorprendiéndolos. Y cuando comunicó a Collins que necesitaba organizar un grupo de desembarco…

—Ella nos presentó voluntarios —concluyó Mbeke.

—Y a usted también —dijo Cassaway, escupiendo las palabras—. Q’eeng quería que Ben o ella formasen también parte del grupo, pero ella lo vendió. Le recordó que fue usted quien resolvió lo de la plaga meroviana. Dijo que era uno de los mejores xenobiólogos con los que había trabajado. Es mentira, por supuesto, porque usted dista mucho de serlo, pero funcionó porque usted está aquí y ni ella ni Ben lo están.

—Comprendo —dijo Dahl—. Supongo que eso es lógico, teniendo en cuenta que soy el nuevo. El eslabón más débil de la cadena. El tipo que de todos modos acabará siendo sustituido cada dos meses, ¿no? Mientras que ustedes dos —dijo, señalándonos con una inclinación de cabeza—, ustedes se creyeron protegidos. Sobrevivieron lo bastante para pensar que Collins no los sacrificaría ante Q’eeng aunque tuviera que hacerlo. Creyeron que incluso escogería a uno de ustedes antes que a Ben Trin, ¿me equivoco?

Cassaway apartó la mirada. Mbeke se echó a llorar en silencio.

—Menuda sorpresa descubrir qué también son dos débiles eslabones de la cadena.

—Cierre la boca, Dahl —dijo Cassaway sin mirarlo.

El resto del trayecto a la superficie del planeta lo pasaron sumidos en un hondo silencio.

No hallaron colonos, pero sí las partes que los componían. Y sangre. Mucha sangre.

—Armas de pulso de gran potencia —señaló Q’eeng—. Cassaway, Mbeke, Dahl, quiero que sigan el rastro de sangre que se pierde en el bosque. Tal vez estemos a tiempo de encontrar a alguien con vida, o de identificar el cadáver de uno de los responsables de lo sucedido. Yo iré a echar un vistazo allí, a ver si encuentro alguna pista. Taylor, usted acompáñeme. —Seguido por Taylor, Q’eeng se alejó hacia una imponente caravana.

—Vamos —dijo Cassaway, que encabezó la marcha hacia el bosque.

A un par de cientos de metros, los tres encontraron un cadáver despedazado.

—Alcánceme el tomador de muestras —dijo Dahl a Mbeke, encargada de esa pieza del equipo.

Descolgó el aparato y se lo tendió a Dahl, que hincó una rodilla en tierra y acercó la herramienta a los restos del abdomen del cadáver.

—Tardará un par de minutos en arrojar algún resultado —dijo Dahl sin apartar la vista del muerto—. El tomador tiene que repasar la biblioteca de muestras de ADN de todos los habitantes de la colonia. Asegúrense de que lo que fuera que acabó con este tipo no acabe también conmigo mientras esperamos.

—Hecho —oyó decir a Cassaway.

Dahl se centró en su trabajo.

—Es un tal Fouad Ali —informó al cabo de dos minutos—. Según parece era el médico de la colonia. —Dahl levantó la vista hacia la espesura del bosque—. El rastro de sangre continúa en esa dirección. ¿Vamos a meternos ahí para seguir indagando?

—Pero ¿qué haces? —oyó que decía Mbeke.

—¿Cómo? —Al darse la vuelta, Dahl encontró a Cassaway apuntándole con el arma de pulso.

Confundida, Mbeke no quitaba ojo a Cassaway.

Cassaway torció el gesto.

—Joder, Fiona. ¿Es que no puedes cerrar la boquita?

—Pues yo estoy de acuerdo con ella —contestó Dahl—. ¿Qué se supone que está haciendo? —Hizo ademán de ponerse en pie.

—No te muevas —ordenó Cassaway—. Si te mueves disparo.

—Parece que va a hacerlo de todos modos —repuso Dahl—. Lo que pasa es que no sé por qué.

—Porque uno de nosotros tiene que morir —dijo Cassaway—. Así funcionan las cosas en los grupos de desembarco. Si Q’eeng lidera el equipo, alguien tiene que morir, porque siempre muere alguien. Pero si alguien muere, entonces quien quede está a salvo. Así son las cosas.

—La última persona que me expuso esta teoría acabó hecha pedazos a pesar de que la precedían otras víctimas —señaló Dahl—. No creo que las cosas funcionen como dice que funcionan.

—Cállate —dijo Cassaway—. Si mueres, Fiona y yo nos salvaremos. Tú serás el sacrificio. Una vez hecho el sacrificio, el resto está a salvo. Nosotros estaremos a salvo.

—Te equivocas —adujo Dahl, tuteándolo—. ¿Cuándo fue la última vez que tomaste parte en una misión de desembarco, Jake? Yo estuve en una hace dos semanas. Y no es así como funciona. Te dejas los flecos. Asesinarme no garantizará vuestra seguridad. Fiona… —Dahl miró a Mbeke para intentar razonar con ella, que se disponía a apuntar con su propia arma de pulso.

—Vamos, tíos —dijo Dahl—. No habrá manera de salir de esta si me disparáis los dos.

—Ajusta el arma a baja potencia —dijo Cassaway a Mbeke—. Apunta a la zona torácica. Una vez abatido, lo cortaremos. Ésa será nuestra coartada. Podemos explicar la sangre diciendo que intentamos salvarlo… —Y hasta ahí llegó cuando las cosas se precipitaron desde el árbol que había encima y cayeron sobre Mbeke y él.

Ambos cayeron al suelo, gritando mientras intentaban librarse de las cosas que les rasgaban la piel. Dahl se quedó boquiabierto unos instantes, luego echó a correr en dirección a la colonia, percibiendo más que viendo que lo repentino de su movimiento acababa de salvarle de ser atacado.

Dahl sacudió los brazos a través de los árboles, gritando a Q’eeng y Taylor. Una parte de su cerebro quiso saber si corría en la dirección adecuada; otra parte quiso saber por qué no recurría al teléfono para ponerse en contacto con el oficial científico. Una tercera parte le recordó que tenía un arma de pulso propia, que podía ser efectiva contra cualquier cosa que en ese momento pudiese estar devorando a Cassaway y Mbeke.

Una cuarta parte de su cerebro estaba diciendo: «Ésta es la parte que te empuja a echar a correr sin parar de gritar.»

Y estaba obedeciendo a esa cuarta parte.

Reparó en un claro en el bosque, y a través del claro distinguió las distantes caravanas de la colonia, así como las siluetas de Q’eeng y Taylor. Dahl gritó a voz en cuello, y echó a correr en línea recta hacia ellos, moviendo los brazos para llamar su atención. Vio que ambos miraban a su alrededor, como si acabaran de oírle y estuvieran intentando localizarle con la vista.

Entonces algo le puso la zancadilla y cayó.

La cosa se situó sobre él en un abrir y cerrar de ojos, mordiendo y cortando.

Dahl gritó y forcejeó y, presa del pánico, vio algo parecido a un ojo, en el que hundió el pulgar. La cosa lanzó un rugido y reculó, algo que aprovechó el alférez para apartarse de ella, aunque no tardó en tenerla de nuevo encima. Dahl sintió las mordeduras en los hombros, una quemazón que le dio a entender que fuera lo que fuese lo que acababa de morderle, era venenoso. Dahl buscó de nuevo el ojo, dirigió un golpe de nuevo hacia él y logró que la cosa se echase atrás por segunda vez, aunque en esa ocasión el alférez se sentía tan mareado, tan débil, que no pudo moverse.

«Un sacrificio y quien quede en pie sobrevivirá», pensó. «Y una mierda». Lo último que vio fue la impresionante dentadura de la cosa cerrarse sobre su cara.

* * *

Al despertar, Dahl vio a sus amigos en torno a él.

—Arg —dijo.

—Finn, dale un poco de agua, anda —le pidió Duvall.

Finn tomó un recipiente con pajita de una mesilla lateral y lo acercó a los labios de Dahl, que sorbió con ganas.

—No he muerto —susurró, al cabo.

—No —contestó Duvall—. Y no se debe a que no te hayas esforzado para lograrlo. Lo que quedó de ti debió de haber muerto cuando te trajeron a bordo. Doc Hartnell dice que fue una suerte que Q’eeng y Taylor dieran contigo cuando lo hicieron, porque si no esa cosa te habría devorado vivo.

El eco de aquella última frase reverberó unos instantes en la mente de Dahl, despertando algo en su memoria.

—Cassaway —dijo—. Mbeke.

—Ambos murieron —dijo Hanson—. No quedó mucho de ellos que traer a bordo.

—Eres el único miembro del grupo de desembarco que sigue vivo —dijo Hester—. Además de Q’eeng.

—¿Taylor? —preguntó Dahl con voz rota.

—Sufrió una mordedura —respondió Duvall, interpretando correctamente la pregunta—. Esas cosas destilan veneno. No mata a las víctimas, pero las vuelve psicóticas. Enloqueció y le dio por disparar en la nave. Mató a tres tripulantes antes de que lo neutralizaran.

—Eso es lo que creen que pasó en la colonia —dijo Finn—. Los informes médicos muestran que las criaturas mordieron a los miembros de una partida de caza; a su regreso a la colonia, la emprendieron a tiros con todo el mundo. Luego esos animales entraron, se llevaron a los muertos y mataron a los supervivientes.

—También mordieron a Q’eeng, pero el capitán Abernathy hizo que lo aislaran hasta elaborar un antiveneno —dijo Hanson.

—A partir de tu sangre —continuó Hester—. Como estabas inconsciente no pudiste enloquecer. Eso dio tiempo a tu cuerpo para metabolizar y neutralizar el veneno.

—Tuvo suerte de que tú sobrevivieras —dijo Duvall.

—No —dijo Dahl, que levantó el brazo para señalarse a sí mismo—. Fui yo quien tuvo suerte de que me necesitara.